Dice Leonard Cohen en uno de sus poemas: “No es tan difícil decir adiós”. Y yo digo que muchas veces sí que lo es, que sí que resulta difícil mirar atrás y dejar en el aire el gesto de la desposesión, de saltar a tierra en vuelo libre desde esa altura que siempre fue la del funambulista heroico, aunque siempre dije —y creo que con razón— que los héroes no existen. Desde esa altura inalcanzable miro los libros que van a ras de suelo. Para que no se me escape ninguno. Para poder alzarme sobre los montones de publicidades literarias despóticas y descubrir el último rincón donde esperan -con paciencia infinita- los libros mejores, esos que no se anuncian en las estaciones de tren ni en los programas de la televisión o de la radio.
Lo mejor de las librerías está en esos rincones oscuros donde sólo llega la seguridad de que en alguno de ellos abandonó Robert Louis Stevenson el mapa de la isla del tesoro. Leer es una búsqueda incansable, la republicana voluntad de encontrar en las páginas de un libro esa libertad que tanto nos falta en otras partes, la certeza de que en esas páginas sólo encontraremos —al final de aquella búsqueda— una radical incertidumbre. Un libro no es una tabla de salvación, sino un pedazo de tierra que se abre entre sea lo que sea tu vida y lo que será a partir del instante mismo en que inicias su lectura. De ahí, que si una librería desaparece es como si desapareciera con ella un inmenso planeta lleno de memoria, de vidas que se fueron añadiendo a las nuestras en su larga y profunda duración, de sueños que se resistieron hasta el último round a la triste derrota de la imaginación.
Por eso, precisamente, la librería Primado, en Valencia, no va a desaparecer aunque su librero, Miguel Morata, diga que se va porque más de veinte años al pie del cañón dejan un poso de insobornable ilusión adolescente, pero también la gracia de un merecido descanso. Por eso, precisamente, el pasado 28 de diciembre (les juro que esto que escribo no es una inocentada) se organizó una fiesta de despedida en su pequeña librería de la Avenida del Primado Reig y allí no faltó ninguna de la gente que, en todo el largo tiempo que duró la travesía, fue como un personaje más en esa novela de aventuras donde todos fuimos camaradas, buscadores armados con pico y pala de poemas, de esos poemas que como decía Juan Gelman han de ser necesariamente “hostiles al capitalismo” y si no son eso es que no son poemas ni nada. Era la librería Primado el territorio no sólo de los libros sino, y a lo mejor sobre todo, de los afectos. Y digo “era” cuando en realidad debería decir “es”, o “seguirá siendo”. Porque se va el librero Miguel Morata pero llega el librero Pepe Miralles a continuar, con las ganas y la pasión del principiante, la labor ancha y larga de Miguel al frente de Primado. Viene de muy lejos en el oficio el nuevo responsable de la librería. Lo conozco desde hace muchísimos años y sé que ahí vamos a seguir teniendo nuestros rincones oscuros, el espacio de libertad que nadie puede robarle a las páginas de un libro, la seguridad de que una librería siempre habrá de ser un territorio hostil a las mentiras y el cinismo. Yo hablo de la librería Primado de Valencia, pero seguro que ustedes tienen cerca otras que siguen peleando por sobrevivir con dignidad en un paisaje que culturalmente se parece cada día más a los desiertos.
Aunque lo diga Leonard Cohen, a veces sí que resulta difícil decir adiós. Por eso Miguel Morata continuará con la intensa agenda de actividades que ha venido llevando a cabo en sus años de jefe de la banda. Me llena de orgullo escribir aquí que yo he formado parte de esa banda, y que ahí voy a seguir porque el cofre del tesoro aún anda en paradero desconocido y la búsqueda —la del cofre, pero sobre todo la de nosotros mismos— ha de seguir siendo lo mismo de insobornable que hace más de veinte años. Se despidió el librero subido a la barra de tanta batalla compartida, miraba entre tanta gente amiga y le salieron palabras homéricas para contar que la única aventura posible es la que enfilas desde el riesgo y no desde esa acomodada banalidad en que hoy andan juntas, demasiadas veces, la literatura y la vida.
Sé que escribir lo que hoy escribo puede pensarse como el escapismo una miaja cobarde de lo que nos está cayendo encima. Sé que lo que nos está cayendo encima —y lo que nos amenaza con seguir cayendo— es un fondo marino habitado por monstruos, unos monstruos que no tienen, claro que no, la nobleza trágica de King Kong o Moby Dick. Sé todo eso, claro que sí. Pero también sé que cada vez que una librería desaparece es como si esos monstruos sumaran una victoria más en sus cuentas del horror. Por eso escribo hoy no de una librería que se cierra, sino de una que bajará la persiana sólo unos días para echarle una nueva mano de pintura y seguir navegando los mares de una odisea inacabable, esa odisea que ha sido la de Miguel Morata ejerciendo, durante tantos años, el oficio maravilloso de librero, un oficio cada día que pasa más en riesgo de extinción. Porque un librero, una librera, no es sólo quien vende libros, sino que si se lo pides —y a veces aunque no se lo pidas— te los cuenta antes de venderlos. Un tipo así es Miguel, que ahora se jubila pero nos deja la seguridad de que hay oficios de los que nadie puede despedirse nunca. El suyo, por ejemplo.
Ver másMorir no es heroico, lo heroico es vivir
Y ustedes, tal vez puedan disculparme que hoy no haya hablado de la tripartita, anacrónica, cruzada falangista contra “los comunistas”, ni de si Franco durará en el Valle de la Vergüenza más que la momia de Tutankamón en el Valle de los Reyes, ni de si la vida es un juego amañado por esos tahúres del dinero que son los que siempre ganan en democracia sin presentarse a las elecciones. Espero que, en ese panorama bastante desolador, sigamos compartiendo el amor a los libros y el empeño común en que ninguna librería eche el cierre. Cada librería que sigue abierta es una amenaza para esos tahúres. Por eso vale la pena seguir comprando libros. En las librerías, digo. Y si no nos lo podemos permitir (la precariedad nos obliga a ser radicalmente selectivos), siempre podemos acudir a la biblioteca del barrio. Porque no sé si toda la vida está en los libros. Pero sí que sé —sin temor a equivocarme— que una parte importante de esa vida sí que la encontraremos en muchas de sus páginas. Descubrirnos en esas páginas es mi buen deseo para este 2019 que acaba de empezar. Y sobre todo, un honor ojalá que recíprocamente compartido. Ojalá que así sea. Ojalá. _____
Alfons Cervera es escritor. Su último libro publicado es La noche en que los Beatles llegaron a Barcelona (Piel de Zapa, 2018).
Dice Leonard Cohen en uno de sus poemas: “No es tan difícil decir adiós”. Y yo digo que muchas veces sí que lo es, que sí que resulta difícil mirar atrás y dejar en el aire el gesto de la desposesión, de saltar a tierra en vuelo libre desde esa altura que siempre fue la del funambulista heroico, aunque siempre dije —y creo que con razón— que los héroes no existen. Desde esa altura inalcanzable miro los libros que van a ras de suelo. Para que no se me escape ninguno. Para poder alzarme sobre los montones de publicidades literarias despóticas y descubrir el último rincón donde esperan -con paciencia infinita- los libros mejores, esos que no se anuncian en las estaciones de tren ni en los programas de la televisión o de la radio.