Los actores van llegando poco a poco. Se saludan, se ponen al día, se sientan en círculo para repasar el guion, anotan, preguntan. "¿Y el maquillaje?", pregunta una. "Yo solo un brillo", responde otra. El lunes descansan y el jueves estrenan. Lo normal. Solo que unos no pasan de los 12 y otros no bajan de los 60. Estamos en uno de los talleres de la compañía valenciana El pont flotant, y aquí no valen los roles de siempre. Si en su nueva obra querían tratar la paternidad —tres de los cuatro fundadores han tenido retoños—, no les basta con representarla, sino que la suben a escena. El hijo que quiero tener (en el madrileño Teatro de la Abadía del 12 al 16 de julio) de construyó a partir de un taller intergeneracional de dos meses, y cada noche suben a escena 20 nietos, hijos y padres.
No es ni de lejos la primera vez, en 15 años de vida, que Àlex Cantó, Joan Collado, Jesús Muñoz y Pau Pons parten de su propia vida para crear: en Como piedras (2006) subían a sus propios padres a escena y en Algunas personas buenas (2011) se imaginaban a sí mismos en un futuro no tan lejano. Su primer montaje, What a wonderful war, ya reflexionaba sobre el tipo de la madre coraje a partir del texto de Bertolt Brecht. Y en Ejercicios de amor el espectador entraba de lleno en su cariñosa fiesta, paella incluida. Esto ha sido, sin embargo, un paso más.
"El taller no es un extra, es la base de la obra", explica Pons en uno de los pasillos del teatro. Si diseñaron esos encuentros como un trabajo de campo para obtener material, después de dos meses se habían convertido en el núcleo de la obra. Los participantes se recorrieron los escenarios de la Comunidad Valenciana en un autobús fletado, pero, ante la imposibilidad de que mayores y jóvenes se trasladaran por toda España, la compañía decidió reproducir el taller en cada ciudad que visitara. Lo han hecho En Murcia, en Vitoria, en Lleida y Vilanova i la Geltrú (Barcelona). Ahora toca Madrid. Le toca a Laura, una de las intérpretes júnior, que ya cerca de la hora del ensayo llega con la autorización paterna en mano. Será una de las pocas diferencias entre ella y los sénior.
La temática —la responsabilidad del padre y la culpa del hijo, y también viceversa— llegó sola, bajo el brazo de los bebés que criaba la compañía. El inicio de los ensayos se convertía invariablemente en una charla sobre puericultura, con consultas histéricas —"¡Mi hijo no habla!"— y biblioteca circular incluida. "Àlex, que es el único miembro que no quería tener hijos, estaba ya harto", admite Pons. Así que ese nuevo estatus vital se metió sin remedio en la creación. Tener hijos les hizo replantearse su propio rol filial, y pensarse dos veces los reproches pasados a sus progenitores. "Cuando tienes hijos, sí que dices: guau, cómo es el rol del padre, que no paras de trabajar. Metes la pata a veces, pero nunca tienes descanso", dice la actriz con conocimiento de causa.
Las preguntas, descubrieron, no atañían solo a los nuevos padres: "Todos somos hijos, y todos nos planteamos si somos el hijo que querían tener nuestros padres". Y poco a poco se iban dando cuenta de que la madre del cordero era la educación, los roles adquiridos y las relaciones intergeneracionales. "No era tanto si le das chuches a tu hijo o no, si ve tal o cual programa de televisión", explica la codirectora, "sino si entras en conflicto con tu mejor amigo porque tiene otra manera de educar, si a tu hijo le permites que tenga ciertos amigos o no". Quién eres, quién vas a ser para esa personita que te mira. La obra se construye de escenas textuales que suceden en el parque, el aula y la casa, y de escenas físicas y corales que implican a todo el colectivo.
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Pero no querían mirar solo desde su perspectiva, la de generación del medio que manda a unos y a otros. Lo dice Cantó en escena: "Tengo la inquietante sensación de estar al medio, molestando, con mi insoportable sentimiento de responsabilidad". Así que preguntaron a niños y a mayores. "Los colocamos en un espacio que no era de crianza. Los abuelos no iban a cuidar, y los niños no iban a ser cuidados por un adulto. Que así es como la ciudad nos organiza, en guetos, no hay un espacio intergeneracional", dice la creadora. Unos y otros se iban soltando: los pequeños, de obedecer; los mayores, de mandar. Y acababan jugando juntos. Los cuatro de El pont flotant, entre ambos, aprendían a escucharles.
Encarnita les repetía: "Pues yo eso no me lo planteaba". Que sus nietos se pasaran o no la tarde viendo a Bob Esponja no le quitaba el sueño. Lo entendieron del todo cuando soltó: "Yo quiero ver vivir a mis nietos en paz, sin guerras". Carmen les dejó otra joya: "Cuando murió mi madre, al tiempo la entendí como mujer". Y la gran revelación. Los niños gritan sus reivindicaciones: "¡Tengo 9 años y quiero hacer lo que me dé la gana!", "¡Quiero dibujar lo que quiera!", "¡No quiero que me repitan las cosas 40.000 veces!". Las de los mayores: "¡Quiero empezar de cero!", "¡No quiero que mis hijos me digan lo que tengo que hacer!". "Lo que cuestionamos es que haya roles tan delimitados", apunta Pons. Es ella quien encarna, en una de las escenas de la obra, a una madre agotada y al borde de las lágrimas. ¿Cómo sería que alguien la cogiera a ella en brazos?
Los actores van llegando poco a poco. Se saludan, se ponen al día, se sientan en círculo para repasar el guion, anotan, preguntan. "¿Y el maquillaje?", pregunta una. "Yo solo un brillo", responde otra. El lunes descansan y el jueves estrenan. Lo normal. Solo que unos no pasan de los 12 y otros no bajan de los 60. Estamos en uno de los talleres de la compañía valenciana El pont flotant, y aquí no valen los roles de siempre. Si en su nueva obra querían tratar la paternidad —tres de los cuatro fundadores han tenido retoños—, no les basta con representarla, sino que la suben a escena. El hijo que quiero tener (en el madrileño Teatro de la Abadía del 12 al 16 de julio) de construyó a partir de un taller intergeneracional de dos meses, y cada noche suben a escena 20 nietos, hijos y padres.