Los diablos azules
Juan Manuel Robles: “El pasado de un niño es también el de un continente”
PREGUNTA: Antes de publicar esta novela tuviste la oportunidad de asistir a taller de creación literaria de que impartía Antonio Muñoz Molina en la Universidad de Nueva York, ¿de qué manera ha influido en el proceso de escritura de Nuevos juguetes?
RESPUESTA: El programa de NYU fue fundamental para mí, porque me permitió pensar solo en mi proyecto de novela y vivir en mi burbuja de escritor. Alejarme de todo. Muñoz Molina es una de esas personas que te recuerda que la ficción importa, que está en nuestra naturaleza, que un mundo imaginario puede ser igual de macizo que aquellos que creemos reales. Mi relación con él es especial porque, cuando vio los primeros borradores de la novela, empezó a interesarse mucho en cómo se desarrollaba la historia. Fue él quien más insistió en que la terminara. Incluso cuando ya había egresado de la maestría y vivía de nuevo en Lima, recibía correos suyos preguntándome cómo iba la escritura. Y bueno, compartimos una fanática afición por la neurociencia. Hace poco nos vimos en Madrid y me alegró recordar juntos referencias y estudios científicos, experimentos con ratones y macacos. Ha sido una influencia afortunada.
P: Nuevos juguetes es una novela sobre la memoria, sobre la propia identidad, sobre la escritura, y se lee como una novela de iniciación, a ratos como crónica, incluso como thriller de espías. ¿Cómo la definirías tú?
R: Es curioso. La clasificación amplia de la novela es algo que me ha perseguido. Resulta terrible para los organizadores de anaqueles, supongo. Yo he tenido que acostumbrarme a admitir las etiquetas, aunque puedan parecerme extrañas, pues son como la llave de bienvenida a territorios que no conozco, y que sin embargo he invadido temerariamente, como un intruso. Al final, con la propia distancia, diría que es una novela sobre la pérdida de la memoria como metáfora del desarraigo. Pero eso suena terriblemente intelectual, así que no me disgusta que la llamen thriller de espías, si eso es lo que ven. Es lo genial de la novela: que conviven en ella varios géneros, formas viejas y nuevas de tejer verdades subterráneas, de conspirar.
P: En Nuevos juguetes haces un interesante ejercicio al combinar distintas formas narrativas y, sin embargo, logras mantener el suspense y el tono en toda la novela. ¿Cómo se logra esto?
R: Creo que primero es preciso crear un mundo, armar con palabras las experiencias sensoriales que sembrarán en el lector familiaridad, memoria de la propia lectura, que recuerdes cosas de la página 12 cuando estés en la 200. La novela, de alguna manera, erige en el mapa un mundo posible que llegas a querer, solo para ponerlo en duda después, o hacerlo trizas con una tormenta. Tal vez es el murmullo de ese mundo poderosamente planteado lo que mantiene el interés general, y lo que te permite hacer fugas. En mi novela se abren, de pronto, compartimientos que aparentemente no están relacionados, es cierto, pero siempre subyace ese mundo original: el pasado de un niño que es también el de un continente. Y un secreto que parece ser grande.
P: En la novela se combinan, como te decía, distintas formas narrativas: el relato de la niñez, la escritura de perfiles por parte del servicio secreto, la investigación académica, el interrogatorio, los flashbacks… ¿Fue una elección consciente?
R: Sí, fue intencional. Creo que manejar diversos géneros y registros nos sirve, como escritores, para mejorar la ilusión, darle espesor y niveles. La parte de los perfiles del servicio secreto es una de las que más me gusta, porque allí uso escritura de crónica. No solo funciona para contar cosas asombrosas y documentadas, sino porque esa retórica, la propia música de un texto así, surte el efecto de un nivel mayor de realidad. Cuando un lector me dijo que leyendo esa parte se vio impulsado a buscar en Google si los personajes perfilados existían, sentí que había logrado algo. Esa duda, ese parpadeo de no saber si algo es inventado o no —incluso a la mitad del libro— es la razón de ser de una novela, su combustible.
P: Hablas de la distancia geográfica como algo necesario para poder observar mejor el pasado y del paso del tiempo como un paso imprescindible para recuperar los recuerdos al cabo del tiempo. ¿Hasta qué punto es necesario olvidar para contar el pasado?
R: No sé si es necesario olvidar, pero sí distanciarse. En la novela uso la figura del sobrevuelo: uno abandona su pueblo, entre otras cosas, para poder mirarlo desde el cielo, ver todo con claridad y quedarse con líneas narrativas esenciales. Para mí Nueva York fue el entorno que me permitió darle un polo adicional a mi novela, y sí, se me hizo imprescindible. Fue la ciudad la que me hizo darme cuenta de que yo quería escribir no sobre el pasado, sino sobre la memoria y sus distorsiones. O sobre la memoria como algo que otros —un estado comunista, un movimiento nacionalista, la industria del entretenimiento— controlan para moldear tu identidad. La memoria es una ilusión poderosa porque quiénes somos y adónde pertenecemos también es una ilusión poderosa. Creemos tener ambas cosas garantizadas, las vemos con la claridad de un dibujo o una viñeta. Pero nuestra memoria —y la identidad que construye— es un castillo de arena. Una nueva ciudad —una nueva isla donde generar nuevos recuerdos, un castillo de arena por hacerse— fue el espacio perfecto para hacer esa exploración.
P: La hermana de Iván Morante, el protagonista, va corrigiendo todos aquellos recuerdos de Iván que no se ajustan a la realidad, y el narrador dice que este mecanismo impide que la historia encuentre una estabilidad, que el relato se asiente. Sin embargo, ésta es una novela repleta de detalles que dan una impresión muy intensa de realidad vivida. ¿Cómo has modulado tú, como novelista, qué detalles incluir y qué dejar fuera de la historia que cuentas?
R: Cierto. Quería que el relato del pasado tuviera exuberancia narrativa: muchos detalles. Quería que el viaje al pasado fuera real, que poblara la mente de estímulos sensoriales que pudieran ser recordados a lo largo de la novela. Cuando en una película alguien empieza a recordar, se abre la secuencia del pasado, sin más. Nadie se pregunta cómo hace el personaje para evocar todos los elementos de la locación que habita y lo rodea. Bueno, yo hago lo mismo. El recuerdo es, en la tradición narrativa, un viaje, una manera de teletransportarse. Una vez que uno habita el territorio del pasado, deja de tener el control. La memoria es profusa en detalles pero también errática, algo líquido que se desborda. Esta idea fue la columna vertebral que moduló la selección de eventos, además de las necesidades de la trama para la resolución final. Lo más interesante es que esa impresión bien vívida va a ponerse en tela de juicio: el castillo se derrumbará.
P: En varios momentos hablas de cómo se configura una cara en la imaginación: el camarero que identifica al cliente sólo dentro del contexto de la cafetería, el actor de una serie que no reconocemos al verlo en una película distinta, la imagen icónica del Che Guevara, un rostro que se puede dibujar de memoria con tan sólo dos o tres trazos y que Iván reproduce una y otra vez. ¿Has aplicado estas reflexiones a la creación de los personajes? ¿Cuáles serían los dos o tres trazos que definen a Iván Morante?
R: A mí me fascina el hecho de que la literatura, por su naturaleza de mera letra que inserta en nuestra mente objetos y conceptos, consiga generar un rostro. Obviamente, nunca lo consigue de verdad, nos aproximamos a un personaje como nos acercamos a las personas en ciertos sueños: sintiéndolos cerca, pero sin poder ver todos sus rasgos. Me interesó la idea de un individuo singular que no es capaz de recordar las caras de ciertas personas, incluso las que le son importantes. ¿Pero acaso el lector puede hacerlo con los personajes del libro? ¡Si son solo palabras! Hay estudios científicos sobre en qué momento nuestro cerebro empieza a ver una cara en cierta imagen o figura. Por ejemplo, dos huevos fritos y una salchicha-sonrisa. Resulta que el poder que tenemos para ver caras es alucinante, y desde el momento en que lo hacemos, el asunto involucra nuestras emociones, cosa que ha aprovechado bien Pixar en los últimos años. Entonces sí, uno como escritor sabe que se puede plantear un retrato con muy pocos elementos, y el lector construirá un ser con rostro, alguien que incluso llegará querer.
P: El protagonista cuenta la historia desde Nueva York y reflexiona sobre la condición del extranjero: dice que se muestra especialmente confiado y abierto con los demás; su pasado común le une a gente venida de países del bloque soviético; y en un momento dice de su jefe que “la humanidad adquirida en su vida de migrante le había quitado malicia al rostro”. ¿Qué supone ser extranjero, de qué manera cambia la identidad con respecto a cuando uno vive en su propio país?
R: Todo migrante que va a un país más desarrollado, con más oportunidades, se ve obligado a bajar unos —o varios— peldaños en la escala social a la que pertenecía en su tierra de origen. A veces la complejidad exterior de un carácter, la performance de una psicología, es un lujo que se pierde al llegar a un lugar en el que el 90% del tiempo está dedicado a la supervivencia. El jefe de Iván Morante era, en Perú, un chef exitoso con derecho a la vanidad, un joven arrogante, pues vivir en serio en Nueva York le quitó esas imposturas de niño rico. Es como verse obligado a usar, para siempre, un avatar. La identidad se vuelve a recalibrar. Eso incluye recalibrar la memoria: perderla (como los chicos de Europa del Este que olvidan adrede sus infancias de pioneros, pues es un estigma) o capitalizarla (como Iván que se da cuenta de que es ventajoso usufructuar la nostalgia comunista y se vende a sí mismo como souvenir humano).
P: "La memoria no nos dice la exacta verdad de nada". ¿Es la novela una manera de atrapar esa verdad que se nos escapa?
R: Es uno de los intentos, una verdad estética, una forma de belleza que nos convence y nos calma, al menos transitoriamente. Para mí, la novela es también, en sus páginas, la constatación de la imposibilidad de la memoria. Suele pasarle a uno, como maestro de talleres, que vienen personas con ganas de escribir un libro sobre sus abuelos, para “preservar la memoria”. Me fascina que exista esa idea en la cultura, pero la novela, desde que se instaló de lleno en la mente, en cómo percibe el mundo alguien, solo podrá dar cuenta de un hombre buscando su pasado. Es poderosa para eso, pero no para más.