infoLibre publica un extracto de Examinar la democracia en España, de Bernardo Bayona Aznar, editado por Gedisa y en las librerías el 6 de mayo. En él, el profesor de Filosofía, también exsenador y exdiputado socialista, analiza los logros y fracasos del sistema político, desde la Constitución del 78 a su puesta en práctica, identificando también los retos pendientes para el futuro. En el fragmento seleccionado, se ocupa del modelo territorial, su planteamiento en la Carta Magna y los conflictos en torno al desarrollo legal en el que esta se ha materializado.
El libro forma parte de la colección de títulos breves y divulgativos llamada Más democracia, que se propone explicar de manera accesible algunas de las claves de nuestro sistema representativo y está dirigida por la politóloga —y colaboradora de infoLibre— Cristina Monge y el catedrático en Filosofía del Derecho Jorge Urdánoz. La serie incluye ya los títulos Comprender la democracia, de Daniel Innerarity; Reformar el sistema electoral, de Urdánoz y Enrique del Olmo; Desprivatizar los partidos, de José Antonio Gómez Yáñez y Joan Navarro; Combatir la corrupción, de Manuel Villoria y Votar en tiempos de la Gran Recesión, de Pablo Simón.
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Indefinición y rechazo del modelo territorial
En la organización del modelo territorial la Constitución incorporó dos realidades distintas: por una parte, reconoció la existencia de diferencias nacionales con raíces históricas y culturales y le dio valor institucional y jurídico mediante el tér- mino nacionalidades, la inclusión de los derechos forales y la constitucionalización de las diferentes lenguas; por otra parte, abrió un procedimiento para crear nuevas realidades jurídicas e institucionales autónomas para el resto del territorio.
Pero el título VIII de la Constitución que desarrolla ese diseño territorial está lleno de ambigüedades y tenía un carácter provisional, pues abría un proceso sin definir el final. Cuando se aprobó no se sabía el número total de Comunidades Autónomas, que resultó superior al previsible, más aún al desmembrarse provincias como La Rioja, Cantabria o Murcia. Al ser un sistema abierto, se han producido dos efectos nocivos:
1. Las competencias no estaban definidas en el texto constitucional, se han reclamado muchas veces por no ser menos que los demás y se han ido concediendo de modo desordenado e incoherente a veces.
2. El Tribunal Constitucional se ha convertido en una pieza clave sobre la que pivota el funcionamiento del modelo autonómico, en un actor determinante y hasta en un indeseado protagonista del conflicto territorial, con el riesgo de desnaturalizar y afectar la posición neutral del juez de la constitucionalidad.
Puesto que todo el territorio se integró en Comunidades Autónomas, el Estado autonómico es un modelo equiparable a un Estado Federal. Pero con dos defectos:
- El reparto competencial se ha ido modificando por mayorías coyunturales, en función de los apoyos necesarios para gobernar, debilitando la capacidad de los poderes centrales para garantizar la igualdad de derechos de todos los españoles.
- No se contemplan mecanismos federales de cooperación. Sobre la marcha se inventaron las comisiones interterritoriales, la Conferencia de Presidentes o la Comisión General de Comunidades Autónomas en el Senado. Pero faltan cauces eficaces para canalizar la participación del poder territorial en la conformación de las políticas generales de España.
Por añadidura, se ha mantenido la perversa identificación de Madrid con el Estado. A ello han contribuido el centralismo de las instituciones y la negativa de los partidos nacionalistas a entrar en el Gobierno de España. En cuanto al primero, habría sido positivo descentralizar las instituciones del Estado llevando las sedes a diferentes Comunidades Autónomas. Por ejemplo, el Senado podría haberse instalado en Cataluña, y el Tribunal Constitucional, el Tribunal de Cuentas, el Defensor del Pueblo u otros organismos en otras Comunidades, para visualizar así que el Estado no es Madrid. Pero la mentalidad centralista y la comodidad de los altos funcionarios impidieron que fueran tomadas en serio esas propuestas cuando se hicieron. En cuanto a la segunda, los diversos intentos de Felipe González de integrar como ministro del Gobierno de España al portavoz de Minoría Catalana en el Congreso, Miquel Roca, se toparon con el veto de Pujol, consciente de que ese paso suponía una integración real de Cataluña en España e iba en sentido contrario a su proyecto nacionalista.
Los nacionalistas vascos y catalanes siempre vieron con antipatía la generalización del autogobierno, que ponía a Cataluña y al País Vasco en plano de igualdad y diluía su singularidad nacional, porque habían condicionado su aceptación de la Constitución al mantenimiento de esa diferencia. El desarrollo autonómico alcanzado hacia mitad de la década de los noventa, la definición de Canarias y Aragón como «nacionalidades» en la reforma de sus respectivos estatutos y la radical oposición del Gobierno de José María Aznar a la Ley de Política Lingüística aprobada por el Parlamento de Cataluña en enero de 1998, desembocaron en la «Declaración de Barcelona», elaborada y firmada por Convergencia i Unió, el Partido Nacionalista Vasco y el Bloque Nacionalista Ga- lego, en la que estas tres fuerzas nacionalistas consideraban que se había hecho una lectura restrictiva de los Estatutos de Cataluña, País Vasco y Galicia, denunciaban que se había anulado intencionadamente la distinción entre nacionalidades y regiones, defendían los «derechos nacionales» de sus respectivos territorios y concluían que el Estado de las Autonomías estaba agotado. Por ello, demandaban el reconocimiento explícito y efectivo de esa plurinacionalidad y ofrecían emprender una reestructuración del Estado para «configurar un Estado plurinacional de tipo confederal».
El mismo año el PNV, EA y EB suscribieron el Pacto de Lizarra con Herri Batasuna, en el que se proponía una negociación sin condiciones, sin límites y sin exclusiones, en ausencia permanente de violencia. Esta iniciativa trajo una tregua indefinida de ETA, que duró catorce meses, pero abrió una profunda herida entre nacionalistas y constitucionalistas. La estrategia soberanista, impulsada por Arzalluz, culminó con el llamado Plan Ibarretxe, un proyecto de Estatuto de Autonomía que materializaba el derecho de autodeterminación: «el ejercicio del derecho del pueblo vasco a decidir su propio futuro». Iniciada su tramitación en 2001, el Parlamento vasco lo aprobó en 2004, el Congreso de los Diputados lo rechazó en 2005 y en el PNV se impuso la estrategia del pragmatismo del tándem formado por Josu Jon Imaz e Íñigo Urkullu, que había ganado la batalla a la dirección del PNV frente a Joseba Egibar, el candidato de Arzalluz y representante de la línea más soberanista.
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En cambio, la reforma del Estatuto de Autonomía de Cataluña, emprendida en 2004 y aprobada en 2006, no fue una iniciativa del nacionalismo, ni de CiU, cogidos a contrapié, sino de un gobierno presidido por un socialista y apoyado por el presidente del gobierno español también socialista. Fue un grave error, porque dentro de la actual Constitución no se puede aumentar el poder político por vía estatutaria y se quiso obviar la reforma de la Constitución, inviable al no contar con apoyo del principal partido de la oposición en aquel momento. A pesar de que las Cortes Generales lo modificaron ampliamente, desató una brutal campaña anticatalana del PP por toda España y desembocó en la tardía sentencia del Tribunal Constitucional, que derogó 14 artículos e interpretó los aspectos más sensibles del catalanismo en sentido contrario a la voluntad estatutaria. Esta sentencia, contraria a un Estatuto aprobado por las 4/5 partes del Parlamento catalán, por la mayoría absoluta de las Cortes Generales y por un 73,9% de los votos en referéndum (a pesar de que Esquerra propugnó el no), cerró toda posibilidad de reconocimiento de la nación catalana dentro del ordenamiento constitucional español y convenció a los partidos nacionalistas de que Cataluña no cabe en España.
La aprobación por el Parlamento catalán de sucesivas leyes inconstitucionales, la declarada desobediencia a las consiguientes declaraciones de inconstitucionalidad y el abuso de la exigua mayoría nacionalista en la cámara autonómica desembocaron en 2017 en la disparatada proclamación de una república catalana independiente, ante la que el Estado español no tuvo otro remedio que aplicar el artículo 155 de la Constitución en defensa de la legalidad. Y los autores de tales acciones se han visto sometidos a la obligatoria respuesta judicial. La democracia tiene como principio rector que hay derechos fundamentales que son demasiado importantes como para ser decididos por mayoría simple y establece unos mecanismos legales mucho más exigentes para su reforma, codificándolos directamente en la Constitución, a fin de garantizar que no se utilice una mayoría coyuntural para limitar los derechos que hacen posible su funcionamiento. Los dirigentes secesionistas decidieron por mayoría simple y de forma unilateral qué derechos fundamentales merecían ser respetados por las autoridades autonómicas y cuáles no. Al aprobar la ley de desconexión y la ley de referéndum, se arrogaron la facultad de decidir si los habitantes de Cataluña gozaban de la protección de todo el ordenamiento jurídico derivado de la Constitución española o si los expulsaban de estas protecciones, forzándolos a formar parte de otro Estado.
En nuestro sistema constitucional ninguna opción ideológica está vedada, con la única condición de que se sigan los procedimientos establecidos constitucionalmente. El Tribunal Constitucional ha enfatizado que nuestra Constitución, «a diferencia de la francesa o la alemana, no excluye de la posibilidad de reforma ninguno de sus preceptos ni somete el poder de revisión constitucional a más límites expresos que los estrictamente formales y de procedimiento» (STC 48/2003). Por tanto, la opción independentista puede ser intentada por las vías legales si logra los apoyos necesarios, y la formidable dificultad de ese empeño no justifica saltarse la Constitución. Pero en esta grave crisis constitucional también tienen su parte no pequeña de responsabilidad los sucesivos gobiernos españoles que mostraron una enorme displicencia, ceguera e incompetencia para anticipar y reconducir políticamente la crisis que se venía gestando, y los partidos políticos que han hecho alarde de un oportunismo suicida y han azuzado la fobia anticatalana. El avance del procés no se habría producido si el Estado español no hubiera aceptado verse expulsado física y simbólicamente de una parte esencial de su territorio. Hay quien dice que España se fue de Cataluña mucho antes de que Cataluña intentara irse de España.
infoLibre publica un extracto de Examinar la democracia en España, de Bernardo Bayona Aznar, editado por Gedisa y en las librerías el 6 de mayo. En él, el profesor de Filosofía, también exsenador y exdiputado socialista, analiza los logros y fracasos del sistema político, desde la Constitución del 78 a su puesta en práctica, identificando también los retos pendientes para el futuro. En el fragmento seleccionado, se ocupa del modelo territorial, su planteamiento en la Carta Magna y los conflictos en torno al desarrollo legal en el que esta se ha materializado.