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Percepciones y cifras de la corrupción en España

Carles Ramió

[El catedrático de Ciencia Política y de la Administración en la Universidad Pompeu Fabra Carles Ramió publica La renovación de la función pública (Catarata), un libro donde desvela las estrategias para frenar la corrupción política en España.

infoLibre publica, a continuación, un adelanto de parte del primer capítulo de la obra].

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PERCEPCIONES Y CIFRAS DE LA CORRUPCIÓN EN ESPAÑA

Analizar el fenómeno de la corrupción en España con datos empíricos es muy complicado en un país en el que se manejan todavía muy pocos datos públicos solventes y en el que a los analistas y a los medios de comunicación les encanta ofrecer cifras escandalosas y redondas.

El 1 de enero de 2015, El País publicó un artículo para celebrar el nuevo año. Decía: “Por alguna razón, las cifras redondas que empiezan por 4 suelen ser inexactas: 40.000 coches oficiales en España; 400.000 prostitutas; 400.000 desahucios; 40.000 inmigrantes esperando a saltar la valla de Melilla; 445.000 políticos. Es un misterio por qué el cuatro sale tantas veces en datos falsos. Quizá porque es un número ni demasiado bajo, ni demasiado alto. O quizá por las propiedades de solidez y rigor que le atribuye tradicionalmente la numerología. 

En cualquier caso, si se quiere colar un bulo estadístico en internet, colóquese un 4 y una buena ristra de ceros detrás”. Todos estos datos son totalmente incorrectos salvo en el caso de los desahucios, donde la realidad parece ir alcanzando la ficción de las cifras mágicas. Por ejemplo, el dato de 445.000 políticos es desgarrador, pero resulta que para alcanzar esta fabulosa cifra se imputaron como políticos a 131.000 empleados de empresas públicas, a 65.000 delegados sindicales del sector privado, etc. Sin embargo, sí es relevante clarificar el dato del número de políticos en España en relación con la corrupción, porque sí hay un gran número de puestos políticos que generan un tejido neoclientelar (que es otra forma de corrupción, lo que Víctor Lapuente califica como “la enfermedad institucional en España”). César Molinas y Elías de la Nuez cifran en 300.000 efectivos el colectivo político instalado en el tejido institucional público. Pero los datos más solventes son los que ofrecen el Tribunal de Cuentas y el Ministerio de Economía, que fijan la cantidad total de personal de naturaleza política en 122.000. Cantidad que es tan voluminosa debido a que en España hay 68.230 concejales y alcaldes, pero solo un 10% de ellos perciben algún tipo de retribución. En definitiva, la cifra más exacta de políticos que cobran del erario público (que en el fondo es el dato que interesa a los ciudadanos) no alcanza por poco los 63.000. Sin duda, siguen siendo muchos, pero muy lejos de los 445.000 o de los 300.000 que han aparecido en los medios. Si existe en nuestro país este baile de cifras, ¿cómo no va a ser problemático intentar medir con cierta solvencia el impacto económico de la corrupción en España cuando la metodología solo puede ser de percepción o estimativa en base a otros datos más directos?

Parametrizar el fenómeno de la corrupción en España es complicado debido a una ausencia de datos objetivos e incontestables, a la información excesivamente vaporosa que aportan los datos sobre percepción y a un conjunto de indicadores formales de carácter institucional que pueden significar mucho o absolutamente nada. En efecto, resulta de una gran complejidad medir la corrupción, incluso es difícil su propia definición. Como afirman Villoria y Jiménez, el fenómeno es difícil de estudiar, para empezar, por la propia confusión semántica que la palabra “corrupción” arrastra.

Estos autores proponen una compleja y algo barroca definición: “Un abuso de posición de un servidor público con un beneficio directo o indirecto, con incumplimiento de normas jurídicas que regulan el comportamiento de los servidores públicos”. En suma, al abuso de poder se debe unir al beneficio privado y al incumplimiento normativo. Esta definición es parcial al reduir la corrupción al incumplimiento normativo; por otro lado, habría que tener en cuenta los posibles acuerdos corruptos previos para que la ley no incorpore como prohibidos actos poco éticos, pero que interesa a actores públicos relevantes que no se persigan. Un ejemplo de esta modalidad sería la elaboración de una ley por un Parlamento, en la que se conceden privilegios a algún lobby o sector económico, a pesar de la ineficiencia que ello genera, como consecuencia de haber asumido los legisladores los objetivos de las empresas que ellos regulan, a cambio de financiación de sus campañas electorales: es lo que se denomina “captura de políticas”.

Dentro de la corrupción pública o institucional se pueden distinguir diferentes tipos de corrupción:

• Corrupción con robo (daño económico a la Administración) o sin robo. La gran mayoría de los casos de corrupción en España implican el robo directo o indirecto de recursos económicos de carácter público.

• Corrupción política en la que están implicados los cargos políticos, sean estos electos o nombrados por razones políticas o bien la corrupción administrativa en la que están implicados los funcionarios o empleados públicos, seleccionados, en principio, por criterios meritocráticos. Normalmente, cuando hay corrupción administrativa generalizada hay también corrupción política. Pero no tiene por qué pasar a la inversa, es decir, puede haber corrupción política extensa y la Administración mantener unos elevados niveles de integridad.

• Corrupción por niveles de Administración: Estado, comunidades autónomas y Administración local. Cada uno de estos tres niveles tiene sus áreas de  riesgo. Para el Estado, por ejemplo, el principal riesgo de corrupción reside en potenciales capturas de las grandes decisiones en el ámbito regulatorio. Las comunidades autónomas tienen riesgo de corrupción en los enormes contratos de infraestructuras, en las subvenciones y, en menor medida, en las autorizaciones, los permisos y las licencias. En la Administración local los ámbitos de riesgo son la contratación, las concesiones de licencias y la gestión urbanística, precisamente el de mayor riesgo que afecta a las comunidades autónomas y a la Administració local.

En esta obra intentaré demostrar que, en España, la corrupción institucional (que es distinta a la corrupción social, empresarial, sindical y de los medios de comunicación, que también van a ser analizados en esta obra aunque con un carácter más tangencial) tiene una base totalmente política que es lesiva a nivel económico para la Administración, siendo, en cambio, la corrupción administrativa residual o inexistente. Por otra parte, los casos denunciados de corrupción han afectado fundamentalmente al nivel autonómico y al nivel local. En los momentos de bonanza económica en los que la construcción era el motor económico del país, la corrupción pivotó sobre la regulación y la gestión urbanística. En paralelo ha habido corrupción en los contratos y subvenciones, y esta dinámica se fue incrementando cuando la construcción se colapsó por la crisis económica.

En cambio, la Administración del Estado ha sido bastante impermeable a la corrupción debido a dos factores: por una parte, no poseen muchos ámbitos de riesgo y, por otra, gracias a que poseen una arquitectura institucional más solvente y unos funcionarios muy profesionalizados. Seguramente la corrupción del Estado se centra en su captura en el ámbito regulatorio, pero  esta es muy difícil de detectar y de demostrar. De todos modos, debe estar presente si se tiene en cuenta la deficiente regulación del Estado de los ámbitos más estratégicos (financieros, telecomunicaciones, transportes, gas y agua), a la desprotección en práctica de los usuarios y a los grandes beneficios que acumulan las grandes empresas presentes en estos sectores.

España parece formar parte de un grupo de países extra­ños al no figurar en la lista de los más corruptos ni, desgraciadamente, en la de los menos. Está en una situación intermedia en la que la escala de grises es muy diferente y que agrupa realidades muy distintas. Siempre suelen tomarse como referencia los informes de la ONG Transparencia Internacional, que elabora anualmente un índice de percepción de corrupción en cada uno de los 175 países analizados de todo el mundo. En 2015, España ocupa la posición 38, y aunque no parece una ubicación extraordinariamente mala, la sitúa en medio de un grupo de países del sur de Europa, de la Europa del este y en peor posición que Botswana (31), Bután (30), Chile (22) y Uruguay (20). Por delante, obvio, todos los países europeos nórdicos y centrales y los países anglosajones. La sensación, en todo caso, es de un claro retroceso, ya que hace diez años España estaba situada en el puesto 22, junto a Francia.

¿Significa que durante estos últimos años de la crisis ha habido más corrupción que, por ejemplo, en los años de bonanza económica? En absoluto, ya que estamos ante un índice de percepción y, por tanto, un índice poco robusto y totalmente subjetivo. Lo que sucede es que ahora hay una potente luz mediática y social (y probablemente también una lente cognitiva de aumento que exagera la realidad) que observa a la corrupción gracias a los 1.700 casos judiciales abiertos en la actualidad. Que hay una percepción social preocupada por la corrupción lo corrobora la encuesta del Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS), que la ubica como la segunda preocupación de los españoles.

Según esta misma encuesta, analizada por Manuel Villoria en un estudio de 2015, los niveles de confianza política han caído a datos históricamente bajos: si se toman las series del CIS desde 1996, se han perdido más de 20 puntos desde entonces (del 50% al 30%) en los niveles de confianza política de los españoles. El Eurobarómetro de 2013 también ofrecía datos muy contundentes sobre la percepción de la corrupción. Ante la afirmación “de acuerdo con que hay corrupción en las instituciones nacionales de mi país”, el 95% de los españoles estaban de acuerdo. Era el porcentaje más alto de Europa, solo superado por Grecia (97%) y cerca de Italia (93%) y República Checa (94%). Por ejemplo, en Francia (76%) y Alemania (74%), la percepción de corrupción es también muy alta, pero a mucha distancia de España.

El fenómeno de la corrupción en España ya ha saltado sus fronteras y en abril de 2015 The Economist se hizo eco del mismo haciendo referencia a que el “amiguismo” de los políticos era ni más ni menos que el culpable de la crisis económica. Hay datos inquietantes que lo avalan: una investigación reciente de la Universidad Libre de Bruselas constató que, de 1995 a 2007 (los años de la mágica bonanza económica), la economía española crecía a un ritmo del 3,5% anual, pero la productividad bajaba a un ritmo del 0,7%, elemento que se puede entender como multicausal (desde baja productividad, a la inflación, la política monetaria, etc.). Sin embargo, el elemento crítico y sorprendente es que esta investigación detectó que las empresas menos productivas crecían más que las productivas. Las empresas que crecían y eran cada vez menos productivas eran precisamente las que trabajaban para las administraciones públicas que, además, eran las que recibían más préstamos de las entidades financieras.

Este debate sobre el impacto económico de la corrupción es relevante; se trata de un tema crítico que amenaza a nuestro precario modelo de Estado del bienestar en la misma línea de flotación. En este sentido, la Universidad de Las Palmas llevó a cabo, en 2013, un estudio cuantitativo y cualitativo que concluyó que el impacto económico de la corrupción es de 39.500 millones de euros. Los resultados de este estudio no han estado tampoco exentos de críticas. Para obtener cifras más completas lo más conveniente es analizar los dos grandes focos de la corrupción: los contratos públicos “sobreprecios” injustificados y la evasión fiscal. De esta forma, se pueden medir los dos focos más relevantes de las finanzas públicas: uno sobre los outputs, o el gasto, y otro sobre los inputs, o los ingresos (o la falta de los mismos). El dato más espectacular de los que he consultado lo aporta la Comisión Nacional de los Mercados y la Competencia (CNMC), que en un informe de principios de 2015 considera que la factura de la corrupción en la contratación pública es de 48.000 millones de euros anuales. Esta cantidad sideral de millones de euros equivale al 4,5% del PIB. En todo caso, decir que esta enorme cantidad está vinculada directamente con la corrupción es una licencia del lenguaje, ya que es la cantidad que se pierde por unos deficientes mecanismos de contratación pública y por la falta de competencia en determinados mercados de servicios públicos.

Claro que el estudio también afirma que “la falta clamorosa de competencia es una de las condiciones necesarias que conduce a la corrupción”, o a la inversa: “Cuando hay corrupción siempre existe falta de competencia”. El mapa que elabora este informe es que la contratación pública alcanza el 18,5% del PIB (194.000 millones anuales) y que se paga un sobrecoste injustificado en estos contratos del 25%, lo que da como resultado los 48.000 millones que representan tres décimas más del déficit público comprometido con la Unión Europea (UE) para el presente ejercicio presupuestario (4,2%). Eso significa, ni más ni menos, que si las administraciones públicas hubieran contratado bien a nivel técnico y sin derivas corruptas, España no tendría que haber acometido apenas ningún recorte en los servicios públicos por culpa de la crisis económica. Otra cosa distinta es la evasión fiscal de empresas y profesionales. Los técnicos del Ministerio de Hacienda (Gestha) estimaron en 2013 que España dejaba de ingresar 79.000 millones de euros al año en impuestos en comparación con la media ponderada de los países de la UE-27, especialmente por lo que no se recauda, debido al fraude, la evasión fiscal, la recaudación en el impuesto del IVA y en el de IRPF. En un comunicado, Gestha explica que la recaudación por IVA aportó 18.653 millones anuales menos a las arcas públicas españolas que en el resto de Europa, un fenómeno que se entiende por el escaso rendimiento de este impuesto sobre el consumo, que solo logra recaudar 9,7 euros por cada 100 que se gastan, frente a los 12,3 euros de media del conjunto de países europeos. Estas cifras sitúan a España en el último lugar del ránking recaudatorio del IVA, pese a que las dos subidas aprobadas en 2010 y 2012 acercan al país a la media europea de tipos nominales.

Si sumamos la cantidad derivada de la evasión fiscal con el sobrecoste de los contratos públicos, llegamos a la cifra de un déficit para las arcas públicas de 127.000 millones de euros, que equivale al 12% del PIB actual de España. Los datos son mareantes y, por desgracia, es incontestable que en España la corrupción social y política es el principal lastre para su desarrollo económico, sostenibilidad del sistema público y mantenimiento de un Estado del bienestar.

La oficina de recuperación de activos de la corrupción lanzada por Rajoy solo funciona a pleno rendimiento en Cuenca

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De esta manera, se puede decir que la corrupción es la lacra que está fulminando a la clase media española asalariada, que percibe como paga unos impuestos de los más elevados de Europa (con un marginal que superaba el 50% hasta mediados de 2015) y que recibe unos servicios públicos cada vez más limitados y de peor calidad que la obliga a sobrecostes de mutuas sanitarias privadas, planes de pensiones, etc. Este déficit fiscal guarda mucha relación, en cuanto a las arcas públicas, con el gran tamaño de la economía sumergida y la economía delictiva en España. Definir la economía sumergida y la economía delictiva es difícil y hay una disparidad de datos que, en todo caso, reflejan la intensidad de este fenómeno en España en comparación con la media europea.

Guillermo de la Dehesa hace el siguiente acopio de datos: los estudios recientes sobre el tamaño de la economía sumergida, en 2012, muestran porcentajes bastante dispares: según Schneider (2013), alcanzaba el 19% del PIB; según la Fundación de Estudios Financieros (FEF, 2013), el 19,2% del PIB; según el Gestha (2013) el 25,6% del PIB y según Santos Ruesga y Domingo Carbajo (2013) el 28% del PIB. Estos porcentajes son todos superiores a la media de la UE (18,9% del PIB) y muy superiores a los de otros grandes miembros de la Eurozona como Francia (11%) y Alemania (13,7%), salvo en Italia, donde alcanza el 24,3% del PIB. Esto explica parcialmente que, en 2012, la recaudación por IVA en España alcanzase menos del 5% del PIB frente al 7% de media en la UE y la recaudación de los impuestos indirectos alcanzase el 10,1% del PIB frente al 13,6% de la UE. La reciente encuesta europea, Eurobarómetro (2014), estima que el trabajo en negro en España podría alcanzar al 33% de todos los trabajadores. Conviene recordar aquí que tan defraudador es el que presenta la factura sin IVA como el que la acepta. 

A esta economía sumergida se añade, finalmente, la economía delictiva, que opera totalmente fuera de la ley y con dinero negro, compuesta por el terrorismo, el narcotráfico, el tráfico de armas, el contrabando de mujeres, niñas y niños, de órganos corporales y de especies, así como la prostitución inducida y la distribución de drogas. Estas actividades tienen todas en común que están financiadas, casi en su totalidad, con billetes en euros, en dólares y francos suizos de elevadas denominaciones, cuyos propietarios o usuarios no pueden ser detectados por ser billetes al portador y que estos suelen intentar lavar en paraísos fiscales, a los que solo en estos últimos años las autoridades fiscales nacionales les están haciendo frente. En 2007, en plena burbuja inmobiliaria y de la construcción, circulaba en España el 36% de todos los billetes de 200 y de 500 euros del área del euro, cuando el PIB de España era solo el 11,9% del total del área, es decir, tres veces menor, un porcentaje escandaloso.

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