Estados Unidos

Las claves del ‘fenómeno Trump’

Clinton y Trump salen victoriosos del 'súpermartes' y afianzan sus aspiraciones

Hace seis meses que todo el mundo (editorialistas, rivales y dirigentes políticos) vaticina que el estallido de la burbuja Donald Trump es inminente. Y hace seis meses que ésta no para de hincharse. Después de tres victorias consecutivas en los cuatro primeros caucus, y de imponerse en la mayoría de primarias celebradas el Supermartes, la probabilidad que el multimillonario neoyorquino se convierta en el candidato conservador a los comicios de noviembre de 2016 cada vez está más cerca de hacerse realidad, aunque el camino que queda por delante todavía sea largo.

Existe un auténtico fenómeno Trump que dice mucho de Estados Unidos y de sus políticos y que no tiene nada de casual. Para entenderlo mejor, al menos en parte, no hay que obviar la exacerbación identitaria de parte del electorado, la preocupación por el empleo, el enfado evidente de los ultraconservadores desde que un afroamericano llegón a la Casa Blanca, el hastío generalizado por el peso de los lobbies en Washington y las disfunciones del Congreso. Tampoco se debe desdeñar la desbandada del Partido Republicano y el empobrecimiento del debate de ideas. Y, por supuesto, no se puede pasar por alto la personalidad de Donald Trump, su estilo y, cómo no, su discurso.

¿Qué temas trata, qué lenguaje emplea?, ¿por qué seduce? Hemos analizado parte del discurso del candidato a las primarias republicanas, no con el fin de comprobar la exactitud de sus intenciones ni la coherencia de sus palabras, sino para comprender un poco mejor dónde radica el éxito de este personaje estrambótico (¡frente a las principales figuras del Partido Republicano!). Y es que es precisamente eso lo que hace al personaje poco previsible. Su discurso puede oscilar entre las declaraciones absurdas y las declaraciones sensatas; es pragmático y extravagante al mismo tiempo; ultraconservador en determinadas cuestiones y liberal en otras. Al no seguir el argumentario conservador que enarbola la élite de su partido, consigue sacar mucho más rédito a las angustias, los fantasmas y a los ideales del electorado republicano. Y les da una respuesta. Así es el candidato Trump, a partir de seis de sus citas:

“Vamos a construir un muro entre Estados Unidos y México”

En agosto de 2015, Donald Trump dio a conocer diferentes propuestas en materia de política migratoria. Proponía impedir la entrada de musulmanes en Estados Unidos, de forma temporal; reformar las leyes de ciudadanía, que otorgan la nacionalidad a los nacidos en el país; hacer más restrictiva la legislación vigente, que obliga a los empresarios norteamericanos a contratar a un ciudadano estadounidense antes de dar empleo a un extranjero.

También anunció su intención de construir un muro divisorio a lo largo de los 3.200 kilómetros de frontera entre Estados Unidos y México. Medios de comunicación y clase política mostraron su indignación por semejante proyecto. Una reacción que satisface sobremanera a Trump, que aprovecha para repetir cada vez que tiene ocasión que no sólo “construirá un muro”, sino que “lo van a pagar los mexicanos”. Tal y como explica sucintamente en su página web de campaña, su intención es retener parte del dinero que envían los migrantes mexicanos a sus familias, a su país de origen, mientras las autoridades mexicanas persistan en la negativa de pagar la construcción del muro.

Esta idea del muro, calificada de no factible y de inmoral, se ha ido abriendo paso y ha seducido a buen número de electores republicanos. ¿Por qué? En primer lugar porque Donald Trump no es el único que habla de inmigración y más concretamente de lucha contra la inmigración ilegal procedente de América del Sur. Últimamente se ha convertido en uno de los asuntos preferidos del Partido Republicano (véase el informe del think thank conservador American Entreprise Institute). Y todo ello a pesar de que el saldo migratorio de mexicanos en Estados Unidos es negativo desde la crisis de 2009. O lo que es lo mismo, son más los ciudadanos de México que dejan el país que los que llegan. Sin embargo, el debate no se plantea en esos términos, ya que esas cifras nunca han salido a la palestra. Cuando hablan de inmigración, en la práctica, los candidatos se dirigen a esa parte del electorado conservador, cada vez más amplia y más preocupada, que integran blancos con poca o ninguna formación, desempleados o en una situación precaria, que tienen la sensación de que la mano de obra ilegal barata les roba los puestos de trabajo.

Con la salvedad de que los principales rivales de Donald Trump se han limitado a apuntar vaguedades, a prometer que “mejorarán la seguridad fronteriza”. En este contexto, el multimillonario se ha impuesto como el candidato pragmático, de ideas radicales y quizás eficaces. Y todo ello pese a que, en la práctica, la frontera ya es una zona ultramilitarizada, con más de mil kilómetros de vallas, con concertinas desde 2006 y vigilada por 18.000 hombres. Tal y como explicaba perfectamente en The New York Times el antiguo diplomático Stephen R. Kelly, Estados Unidos está a punto de contar con una frontera fortificada similar a la que separa a las dos Coreas. “Donald Trump, sólo tendrá que acabar el trabajo”, señala no sin cierto cinismo.

“Adoro las Oreo, pero no las volveré a probar porque Nabisco cierra su fábrica y traslada la producción a México. México es la nueva China”

Para comprender el alcance de estas palabras, primero hay que decir –pese a no contar con estadísticas fiables que lo ratifiquen, es verdad– que más o menos todo el mundo en Estados Unidos come o ha comido Oreo. Estas galletas que fabrica el grupo Nabisco se venden a tres dólares el paquete en todas partes, desde gasolineras a farmacias. Esta declaración de intenciones –repetida decenas de veces– ilustra bien el tipo de lenguaje extremadamente sencillo y las referencias accesibles a todos los públicos que caracterizan los discursos de Donald Trump. El diario TheBoston Globe ha analizado los discursos de todos los candidatos y ha llegado a la conclusión de que los speeches de Trump puede leerlos y comprenderlos un niño de nueve años.

Pero, vayamos al fondo de la cuestión. El grupo no cierra su fábrica de Chicago: suprime unos 600 empleos, que considera prescindibles por la automatización del proceso (aquí las explicaciones que ha ofrecido la empresa). Lo interesante es que el candidato defiende exactamente lo contrario que los principales espadas del Partido Republicano (¡desesperados por las salidas de tono de Trump!). El partido es conocido por su línea “pro-business”, hasta el punto de llegar a oponerse a cualquier normativa o limitación dirigida a frenar la buena marcha de la economía de mercado. Por su parte, Donald Trump defiende cierto proteccionismo. Y no sólo cuando habla de galletas.

El pasado verano se comprometió a limitar las deslocalizaciones, a subir los aranceles sobre los productos importados (procedentes de China o incluso a los coches Ford ensamblados en México), a aumentar los impuestos a las grandes fortunas (y en especial a los gestores de hegde funds). También se ha pronunciado en contra de los tratados de libre comercio que Estados Unidos negocia con 11 países de Asia (el TTP, firmado en octubre) y con la Unión Europea (el TTIP, en curso), porque este tipo de tratados no crea empleos. En este último punto, ¡coincide con el candidato de izquierdas Bernie Sanders!

También en este caso no habla para los empresarios, sino que se dirige a esa porción del electorado conservador poco formada que no se beneficia (o lo hace muy poco) del crecimiento económico. Y funciona. Lo que lleva al establishment republicano a modificar (ligeramente) sus propuestas. En concreto, uno de los principales defensores de los acuerdos de libre comercio, el senador Rob Portman, recientemente ha dado un giro de 180 grados, hasta defender ahora la postura contraria en lo que se refiere al acuerdo transpacífico.

“Tengo muchas amigas que entienden mejor la importancia de la planificación familiar de lo que ustedes y yo vamos a llegarla a entender nunca”

Nadie va a decir lo contrario, Donald Trump sabe ser misógino, machista y vulgar. De ahí que nadie se espere que defienda la planificación familiar. De hecho, los republicanos hace años que se muestran muy críticos con la excusa de que en los centros de planificación se practica y promueve el aborto. El problema es que estos mismos políticos, entre ellos Ted Cruz y Marco Rubio –que en 2015 a punto estuvieron de bloquear las negociaciones presupuestarias en el Congreso si no se suprimían las subvenciones federales a los centros de planificación familiar– se olvidan de que esta estructura nacional sirve sobre todo para atender y cuidar a mujeres que carecen de los ingresos suficientes para permitirse acudir al ginecólogo o al obstetra.

Y ahí es donde Donald Trump da una nueva lección a sus adversarios, y por extensión, a sus electores. En varias entrevistas, entre ellas una reciente concedida a la cadena NBC, el candidato decía: “Tengo muchas amigas que entienden mejor la importancia de la planificación familiar de lo que ustedes y yo vamos a llegarla a entender nunca. Ellos [el personal de los centros] hacen un excelente trabajo. Se ocupan de los cánceres de cuello de útero, de problemas sanitarios que afectan a la salud de las mujeres”. Y dicho esto, Trump fija inmediatamente los límites: él también se opone al derecho al aborto (en 1999 decía lo contrario). Si resulta elegido, los centros de planificación recibirán financiación federal pero no podrán financiar abortos, precisa, de modo que se presenta como un verdadero conservador capaz de matizar. Eso sí, se olvida de decir que eso es lo que ocurre ahora: la ley federal impide a los centros de planificación norteamericanos emplear las subvenciones de Washington para la práctica de abortos, salvo en caso de violación, incesto o si la vida de la madre está en peligro.

A fin de cuentas, con estas declaraciones aproximadas y ambivalentes, logra seducir a más de electoras republicanas que sus adversarios. Los estudios de opinión señalan que es el candidato favorito de una mayoría de hombres y de mujeres republicanos.

Donald Trump también ha tenido salidas sorprendentes en materia de política social. Los republicanos han intentado acabar con los programas públicos, sanitarios impulsados por Obama, con el pretexto de que suponen la ruina del país. Sin embargo, Donald Trump insiste en que él no tiene nada contra el Medicaid (sistema de cobertura sanitaria para los más pobres), el Medicare (para jubilados) ni contra la seguridad social (el sistema público de jubilación). ¿Por qué? porque con él en la Casa Blanca, “seremos tan ricos” que no hará falta tocarlos.

“No me entusiasma la ley de expropiación, pero es absolutamente necesaria para nuestro país”

La ley norteamericana de expropiación es una de esas cuestiones en las que el Partido Republicano termina por enredarse. En público rechaza que el Estado pueda expropiar tierras y viviendas para proyectos de utilidad pública. Sin embargo, cuando los republicanos llegan al poder, no les duelen prendas a la hora de recurrir a la ley de expropiación para desarrollar diferentes proyectos, sobre todo de índole privada.

En un debate de candidatos conservadores celebrado el pasado 6 de febrero de 2016 en New Hampshire, Donald Trump se quedó solo a la hora de defender las expropiaciones. Y lo hizo alegando razones de interés público. “Sin esta ley no tendríamos carreteras, hospitales, escuelas, puentes. [...] No me entusiasma la ley de expropiación, pero es absolutamente necesaria para nuestro país”. Por supuesto, tratándose de Trump, las cosas son rara vez tan sencillas. Porque como promotor inmobiliario, durante su carrera ha hecho un uso considerable, y muchos opinan que abusivo, de la ley de expropiación en su propio beneficio.

Pero al romper con el argumentario que el Partido Republicano defiende en la materia, y al defender lo que la mayoría de los ciudadanos norteamericanos consideran una obviedad, aunque no les guste, Trump ha hecho pedazos la hipocresía de los conservadores. ¿Quién le atacó en el plató de televisión cuando se pronunció en esos términos? Jeb Bush que, cuando era gobernador de Florida, recurrió sin miramientos a la ley de expropiación. El mismo que se olvidó, sin lugar a dudas, de que su propio hermano George W. también echó mano de esta ley a la hora de construir un estadio para su equipo de béisbol cuando estaba en Texas.

Dos días después, en un mitin del candidato, varios simpatizantes defendían a Trump. Ése era el caso de Jim McNichol, camionero: “Efectivamente, no me gustaría que me echaran de mi casa, pero reconozco que a veces es necesario expropiar tierras para proyectos que resultan de utilidad pública. Siempre que se indemnice convenientemente a los dueños. Los otros candidatos se ríen de todo el mundo, sabemos perfectamente que una vez resulten elegidos, echarán mano de la ley. ¡Algunos incluso lo harán para ayudar a sus amigos empresarios, que les han financiado la campaña!”.

Al contrario que el resto de candidatos que se arrodillan ante los lobbies y los empresarios millonarios para pagarse la campaña, el hecho de que Trump se autofinancie con su fortuna personal hace que se le vea con otros ojos, paradójicamente.

“Jeb Bush es un candidato de bajo consumo”

Durante casi seis meses, tras el anuncio de la candidatura de Trump en el verano de 2015, ninguno de los otros candidatos conservadores se atrevió a atacar al promotor inmobiliario, pese a sus declaraciones engañosas e incoherentes. Fue necesario esperar a enero de 2016, a punto de celebrarse las primeras primarias, para escuchar algunas críticas en su contra. ¿Por qué esa prudencia?

La primera razón es estratégica. Los aspirantes republicanos se dividen en dos bandos. Están aquellos que pensaban que Trump iba a terminar por desaparecer debido a tantas provocaciones, por lo que preferían dejar pasar el tiempo (Jeb Bush, Chris Christie, John Kasich, Scott Walker) y esos otros que creían que Trump acabaría por estallar y que aspiraban a recuperar a su electorado (Ted Cruz, Marco Rubio, Ben Carson).

La segunda razón de este largo silencio es el miedo. Trump, de lengua viperina y que habla sin medias tintas, es único a la hora de meter en dedo en la llaga. Al contrario de las reglas de lo políticamente correcto que caracteriza la política americana, este hombre que presenta una cabellera característica no duda a la hora de lanzar dardos a diestro y siniestro. Se ha burlado de Rick Perry, un candidato a las primarias, del que dijo que usaba gafas para parecer más inteligente.

De la presentadora de Fox News Megyn Kelly señaló que era guapa pero tonta, sólo porque le formulaba preguntas que no le gustaban. Se refirió al físico de Carly Fiorina cuando ésta todavía estaba en la carrera a la Casa Blanca: ¡Miren esa cara! ¿Quién podría votarla? Es una mujer, no puedo decir nada malo de ella, pero vamos a ver, ¡seamos serios! ¿Se imaginan a nuestro próximo presidente con esa cara?”. Pero la víctima preferida de Trump es Jeb Bush, al que a menudo se ha referido como el “candidato de bajo coste”, hasta que el domingo 21 de febrero se retiró de la carrera presidencial.

Actuando de ese modo, Donald Trump se comporta no como un candidato respetuoso con sus adversarios, sino como un mero espectador sentado delante de la televisión o en una cafetería. Dice abiertamente lo que nadie se atrevería a insinuar, pero que todo el mundo piensa sobre el físico o el comportamiento de diferentes figuras de la política. Es malvado y a menudo juega sucio, pero una gran parte del electorado adora eso y se enorgullece de su franqueza, que considera una virtud. Adora la gresca, devuelve todos los golpes, está acostumbrado a recibir, ha asumido que una gran parte de la política es cuestión de imagen. Después de décadas de exposición mediática, él ya tenía una imagen antes de presentar su candidatura y no ha querido cambiarla. Eso sí, se ha centrado en definir negativamente a sus rivales, recurriendo a los insultos de los que, dado que tienen algo de cierto, no pueden desprenderse.

“John McCain no es un héroe de guerra. Es un héroe de guerra porque fue capturado...” “Mintieron. Dijeron que tenían armas de destrucción masiva. No había y sabían que no las había [...] Nadie sabe en realidad las razones por las que invadimos Irak”

Donald Trump tiene un problema con la guerra. O con las batallas perdidas de Norteamérica. Y en esto se parece a una gran parte del electorado norteamericano que ve con muy malos ojos la aventura iraquí y que considera que Estados Unidos deberían dejar de ser en todo momento centinelas del mundo.

Cuando se burla del senador y excandidato republicano a la presidencia John McCain, prisionero del Viet Cong durante más de cinco años, Trump señala la humillación que supuso la derrota norteamericana en Vietnam y a los que han hecho carrera con ello (él obtuvo una prórroga de estudios hasta que presentó un certificado médico por una herida en un pie). Al criticar la invasión de Irak de 2003, denuncia a su propio partido, que apoyó casi por unanimidad la guerra y todavía hay quien opina, entre los republicanos, que Estados Unidos hizo mal al salir del país. Por otro lado, Trump evita ser considerado un “mal patriota” donando regularmente dinero a las asociaciones de antiguos combatientes. Al mismo tiempo, no se prodiga en detalles ya que su opinión sobre la guerra de Irak ha cambiado en multitud de ocasiones entre los años 2002 y 2003.

Pero a día de hoy, Trump es especialmente astuto y, de nuevo, muy poco ortodoxo. Los norteamericanos están cansados de guerras en el extranjero y lamentan la falta de inversiones (en infraestructuras) en el país. Al distinguirse del resto de candidatos republicanos, que se sienten incómodos con la gestión que llevó a cabo Bush, pero que no se atreven a criticar a un antiguo commander in chief, salido de sus propias filas, logra hacerse con una opinión pública que, aunque conservadora, considera negativa la guerra de Irak ( y también la de Vietnam, aunque ya no se habla de ello).

Como sus electores, y contrariamente a las demás figuras políticas de derechas, Trump sabe perfectamente distinguir las guerras de los soldados y la acción militar de la política extranjera.

Donald Trump es todo un monstruo político. Se aparta de la norma, es imprevisible, vulgar y se cree el centro del universo, promueve un discurso racista y caudillista, da miedo a los políticos de Washington y a los intelectuales neoyorkinos. Y sin embargo... gana. Porque ha logrado integrar a la perfección la revuelta popular contra las élites –pero también el hartazgo de los ciudadanos (incluidos los conservadores)–, contra las políticas neoliberales que sufren desde hace treinta años. Al contrario que Bernie Sander, coherente políticamente y al mismo tiempo, abierto e inclusivo, Donald Trump es toda una serie de paradojas, muchas poco agradables. Pero en una momento de rebelión populista (en el sentido anglosajón y más bien positivo del término) ha sabido tocar una fibra sensible.

Familia, multimillonarios y telerrealidad, así es la Norteamérica de Trump

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Traducción: Mariola Moreno

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