‘Gladiator II’, Ridley Scott no logra recuperar la épica de su mayor éxito popular

Fotograma de la película 'Gladiator II'.

Apenas transcurría un año del estreno de Gladiator cuando Los Soprano, llegada su tercera temporada en 2001, introdujo al personaje de Ralph Cifaretto. Le interpretaba Joe Pantoliano aceptando con aplomo la responsabilidad de que, a cada entrega de la aclamada serie de David Chase, Tony se topara con un nuevo personaje que entorpeciera sus negocios de algún modo. Lo que distinguía a Ralphie entonces no era tanto que fuera alguien irritante y pendenciero, sino su obsesión por Gladiator. Ralphie había flipado lo más grande con la película de Ridley Scott. Se sabía los diálogos de memoria, y acostumbraba a recitarlos durante sus arrebatos violentos.

Salto a ocho años después. Guardiola quiere animar al Barça de cara a disputar la final de la Copa de Europa contra el Manchester United, así que minutos antes de saltar al césped le pone a los jugadores un vídeo editado de Gladiator. Para motivarlos. Para que la famosa frase “lo que hacemos en nuestra vida tiene su eco en la eternidad” resuene en su esfuerzo deportivo. Estas viñetas ilustran que, a la hora de atribuirle a Ridley Scott la autoría de un fenómeno cultural incontrolable —uno que surgió por accidente, sorprendiendo a unos artífices sobrepasados en su día por las circunstancias— es lícito hablar de Blade Runner, pero muy especialmente hablar de Gladiator.

Como pasó en los 80 con Blade Runner, el rodaje de Gladiator fue un caos. El guion se escribió sobre la marcha, el final definitivo se les ocurrió mientras rodaban. Y aún así no solo se obró el milagro —un taquillazo monumental, varios Oscar de la Academia—, sino que además sirvió para enloquecer a una tropa de hombres vociferantes, flipados como Ralphie que adoraban Gladiator con una pasión solo comparable a la de otro hito del cine cuñao como Braveheart. Estos flipados quizá no se percataran del componente queer que otras personas celebraban de forma simultánea —la hipermasculinidad, invariablemente, siempre acaba teniendo este destino—, y es de suponer que estos flipados esperen ahora la secuela de Gladiator como una nueva Champions, o algo así.

En efecto Paramount ha desarrollado Gladiator II casi 25 años después de aquel triunfo. Ha mantenido la presencia de Scott, y ya solo en este gesto encontramos los primeros visos de que a Ralphie —si hubiera llegado vivo a la cuarta temporada de Los Soprano— esta secuela no le habría gustado tanto. Scott le cedió a Denis Villeneuve la responsabilidad de hacer Blade Runner 2049, pero sí ha querido encargarse de Gladiator II. Lo que implica que su peculiar personalidad y, sobre todo, la forma en que ha evolucionado su carrera en los últimos años, determinan fatalmente la película. Esta personalidad es desapegada, profesional de la forma menos espectacular del mundo.

Dicho lo cual, a Gladiator II le importa lo justo satisfacer las pulsiones nostálgicas del público original. No es una secuela-legado estilo Top Gun: Maverick o Twisters —continuaciones que amparándose en el tiempo transcurrido fotocopian el esquema de los títulos originales de cabo a rabo—, tanto como una continuación que ansía plantear nuevos personajes y conflictos partiendo de la historia previa. Solo que tampoco quiere eludir del todo la seducción nostálgica, así que los guiños siguen acechando dentro de un conjunto torpe y poroso, alternando con otros ingredientes que traten de volver a obrar una seducción análoga. Y fracasando, evidentemente.

La música de Harry Gregson-Williams recupera tímidamente los leitmotivs de Hans Zimmer, sin la suficiente convicción para emocionar con ellos y sin el suficiente talento como para proponer otros leitmotivs alternativos. Esta indefinición marca Gladiator II en su totalidad: no quiere ser un fantasmal parque temático estilo El despertar de la Fuerza, ni una continuación que fluya a su propio ritmo. Y no quiere serlo, seguramente, porque para empezar Scott ni siquiera ha querido tomar esa decisión. El director de 86 años viene haciendo gala en su última fase de una desidia muy divertida de observar —sobre todo en los tours promocionales, consagrados a insultar a los historiadores—, pero realmente irritante cuando hay que ocuparse de sus películas.

La mayor parte de estas son desangeladas e intrascendentes, como desangeladas e intrascendentes eran Napoleón y Todo el dinero del mundo antes de que Scott quisiera repetir con su guionista en Gladiator II: David Scarpa. Lo fácil es abordar la mediocridad de Gladiator II en tanto a su guion y culpar a Scarpa, tan incapaz de darnos un clímax satisfactorio como de equilibrar el arco dramático de Paul Mescal interpretando al hijo renegado de Russell Crowe: la pregunta de por qué de pronto pasa a interesarle la salvación de Roma quizá tenga la misma respuesta a por qué ahora de pronto Gladiator es una propiedad intelectual a explotar, y no es una respuesta bonita. Pero el guion de Gladiator I también era una idiotez. Scarpa no puede tener toda la culpa.

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El guion de Gladiator, mejor dicho, exhibía una sencillez lo bastante interiorizada como para recrearse en lo molón. Que de hecho era esa la gran diferencia con el tan citado Espartaco de Kubrick, y la clave de por qué la momentánea resurrección del blockbuster histórico que trajo Gladiator en los 2000 nunca cuajó: Gladiator solo era la emanación posmoderna de un péplum al que había depurado de cualquier complejidad, parecido a cuando Sergio Leone inauguró en los 60 el spaghetti western. Los asomos de profundidad venían o de los intérpretes o de la excelencia de los recursos empleados, pero sobre todo empezaban y terminaban en algo tan inasible como el “encanto”. El milagro, el toque Blade Runner que comunica el accidente con la posteridad.

De esta forma nada hay en Gladiator II que explique su fracaso con respecto a la primera Gladiator: nada que no sea su inoportuno momento histórico. Las escenas de acción están rodadas con profesionalidad y desparpajo, los intérpretes siguen legitimando con carisma unas líneas salidas del parvulario —Denzel Washington está pletórico—, y todo fluye dentro de la misma y consistente macarrada, que camufla su frivolidad a través de la invocación de un ademán heroico remitente a la escuela Schwarzenegger. Scott, de hecho, extrema la simpatía del artefacto con giros de culebrón y un gore desatado, con el que procede a inundar un Coliseo donde se recrean batallas navales y aparecen animales con un CGI extremadamente poco convincente.

Pero sigue sin ser suficiente. Gladiator II es otro blockbuster grisáceo y ortopédico, acomplejado por una nostalgia que no es tanto de su entrega anterior como de los últimos estertores de “sentido de la maravilla” que experimentara Hollywood hace ya veinte años. El encanto no llega. Los flipados y los futbolistas solo hallarán simulacros de escenas que recordaban guapísimas y ahora no lo son tanto —los minutos finales resultan muy embarazosos en ese sentido—, y de todas formas nada impedirá a Scott seguir como hasta ahora. Mirándolo todo con desdén, exprimiendo su alcoholismo laboral, y lucrándose con una decadencia industrial que está siendo de todo menos épica.

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