La frase es desagradable y aún así muy pegadiza: “lo único que necesitas para hacer una película es una chica y una pistola”. Jean-Luc Godard así lo aseguró mientras promocionaba Banda aparte en el 64 y se mostraba seguro de su éxito gracias a la presencia de los ingredientes citados, para más tarde aclarar que estaba parafraseando a D.W. Griffith. Con lo que esta ocurrencia tendría un anclaje aún más antiguo y decimonónico, capaz de encapsular todo un siglo de cine (el XX) y de ofrecer un rival proceloso, totalizador, al que nuevas voces debieran desafiar. No mucho después de que Godard subrayara alegremente el machismo y el fetichismo del cine convencional, Laura Mulvey investigó en los 70 dicha male gaze.
La escopofilia —excitación sexual a través de la mirada— de una sola dirección se reveló como eje vertebrador de la expresión cinematográfica, ante la que eventualmente podían surgir disidencias. Un cine concienciado, transgresor, que tomara distancia de la cisheteronorma. Un cine queer. “El cine queer se pregunta constantemente cómo es posible imaginar esos cuerpos que han sido marginados y violentados, sin fetichizarlos y explotarlos, y la respuesta ha sido en gran medida la abstracción”, ha escrito Ana Jiménez. No lo comentaba por Sangre en los labios, sino por otra película que le ha precedido por pocas semanas en cines: su título era Dos chicas a la fuga y también tenía chicas y pistolas… además de una pareja de lesbianas metiéndose en líos.
Dos chicas a la fuga y Sangre en los labios tienen otros puntos en común. Ambas películas suponen cambios de tercio más o menos severos con respecto a lo que venían haciendo sus creadores: Dos chicas a la fuga se aparta de la trayectoria de los hermanos Coen —coescribiendo Tricia Cooke el guion junto a su pareja Ethan—, mientras que Sangre en los labios ofrece un curioso desvío para Rose Glass. En Santa Maud, su debut al largometraje, esta cineasta inglesa se había ajustado de forma disciplinada al entramado de estilemas que los aficionados al género acostumbran a definir como “terror elevado”. Por muy líquida y problemática que sea esta etiqueta, la rigidez de Santa Maud pugnaba por asegurar que en realidad sí había una moda después de todo.
El aparato formal de Sangre en los labios está mucho menos encorsetado que Santa Maud, por suerte, toda vez que evidencia un pensamiento más rico a la hora de desplegarse y violentar. Ambiéntandose en los EEUU de 1989 —y en unas carreteras que también transitaban las protagonistas de Dos chicas a la fuga a finales de los 90—, Glass parece impaciente por subvertir el paradigma godardiano, así que nos presenta un club de tiro donde entra a trabajar Jackie (Katy O’Brian) en paralelo al gimnasio que regenta Lou (Kristen Stewart). En la contraposición de ambos espacios, Glass establece un imaginario cimentado por esa masculinidad canónica que el cine solía favorecer. Porque las armas de fuego —como pudieran ser los coches— son extensiones y repositorios del ímpetu masculino. No por históricos, menos artificiales.
Glass duplica esta contradicción —la de una natural esencia masculina que nunca ha existido— con otra contradicción manifestada en el entorno del gimnasio: los carteles animan al trabajo duro y al esfuerzo, pero lo hacen frente a atletas que, como Jackie, no dudan en inyectarse anabolizantes para conseguir tanto un físico determinado como un colocón eufórico. Armas, química, exhibición de cuerpos: son las coordenadas del régimen farmacopornográfico que ha teorizado Paul B. Preciado como fase actual del capitalismo. Una fase que, para ser descodificada y criticada, necesita una mirada que trascienda sus dialécticas. Ahí es donde entra tanto el cine queer como la pulsión abstracta de la que hablaba Jiménez, y que poco a poco va bañando a Sangre en los labios.
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Sangre en los labios se entrega a lo abstracto en instantes alucinados que conviven con el body horror y un interés persistente de Glass por la fantasía tétrica tras Santa Maud, a la vez que no olvida antecedentes ilustres de la tradición queer —seguramente el gran referente del film sea Lazos ardientes, dirigida por las hermanas Wachowski en 1996—, ni tampoco la importancia de los cuerpos. Los cuerpos son centrales en Sangre en los labios. Los cuerpos que ansían expresarse a través de las herramientas que dispensa el sistema —los disparos de las pistolas en confluencia al chute de esteroides— y los cuerpos que finalmente se rebelan contra este mismo sistema. Ya sea por su constitución —el físico amedrentador de Katy O’Brian— o por las relaciones que establecen.
Toda Sangre en los labios orbita alrededor del romance lésbico de Stewart y O’Brian. Un romance explosivo capaz de sacudir cualquier opresión independientemente de su alcance sociológico: desde el imperio familiar-criminal donde Lou resulta ser heredera renuente —su padre, un maquiavélico Ed Harris, es el dueño del cotarro— hasta la violencia frontal de género que abandera el patético personaje de Dave Franco. El guion de Glass y Weronika Tofilska se antoja atropellado por cómo a veces parece incapaz de controlar las energías invocadas por este romance, si bien la realización y el montaje —intuitivo, de ritmo feroz— nunca fallan a este respecto. Sangre en los labios es una película tan kamikaze como arrogante: en algún punto debiera colapsar, caer rendida por el exceso de esfuerzos estéticos y ensayísticos, pero no lo hace. Se mantiene en pie.
Los esteroides que lo permiten vienen sintetizados por una rabia tan centenaria como la enervante suficiencia que latía en las boutades de Griffith y Godard. Una rabia que, por otra parte, no deja de seguir ajustándose a un placer concreto, una nueva escopofilia. La diferencia reside ahora en quién está mirando, de quién es el placer que buscan los cuerpos apasionados y frenéticos de Stewart y O’Brian. Acotando este nuevo público, solo queda preguntarse si el cine podrá estar a su altura a partir de ahora.
La frase es desagradable y aún así muy pegadiza: “lo único que necesitas para hacer una película es una chica y una pistola”. Jean-Luc Godard así lo aseguró mientras promocionaba Banda aparte en el 64 y se mostraba seguro de su éxito gracias a la presencia de los ingredientes citados, para más tarde aclarar que estaba parafraseando a D.W. Griffith. Con lo que esta ocurrencia tendría un anclaje aún más antiguo y decimonónico, capaz de encapsular todo un siglo de cine (el XX) y de ofrecer un rival proceloso, totalizador, al que nuevas voces debieran desafiar. No mucho después de que Godard subrayara alegremente el machismo y el fetichismo del cine convencional, Laura Mulvey investigó en los 70 dicha male gaze.