La infancia es un paraíso incómodo. Casi todos la añoran –más cuanto más lejos se está de ella- y casi todos la asocian también a un dolor muy particular, una melancolía aguda, una pérdida. La infancia es el terreno desconocido en el que, sospechamos, empezó todo. No es extraño que El Gran Wyoming, que un día fue conocido como José Miguel Monzón, se quedara atrapado en ella.
Porque ¡De rodillas, Monzón!(Planeta) no iba a ser el primer tomo de sus memorias, sino el único. Pero el humorista, presentador y músico cometió el error de empezar por el principio, por los días luminosos pateándose el barrio madrileño de la Prospe, por la extrañeza del pueblo, por la marcialidad de juguete de la OJE, por el misterioso comportamiento de los padres. El niño que fue y que había recuperado en su cabeza se rebeló: no quería crecer. Así que el autor se encogió de hombros y le regaló un libro.
"Tal vez ese empeño en revivir el pasado tenga que ver con mi conciencia de que estos recuerdos se perderán cuando las sucesivas ingestas etílicas vayan borrando mi memoria", escribe Wyoming en el prólogo. Bromea, pero no. Considera que esta labor, la de poner por escrito la memoria, es una operación de "rescate". Lo que equivale, en la práctica, a tener presente un inevitable agujero negro mental, un tiempo peor en el que la voz de la madre y los juegos estarán todavía más lejanos, o apenas perceptibles. La relación con el recuerdo es siempre conflictiva, y Wyoming, pese a su imagen pública de guasón y despreocupado, no iba a ser menos.
Quizás sea esto lo que más pueda sorprender al seguidor familiarizado con sus cara más cómica. ¡De rodillas, Monzón! no arranca carcajadas, no es un libro de batallitas. "No creo que la ironía y el humor sean cualidades innatas a mi persona, en realidad soy más bien serio, tiendo a trascender y a obsesionarme", confiesa el autor en uno de los capítulos más oscuros. Quizás el espacio interior que le ha brindado la escritura del libro —hasta entonces sus títulos han sido marcadamente políticos, mirando hacia el afuera y no hacia el adentro— haya permitido que aflore este aspecto menos conocido del presentador. No es que el libro sea fúnebre. Es que es difícil que un hombre que se enfrenta al paraíso perdido —a por qué es quién es, a qué podría haber sido distinto— sea hilarante.
Hay en estas memorias, como en cualquiera, una interesante tensión entre un aspecto público y común del recuerdo y otro íntimo e individual. El autor insiste en el prólogo que sus recuerdos no son "sucesos reales", sino el resultado de un proceso de selección y modificación que su cabeza ha llevado a cabo de manera automática durante décadas. Por tanto, concluye, "son únicos". Esto quiere decir que el mundo que recrea es personal e intransferible, y que quizás no sea compartido ni por aquellos que lo vivieron junto a él. El viaje en bus desde Madrid al pueblo tiene un aire alucinado que hacen de la experiencia algo extraterrestre. La vivencia de la depresión materna, ingresada cada tanto en una institución, no es en absoluto común a los criados en una época en la que la enfermedad mental se consideraba, de tan oculta, inexistente. Pocos serían los niños que echaran una mano en la farmacia familiar, y pocos también los que no recuerden hambre en unos años en los que la miseria, aunque lejana a aquella de la posguerra, era mayoritaria.
Pero Wyoming se sabe también buen"testigo" —se lo dijo un espectador tras un concierto con el Reverendo—. "La vida me ha permitido observar la realidad con frialdad", dice, capacidad que achaca a haberse ahorrado ser un trabajador asalariado que dedica ocho horas al día —a veces, muchas más— a algo que, en la mayoría de los casos, ni le va ni le viene. Eso, defiende, le ha mantenido "enajenado más tiempo que a la media nacional". Y, como buen testigo, ¡De rodillas, Monzón! sirve también para señalar imprecisiones. Hay gente de su quinta, denuncia, "que tergiversa lo vivido según un prisma, diferente al mío, interesado, y llegan a llamar tiempos de extraordinaria placidez a momentos en los que la miseria de los que mandaban impregnaba la vida de todos, y que solo se pueden entender como de paz y armonía en las mentes de los que disfrutaban de privilegios que a los demás se les hurtaban".
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El autor, dotado de la autocrítica necesaria como para no convertir unas memorias en una loa a uno mismo y al metro cuadrado que ocupa en el mundo, no cae en la nostalgia. Si el libro no es un elogio del pasado, sino un testimonio para el futuro, es porque Wyoming ha creado cierta distancia con ese hombre de 60 años que echa la vista atrás. "Lo hubiera escrito aunque no me lo hubieran editado. Lo que uno dice, por los niños", comentaba en la presentación a prensa. ¡De rodillas, Monzón! es un intento de conservar la memoria. Y de pasarla al siguiente.
La infancia es un paraíso incómodo. Casi todos la añoran –más cuanto más lejos se está de ella- y casi todos la asocian también a un dolor muy particular, una melancolía aguda, una pérdida. La infancia es el terreno desconocido en el que, sospechamos, empezó todo. No es extraño que El Gran Wyoming, que un día fue conocido como José Miguel Monzón, se quedara atrapado en ella.