El gobierno elegido por Pedro Sánchez ha sorprendido muy gratamente a gran parte de los españoles. Uno puede pensar que la calidad, la trayectoria, el prestigio profesional y la integridad ética de sus miembros (de mayoría femenina) garantiza no solo su buen hacer, sino el retorno de la esperanza a nuestro ánimo desarbolado. El futuro lo dirá. Pero la semblanza y el brillo con que se cubre el presente no creo que sea una falsa apariencia. Los retos a los que se enfrentan sus carteras son sin embargo, descomunales, y no todos tan visibles. Ahora bien, el nuevo Gobierno tiene un periodo de confianza y una oportunidad de oro, pues sus éxitos, si son reales, pueden moralizar a la maltrecha población de la alicaída Europa.
Se ha señalado como obstáculo la minoría que tiene el PSOE en el Parlamento y la ruidosa mayoría del PP en el Senado. Ciudadanos con su ambigüedad y Podemos con su estrategia mediática de conquista del poder han pasado a un segundo plano. Pero el espíritu de Rivera sobrevuela como una sombra inquietante.
También se ha subrayado la envergadura de los retos que el nuevo Gobierno tiene ante sí: la armonización y articulación territorial, la reforma laboral, el pacto por la educación, la reforma de la energía, la reinversión en nuestro sistema de I+D+i, modernización y la fortaleza del sistema judicial, etc. Pero la confianza depositada y las garantías que ofrece este Gobierno pueden abrir caminos para su solución. Tal vez pueda incluso establecer un tapete de juego, en el que se haga posible un avance significativo en la disolución de los males más endémicos de esta España invertebrada y todavía llena de mala crítica autocomplaciente. No obstante el reto mayor será el de superar el espíritu Rivera, que oscurece y nubla gran parte de los horizontes que se atisba desde los ministerios.
Albert Rivera no es un mal político, es amable, correcto, mantiene a su organización activa y pendiente del instante, no ahorra respuestas a todo cuanto ocurre y cumple con su papel parlamentario sobradamente. Pero el espíritu que anima su formación se extiende por Europa (con otros nombres, como Macron) y no anida solo en este país. La empresarización de la sociedad, la formalización y abstracción vacía del soporte ético-político de los derechos humanos, su férrea defensa de la libertad empresarial y libre mercado, aunque en ocasiones vaya en detrimento de ese “recurso humano” —que son los trabajadores—, y su apuesta por una Europa economicista, plagada de expertos apolíticos (guiados por intereses privados) y atiborrada por una burocracia evaluativa, privatizadora y depredadora de lo público a través de las agencias de los distintos ramos, hacen de su formación político-mediática un instrumento de este espíritu que asola Europa.
Ese espíritu reductor de lo humano a cantidad contable y beneficio, encuentra en su camino un instrumento aún más depredador. Estados Unidos actualmente, bajo la égida de las fuerzas oscuras, representadas en la figura irrisoria pero siniestra del clown, conduce a este espíritu por los derroteros de la mafia. Las instituciones americanas como las europeas sufren este embate. Todos los países cuya educación, universidades, justicia, sanidad y demás servicios públicos han sido parasitados por modelos de organización empresarizados, deben ahora sufrir, además, la descomposición de su tejido político en el sentido más originario, cuando no su destrucción total. El diseño de estos modelos organizativos, descompuestos en procesos cuyos elementos funcionan como piezas sustituibles, orientados hacia resultados y sometidos a una dinámica de mejora continua y evaluación, apunta al beneficio privado, a la supuesta eficiencia (obstruida por un sistema evaluativo perverso) y al reconocimiento de lo humano como “recurso”, sustituyendo el antiguo término de “ciudadano” por el de “usuario” o por el de “consumidor”, según sea el mercado de servicios o de mercancías. La colectividad reducida a “colaboración”, siempre desde una óptica empresarial, diluye sus lazos y queda al estresante socaire de una competencia sin cuartel.
El peso político de líderes como Trump (guiñol de fuerzas menos folclóricas y más oscuras) se basa en la negación de la reflexión y de la ética política, y en la alimentación de una visceralidad teatral e imaginaria, que hace del rifirrafe mediático, es decir, del populismo mediático (nacionalista o no) su principal baza. En Europa corren estas soflamas por la desafección política y por la progresiva erradicación de toda reflexión en los medios y, lo que es peor, en el seno del propio sistema educativo. En España también hemos iniciado, por desgracia, ese mismo camino.
Evitar el populismo exige pedagogía política y reflexión. Por eso, además de una buena ley de financiación de partidos que evite la corrupción, pero también la sobrevaloración mediática o la financiación espuria, este Gobierno habrá de cambiar los mecanismos con los que una fuerza política gana valor mediático.
El peso político del nuevo Gobierno, por ejemplo en educación, será importante y tendrá sus efectos a largo plazo, si la separación de la ciencia no conlleva la aniquilación del espacio de reflexión de las humanidades a mano de la experticia. Pues se corre el peligro de que las universidades dependan estrictamente no de la ciencia, sino de dicha experticia, que selecciona proyectos viables y lucrativos, pero también tiende a menoscabar aquellos otros valores atesorados por las humanidades: libertad de pensamiento, de creación, de crítica, en definitiva de posicionamiento frente a lo humano, más allá de la fijeza estereotipada e inflexible del pensamiento técnico de los expertos.
La agencia de educación, por ejemplo, debería tomar nota de la sensibilidad social de este Gobierno y promover una reformar sus estatutos, para que el peso de la experticia (necesario pero no suficiente) quede compensado con procedimientos democráticos internos y externos. De este modo, podría recibir savia nueva, más allá del gerencialismo y de la categorización derivada de las ciencias cognitivas, es decir, más allá del pensamiento único.
Precisamente, el lenguaje que define, categoriza, evalúa, selecciona y recomienda en el territorio de la llamada “cultura de la calidad y la excelencia” (articulada efectivamente a las agencias por su gestión del factor humano) es la herramienta fundamental del espíritu Rivera, empresarizador, conversor de trabajadores en precaria emprendeduría, o lo que es lo mismo, el espíritu de una tendencia global a la privatización del beneficio, y a la instrumentalización de los Estados, usados como herramientas de generación y extracción de recursos humanos y materiales para beneficio privado.
La experticia nacida de la fusión gerencialismo y cognitivismo tiene, en este nuevo orden empresarizado —o corporativo si se quiere—, un papel fundamental: dotar de un lenguaje estándar a los servicios, para definir, formar, seleccionar, distribuir, gestionar y emplear los “recursos humanos”. Las ciencias cognitivas y sus conceptos no cumplen el papel a que nos tenía acostumbrados la ciencia; más bien, lo que hacen es remodelar la función que ya cumplían los sistemas reguladores (escolar, jurídico, etc.) en la caduca sociedad industrial. Sólo que, ahora, en la sociedad 4.0, se establece no un el rigorismo de vigilar y castigar, sino un lenguaje científico que formatea el material humano para gestionar todo valor que pueda extraerse mediante la tecnología de lo humano.
El principal recurso extraíble de este material es el llamado “talento”. Toda inteligencia, humana o maquinal, se vierte por conveniencia en el modelo computacional, centrando sus desvelos en todo aquello susceptible de añadir valor a la empresa o la corporación. Esta pasa a ser la unidad básica sobre la que establecer el horizonte formativo, el normativo, e incluso el utópico.
Este lenguaje experto se ha extendido por las administraciones de educación, de sanidad, de justicia y de todos los ámbitos en los que se pone en juego el factor humano. Se generó allá por los sesenta por la fusión de lenguajes expertos, pero ha sido estandarizado y propagado por las agencias de la mano de la llamada “cultura de la calidad y la excelencia” a comienzos del este siglo. Esta es una cultura llamada a neutralizar cualquier peculiaridad cultural anterior (incluidos las teorías y conceptos provenientes de la filosofía, la estética, la historia, etc.) que ponga freno a la globalización de los mercados. Nada tiene sentido fuera del mercado. Se trata de una cultura con vocación global, que impone sus filtros a las inversiones, y que ha recogido minuciosamente las aportaciones del gerencialismo y de las llamadas ciencias cognitivas, prestigiadas por su contigüidad y participación en la neurociencia y en el diseño del factor humano de las nuevas tecnologías de la información.
En la medida en que este Gobierno se posicione, de manera inaugural y efectiva —pues no ha existido ningún partido que lo haya hecho hasta ahora— frente a este problema, que afecta ya conceptual y organizativamente al diseño de la gobernanza global y a la de nuestro Estado en particular, podrá salir de la dialéctica roma y absurda de estar o no, en línea con Podemos, con el PP o con Ciudadanos. Pues la dinámica tonta, teatral y pasional del pin pan pun proviene de la estrechez de horizonte, visto como cerrado por el mero hecho de que ningún partido ha plantado cara al asunto, y por tanto no hay sobre el tapete alternativa a aquello que más nos determina.
La política universitaria y la política que afecta al desarrollo tecnológico y a la investigación científica son fundamentales, pues es en ese terreno en el que se consolida una burocracia alienante, no por kafkiana, sino por la perversidad de su lenguaje, capaz de destruir la posición subjetiva y cosificar al propio sujeto. Y es justamente esa burocracia experta, y su lenguaje “políticamente correcto” vertido sobre lo humano, uno de los principales factores que ha sumido a los Estados europeos en la inoperancia.
Dos son al menos las consecuencias nefastas de esta nueva experticia sobre el factor humano. Una, la de no dejar que nuestros responsables políticos —a todos los niveles— puedan asumir su propia responsabilidad, sin tener tras sí un ejército de expertos, que les asesoran y minimizan su ascendente, y que, además, no dejan de mantener sobre sus cabezas la espada de Damocles, con la amenaza de judicializar cualquier responsabilidad. Pues sus decisiones, maquetadas y resultado de razones expertas, caen siempre bajo el signo de lo previsible y científicamente esperable.
Y la otra consecuencia radica precisamente en esta distancia experta. Pues ha socavado la mediación política racionalmente creíble y la confianza que esta conlleva. La experticia ha separado definitivamente a quienes asumen cualquier responsabilidad política de su base social natural, sumergiendo a dirigentes y dirigidos en esta telaraña de lenguaje vacío capaz de reducir a lo humano, en cualquier ámbito, a imagen empobrecida de eslogan en unos casos, o a mero “recurso humano” cuando se trata del manejo de “talento”, “competencias” o “habilidades” en el mercado global. Sea de un modo u otro, tanto quien dirige políticamente como quien es dirigido quedan sin el lazo social, sin la filía que caracterizaba al ciudadano. Naturalmente, nadie puede reconocerse en la simplicidad imaginaria de un eslogan si no es cayendo en la toma partidaria especular, así como tampoco nadie consentiría ocupar el lugar de mero instrumento intercambiable, sea profesor, empleado, emprendedor, médico o albañil.
Todos somos ya “usuarios” o “consumidores”, pero la pátina de “ciudadano” se va borrando y emergen brillos más propios de la religión fanática cuando se agita ese espíritu que nos robó hasta el nombre. Los populismos no son coyunturales, la pérdida de mediación política exige un lazo social más primario, más salvífico. Si el nuevo Gobierno, más allá de la corruptela del saliente, de las prédicas de unos y de las argucias fetichistas de otros, pone las bases para permitir cierta democratización en estos organismos claves que son las agencias (verdaderos agentes del remodelado de los Estados), y abre la puerta a la libre circulación de lenguajes críticos con los diseños estereotipados y deshumanizados de la nueva experticia evaluativa, podrá instaurar un real, más allá de la inflación y proliferación imaginaria dentro y fuera de la vieja política; en España y tal vez en Europa. Pues será a partir de esta apertura del cierre experto, sobre la que podamos reconocernos como partícipes de una política en verdadera sintonía con la sociedad atribulada.
En este específico sentido, también habrá que estar pendiente de las propuestas ejecutivas y legislativas en años venideros, para ver si se promueve aquellas iniciativas que abran cauces a la participación en estas entidades, desde las que se está instaurando el nuevo orden mundial. Solo a partir de este elemento nuevo, de este acto de detección del lenguaje que nos remodela imperceptiblemente y nos reduce a recurso útil o inútil, podrá emerger una nueva arquitectura simbólica, en la que encontremos un lugar, no sólo en la trampa de identidades nacionales (una vez desprovistos de los atributos y derechos de la ciudadanía) o de las propias de las marcas, como usuarios o consumidores, en la forma de colectivos, sino también como sujetos, sin que por ello gane terreno, por mor de la nebulosa cientificista y la contienda imaginaria mediática, la más descarnada deshumanización y la destrucción de los Estados de derecho en un marco global.
Se trata pues, no de acoger un lenguaje que marque y empondere identidades, sino que conserve todo el respeto por el sujeto, más allá de la especularidad de sus reconocimientos sexuales o sociales, en su inermidad, en su tontería, en su insignificancia más humana. Ese respecto, con relación a la ley, no llama a la cláusula del contrato –típica del simple lazo comercial privado— , sino a la ley garante, que dice qué no se puede hacer, pero que se cuida muy mucho de dictar cómo hacer (al modo experto) lo que se debe hacer. En esta tarea de apertura del cierre lingüístico experto, una política, que tome en serio la universidad y su legado, será un factor clave y estratégico.
*Sergio Hinojosa es profesor de Filosofía.Sergio Hinojosa
El gobierno elegido por Pedro Sánchez ha sorprendido muy gratamente a gran parte de los españoles. Uno puede pensar que la calidad, la trayectoria, el prestigio profesional y la integridad ética de sus miembros (de mayoría femenina) garantiza no solo su buen hacer, sino el retorno de la esperanza a nuestro ánimo desarbolado. El futuro lo dirá. Pero la semblanza y el brillo con que se cubre el presente no creo que sea una falsa apariencia. Los retos a los que se enfrentan sus carteras son sin embargo, descomunales, y no todos tan visibles. Ahora bien, el nuevo Gobierno tiene un periodo de confianza y una oportunidad de oro, pues sus éxitos, si son reales, pueden moralizar a la maltrecha población de la alicaída Europa.