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‘Diario de una vida breve’, de Juan Manuel Silvela Sangro

Carlos Serrato

Diario de una vida breveJuan Manuel Silvela SangroPre-TextosValencia2015

Juan Manuel Silvela Sangro (Madrid, 1932-París, 1965) fue un escritor malogrado. Enfermo desde niño por una cardiopatía que se lo llevó a la tumba cuando recién había aprendido cómo vivir una vida plena y solo suya. El joven con el típico "corazón de pato", según le dijo el médico que impidió su entrada en el Servicio Diplomático, nunca llegó a ver publicado este Diario de una vida breve, ni alcanzó a escribir otra cosa que literatura íntima. Hombre melancólico y tan educado que escribía con un raro pudor los episodios de su corta vida de artista, sus diarios podrían no haber sido más que unos cuadernos que tras su muerte guardarían sus deudos, junto al álbum de fotos familiar, para recordar de vez en cuando al joven talentoso que se había ido antes de tiempo, y acaso las lágrimas fueran inevitables al leer en la entrada del 15 de junio de 1958: "Dios mío: no tengo ninguna prisa por morirme".

Sin embargo, dos años después de su fallecimiento, salen a la luz con prólogo del filósofo Julián Marías, para convertirse en uno de los éxitos de la temporada literaria de 1967. Luego el olvido, hasta esta reedición a cargo de José Muñoz Millares que nos devuelve a un prosista finísimo y sorprendente desde las primeras anotaciones, escritas a los dieciséis años, hasta el abandono del dietario en 1958.

Se trata, pues, de un diario juvenil y sin una intención definida de partida, pero que el acierto narrativo del autor va convirtiendo poco a poco en una novela de personaje. Las referencias a la vida cultural de la capital madrileña en la posguerra (la música y el arte de vanguardia, el retorno de Ortega y Gómez de la Serna) no se tratan sino desde la perspectiva de un adolescente que empieza a descubrir el mundo, con una ingenua sorpresa que aún lo mantiene en la ilusión del desvelamiento de que más allá de las rutinas familiares hay un mar de ideas que él quiere navegar. Y así, con honda penetración de la mirada y la delicadeza de la prosa, la mano del escritor convierte al joven Manolo Silvela en un émulo del Antonio Azorín de las Confesiones de un pequeño filósofo.

Culto y refinado hijo de una familia de la alta sociedad madrileña, Silvela se revela en las páginas de su diario como un pequeño aristócrata del espíritu. Apenas hay levísimas alusiones a la situación social y política, alguna comparación triste con el mundo de las ficciones de Kafka y poco más. No ahonda en detalles familiares ni busca profundizar en aspectos concretos de la vida literaria de la triste posguerra. Más allá de su paseo de aprendiz de flâneur, lo que hay en sus diarios es una vida que emerge discreta y pausadamente.

Los sueños del adolescente en la tarde nubosa del otoño, la lección de Ortega que anota en la entrada del 1 de diciembre de 1949: "La vida humana quizá consiste, en su esencia más íntima, en importarse a sí mismo". Es a partir de aquí cuando el diarista comprende lo que está haciendo en sus cuadernos y a ello se entrega, más seguro de su mano, el joven Silvela que observa la vida alrededor para contarla cuando enciende la lámpara de su habitación antes de dormir y escribe pulcramente: "noche propicia al pensamiento". Siempre de soslayo, el joven no enfrenta la vida, que para él es amable, más que como un paseo lírico, exento de dramatismo, tanto que las alusiones a la muerte de seres queridos se hacen con desapasionada serenidad.

El Madrid que se muestra en el Diario de una vida breve, es una ciudad casi de ensueño, trozos desvaídos, personajes que a veces parecen salidos de una fiesta campestre en un Combray más humilde. Proust y Azorín. Los primeros amores. El joven castrado por las buenas maneras y las costumbres de una España rancia. El primer escarceo con una chica y ya piensa en el matrimonio para toda la vida: "el temor a fracasar, la vergüenza de no ser comprendido me paralizan". Es el mismo joven que recorta las greguerías de Ramón que publica el diario Arriba. La vida sentimental o la vida es sentimental, vale un concierto de Bartók, una película de René Clair o "mirar descansadamente la lejanía", lo que se aloje ese día en su memoria se cuenta luego escueta y certeramente, con imágenes elegantes, pero inesperadas; como esas "flores concretas" del jardín del músico danés Gunnar Berg, amigo de la familia, al que visita con frecuencia. Algún verso de Supervielle para protestar, no mucho, de esta España de pueblo "viejo y terco", y sigue creciendo la belleza de su prosa poética en las descripciones del paisaje, ampliándose la mirada del artista en cierne que pasea por el mundo y filosofa tímido pero intenso.

Para conocer la aparición de una leve conciencia política hay que esperar a las anotaciones del año 1954, Silvela ya tiene veintidós años, estudia Derecho sin mucha pasión y ama fraternalmente a Gaby, una quinceañera soñadora. Luego de algunas páginas casi desesperadas sobre sus dificultades en el amor, vendrá el primer noviazgo ─es lo que supone el todavía ingenuo Manolo─ con Inés María; salidas juntos, conversación, acercamientos castos, temerosos. Finalmente aquel inglés medio novio de Inés María se la llevará al altar. Manolo oculta toda emoción y lo cuenta con frialdad meses después de ilusionarse con la joven. El discreto encanto de la burguesía.

Este Diario de una vida breve no se parece mucho al registro de las reflexiones alocadas de alguien que tiene que explicarse el mundo por escrito para conocerlo; es, por el contrario, el fruto de una muy meditada anotación del transcurso de la vida interior. Y así dice Manolo Silvela en la entrada del 30 de julio de 1956: "Me gustaría decirle esto a alguien. Porque no basta con escribir estas páginas; porque estas páginas no se dirigen a nadie. A nadie que tenga figura y voz y ojos y nombre". Ni siquiera a él mismo, porque empieza a entender que está haciendo literatura, que su diario es la minuciosa construcción de un personaje que cada vez es menos su autor. Su pudor confesional es propio de la mirada distante del escritor sobre su personaje, no la del hombre que se interroga a sí mismo. Poco hay dicho por extenso en estas páginas, alusiones, elusiones significativas, sobreentendidos, apuntes desapasionados, arrebatos ante el paisaje (muy contenidos, huyendo de la cursilería) y los rumores de la noche tras la ventana de su habitación.

La vida no es lo que pasa fuera, sino lo que pasa dentro cuando Juan Manuel Silvela Sangro cuenta sobre Manolo Silvela. Queda un poso de tristeza leve sobrevolando las páginas de este acomodado paseante en cortes y un Madrid somnoliento, aburrido, pero casi invisible más que como un decorado para las acciones mínimas, cotidianas de un personaje de Proust exiliado en la pacata y pobre meseta franquista.

Como documento sociológico tiene su interés, desde luego, pero es literatura en estado puro lo que nos ofrece fundamentalmente este Diario de una vida breve. La selección de textos de José Muñoz Millares habrá tenido algo que ver con el montaje narrativo de las entradas del dietario, pero estaba ya ahí la novela de Manolo Silvela, un joven despistado de la alta sociedad de un lejano Madrid, quizá solo de papel.

Los diarios se acompañan de una nutritiva introducción de Muñoz Millares y de un epílogo donde se recogen las palabras que Julián Marías escribió para su primera publicación en 1967. Ambos ayudan a enmarcar esta sorprendente novela que no quería ser una novela.

*Carlos Serrato es profesor de la Universidad de Sevilla. Su último libro públicado es 'La mirada de Orfeo' (Pre-Textos, 2015). Carlos Serrato

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