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Rajoy y el cuento de la liebre y la tortuga
El Gobierno es optimista ante la situación económica. Muy optimista. Tanto que se le va la mano a Rajoy y suelta sin mover un músculo que la crisis “ya es historia del pasado”. Cierto es que hay algunos indicadores claros que apuntan en esa dirección y otros poco conocidos, como la inversión publicitaria en grandes medios, que han dejado de caer para aumentar poco a poco en los últimos meses; verdad es también que abandonamos ya la recesión, que crecemos y que se crea empleo, y se palpa en la calle menos miedo a consumir, a enfrentar las navidades con algo más de desahogo; e incluso ha corrido como la pólvora el hecho de que el otro día Wyoming en El Intermedio dejó en su grabadora para la historia de España una nota de voz después de que la impagable Sandra Sabatés ofreciera una noticia elogiosa sobre el Gobierno de Rajoy. Algo está cambiando, sin duda. Pero la crisis está todavía muy lejos de haberse resuelto. Tanto como lejos están quienes anuncian su fin, de la realidad de lo que ha pasado, está pasando y pasará en este país.
Como el presidente madrileño, Ignacio González, un caballero que cuando le piden en el Parlamento que abra los comedores infantiles en Navidades afirma, para oponerse, que el problema de la infancia en Madrid es la obesidad. Vamos, que los niños están gordos y que para qué van a abrir los comedores. O el señor González Pons, que es capaz de soltar que España es ejemplo del mundo: “la Alemania de Europa”, dice sin ruborizarse.
Debe ser que leen poco, o leen lo que no deben. Porque si el señor González que gobierna en Madrid leyera los informes de UNICEF sabría que en la comunidad que gestiona hay unos 200.000 niños en riesgo de pobreza, que España es el segundo país de la Unión Europea con mayor pobreza infantil y que hay casi un millón de hogares en España en los que hay niños y ni su padre, ni su madre ni sus hermanos tienen trabajo. O si el señor González Pons o el señor Rajoy, que lo ven todo tan claro, se hubieran molestado en echar un vistazo al informe que el pasado lunes publicó la OCDE, quizá hubieran medido algo más sus palabras.
Resulta difícil aceptar que es ejemplar el caso de España, que según la OCDE es el cuarto país con más desigualdad en el mundo, en el que más distancia hay entre los más ricos y los más pobres, después de Méjico, Estados Unidos, y Turquía. O que nos miran con admiración cuando más de la mitad del incremento del paro en la Eurozona durante los años de la crisis se debe a la situación española.
Tan difícil, como creer que la crisis es cosa del pasado en esta España en la que la mitad de los jóvenes sigue sin trabajar ni ver futuro, y donde casi el 40 por ciento de la población tiene verdaderos problemas para llegar a fin de mes, si es que llega.
Al menos, la vicepresidenta del Gobierno, Soraya Sáenz de Santamaría, decía ayer tras el consejo de ministros que “todavía queda mucho por hacer”. Debe ser que sale a la calle y habla con la gente.
Quizá el primer paso: romper el silencio
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La OCDE, que no es un organismo vinculado a Podemos ni financiado por grupos desestabilizadores antisistema sino un foro de una treintena de países entre los que están las grandes potencias mundiales, que se conjuraron en su día para “promover políticas que mejoren el bienestar económico y social de las personas alrededor del mundo”, acaba de decir en su último informe sobre desigualdad en el mundo que las soluciones que han puesto en marcha los países industrializados para salir de la crisis pueden resultar finalmente devastadoras: “concentrarse exclusivamente en el crecimiento en lugar de en la redistribución puede debilitar ese crecimiento en el largo plazo al aumentar la desigualdad”. En este informe, la OCDE, que sitúa a España entre los países más desiguales y donde más ha crecido esa desigualdad, con una brecha de hasta 14 veces entre lo que ganan los que más tienen y los peor pagados, exige que las políticas económicas “aseguren” que las personas más ricas contribuyan más a la solución de la crisis mediante “tributos sobre la riqueza y la propiedad” y una lucha realmente eficaz contra la evasión y el fraude fiscal.
Cuidado, por tanto, con las euforias, con anunciar finales de crisis y erigirnos en espejo ejemplar y guía universal cuando el enfermo no está curado y el riesgo de recaída no ha sido conjurado aún. Tan estúpido fue negar la crisis a la manera de Zapatero como darla hoy por terminada tal y como ha hecho Rajoy, frente a este país todavía roto y desanimado. Y cada vez más desigual.
No nos felicitemos antes de llegar a la meta, no sea que como le sucedió a la liebre, confiada en vencer sin esfuerzo a la tortuga, se duerma entre las flores de la segura victoria y pierda la carrera.