Este 9 de abril, publica un nuevo artículo en El País, el "periódico progre", que trata de cuestionar la legitimidad política de Podemos (y de paso la de Artur Mas, dos pájaros de un tiro). El artículo, titulado Populismo contra Democracia, es interesante porque el autor, el profesor de Derecho Constitucional Francesc de Carreras, dice muchas cosas ciertas, al menos bajo una determinada concepción del populismo que va más allá del uso coloquial y peyorativo. Su caracterización se asemeja mucho a la que el ya fallecido filósofo Ernesto Laclau propuso, autor que abiertamente los líderes de Podemos han considerado como inspirador. El populismo es una forma de articulación de discursos y constitución de comunidades políticas basada en la unificación de demandas políticas diversas que comparten un enemigo común, ya sea la oligarquía en los casos en los que hablamos de populismos de izquierda, o incluso los inmigrantes, como para populismos de derecha como el que presenta el Frente Nacional francés. Lo que es totalmente falaz es considerar el populismo precisamente como lo opuesto a la democracia o como conducente a modelos totalitarios. Aunque sí sea cierto que su carácter amalgamador y su afán por construir mayorías sociales pueden conducir a ello, no es una condición necesaria.
El rechazo de una retórica liberal que habla de individualidades libres, sustituido por discursos que defienden la unidad, "el pueblo" y lo valores compartidos, no supone que estos valores sean inamovibles y de militancia obligatoria, o que no se fundamenten en los principios clásicos del liberalismo y republicanismo como son la libertad, la igualdad y la fraternidad. Querer reformar la Constitución o la estructura del Estado no es antidemocrático, más bien, la apertura a tales posibilidades es lo democrático. Asimismo, cuestionar en defensa de los intereses de una mayoría social, las élites u oligarquías, que obviamente juegan un papel fundamental en los derroteros de la política, no supone cuestionar los contrapesos institucionales, la separación de poderes o los controles democráticos. Más bien, de nuevo, lo contrario.
Que el populismo apela a las emociones es tan cierto como que jamás ningún político ha ganado unas elecciones sin hacerlo, incluso el sesudo Gabilondo emociona y se dirige a prejuicios y sentimientos con la imagen del retorno de un nuevo "viejo profesor". Que el populismo quiere hacerse con el poder institucional es tan cierto como que la política siempre ha ido de eso, ¿o acaso el PP no tiene el poder de legislar y aplicar leyes sin consenso porque las urnas le dieron un cheque en blanco?
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Lo peor de todo es el uso de una concepción teórica de la democracia liberal, que en la práctica no se realiza, para cuestionar y deslegitimar nuevas propuestas con fuerza, calificándolas como externas a ese modelo teórico del que se parte. Francesc de Carreras dice que la democracia es esencialmente un complejo entramado de decisiones tomadas tras un proceso de diálogo racional y público. Tras este pretexto habermasiano se oculta todo el elemento de lucha por el poder, retórica, imposiciones y enfrentamientos que la política es, más allá de una mirada "buenista" o "ética", más allá de lo que los libros de filosofía política liberal nos dicen sobre lo que la política debiera ser. Así se obvia que las fuerzas políticas que nos han gobernado no se han guiado por estos supuestos de diálogo racional y público, antes bien, apelan a los sentimientos o a enemigos comunes tanto como lo hace el populismo. Es más, ¿no es acaso el populismo el enemigo de la gente de bien que escribe en El País o vota a los partidos de orden? Sus decisiones son tan irracionales y emocionales como las ajenas, pero vienen con un barniz de legitimidad racional que esconde lo que comparten con sus adversarios. Si para el populista la "casta" es el mal radical, ¿no es el populismo el mal radical para estos demócratas racionales?
Es llamativo que los defensores de un modelo de democracia basado en el diálogo y la búsqueda de consensos dediquen sus esfuerzos a atacar de raíz otras propuestas políticas que sí asumen de forma explícita que los valores predominantes no son principios racionales universales, sino principios hegemónicos en disputa, y que la política contiene necesariamente también los ingredientes de lucha y estrategia, incluida, en la práctica, la política democrática liberal.
Carlos Villanueva Castro es socio de infoLibre
Este 9 de abril, publica un nuevo artículo en El País, el "periódico progre", que trata de cuestionar la legitimidad política de Podemos (y de paso la de Artur Mas, dos pájaros de un tiro). El artículo, titulado Populismo contra Democracia, es interesante porque el autor, el profesor de Derecho Constitucional Francesc de Carreras, dice muchas cosas ciertas, al menos bajo una determinada concepción del populismo que va más allá del uso coloquial y peyorativo. Su caracterización se asemeja mucho a la que el ya fallecido filósofo Ernesto Laclau propuso, autor que abiertamente los líderes de Podemos han considerado como inspirador. El populismo es una forma de articulación de discursos y constitución de comunidades políticas basada en la unificación de demandas políticas diversas que comparten un enemigo común, ya sea la oligarquía en los casos en los que hablamos de populismos de izquierda, o incluso los inmigrantes, como para populismos de derecha como el que presenta el Frente Nacional francés. Lo que es totalmente falaz es considerar el populismo precisamente como lo opuesto a la democracia o como conducente a modelos totalitarios. Aunque sí sea cierto que su carácter amalgamador y su afán por construir mayorías sociales pueden conducir a ello, no es una condición necesaria.