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‘Esa puta tan distinguida’, de Juan Marsé

Esa puta tan distinguidaJuan MarséLumenBarcelona2016

Con los años, Juan Marsé se ha vuelto un deslenguado prudente, un melancólico que no se fía de la nostalgia y se refiere al pasado con una mezcla de romanticismo e ironía; alguien que además de tener aún mucho que decir, ya no se calla nada, porque si una vez pasados los ochenta uno todavía se debe morder la lengua, es que algo no funciona. Su nueva novela, Esa puta tan distinguida, es en muchos aspectos un ajuste de cuentas con el pasado de dos países llamados España, uno del que no se podía esperar más que la ignominia y otro en el que se pusieron muchas ilusiones que, en algunos casos, han sido defraudadas; a un lado la época miserable de la dictadura y en el extremo contrario el tiempo de las esperanzas y el cambio, simbolizado por la llegada del PSOE al poder en 1982, que es el momento en que sitúa la acción de esta obra el autor de Últimas tardes con Teresa. Fue entonces, con la subida a los altares de la santa Transición, cuando nos inculcaron esa idea de que el único modo de avanzar era no mirando atrás, porque al futuro sólo se llegaba a través del olvido. O dicho en plata, que el precio de la democracia era la impunidad de los asesinos y sus cómplices, muchos de los cuales, de hecho, pasaron en un abrir y cerrar de ojos de jerarcas de una tiranía a representantes del Estado de derecho, bendecidos por las urnas y jaleados como padres de la Constitución. Algunos que habían sido ministros del régimen criminal, lo fueron de nuevo y se dedicaron a dar clases sobre la convivencia y la libertad, pero ninguno de los compañeros de viaje de los golpistas pagó por sus crímenes, ni siquiera los torturadores. Cuatro décadas más tarde, sigue habiendo una derecha que se niega a condenar la sublevación militar de 1936 y que recibe el apoyo de millones de ciudadanos en cada cita electoral; al juez que quiso pasarle factura a los genocidas lo expulsaron sin contemplaciones de la Audiencia Nacional; las cunetas siguen llenas de muertos republicanos y el Valle de los Caídos continúa en su lugar, con su carnicero sanguinario dentro, y recibe a menudo la visita de un ministro del Interior que alardea de ir allí con frecuencia a meditar. ¿No pedían amnistía y libertad?, preguntan los más cínicos. Pues eso es lo que tuvimos. En Argentina se llamó ley del punto final y aquí reconciliación, pero son la misma cosa.

Esa puta tan distinguida cuenta la historia de un narrador, muy fácil de identificar con el autor de Un día volveré o Noticias felices en aviones de papel, que recibe el encargo de escribir un guion sobre un suceso ocurrido en Barcelona en 1949, el asesinato de una mujer llamada Carmen Broto, del que ya habló Marsé en Si te dicen que caí. En este caso, se le da el nombre de Carolina Brul y se supone que fue estrangulada con una cinta de celuloide, tal vez a petición propia, en la cabina de proyección del cine Delicias. El director del largometraje va a ser, en pricipio, un viejo comunista que tiene mucho de Juan Antonio Bardem, el realizador de Muerte de un ciclista, Calle Mayor o Siete días de enero, y que pretende usar el argumento como simple disculpa para criticar a una sociedad oscura que en muchos aspectos fue cómplice de sus represores, por su miedo, su pereza y su incapacidad para rebelarse; y en cuanto al productor, es la viva imagen de Andrés Vicente Gómez, con todo lo que eso significa. Uno y otro son un símbolo de lo que tiene el libro de juego, de reto a un lector que lo va a pasar muy bien tratando de adivinar qué personas se esconden tras los personajes.

Por supuesto que Marsé aprovecha para ponerle los puntos sobre las íes al mundo del cine español, donde no le ha ido bien ni como autor ni como espectador, lo primero porque ninguna de las adaptaciones que se han hecho de sus novelas le ha dejado buen sabor de boca; lo segundo, porque le horroriza la cantidad de cintas mediocres que han arrasado nuestras salas, antes por el afán propagandístico del nacionalcatolicismo y después a causa del descarado sentido de la oportunidad y el poco talento que caracteriza una gran parte de las comedias más o menos eróticas de los setenta. El narrador cascarrabias de Esa puta tan distinguida, eso sí, reconoce que ni todos ni siempre lo hicieron tan mal.

El escritor recorrerá un sendero moral característico de los detectives clásicos de la serie negra, ya que si de entrada acepta el trabajo exclusivamente por razones económicas, luego va a encontrar varios motivos para pelear con sus jefes y tratar de convencerlos para que se haga un producto digno, porque según se implica en el proyecto va a combatir por dotarlo de calidad y rigor, dos detalles que a quienes lo financian no parecen importarles mucho. Más bien, están preocupados por asuntos como lograr que el artefacto funcione en la taquilla o que se le dé un papel a cierta joven de la que está encaprichado uno de los inversores que van a poner el dinero. El álter ego de Marsé quiere ser decente, encontrar la verdad y contarla de un modo atractivo, y para lograrlo basa su tarea en una serie de entrevistas con el homicida del cine Delicias, un oscuro individuo llamado Fermín Sicart, que recuerda lo que hizo y cómo lo hizo, pero no por qué. Eso fue lo que declaró tras ser detenido, lo que mantuvo todos los años que pasó en la cárcel y lo que vuelve a confesarle a su interlocutor, que duda si el modo en el que dosifica su memoria no tendrá algo que ver con el hecho de que le cobre por horas. Sin embargo, en su regreso al lugar de los hechos nos va a ofrecer algo muy interesante, que es un dibujo de aquella ciudad asfixiada por los falangistas, los curas y los fanáticos que vivieron como reyes a la sombra del palacio de El Pardo, perturbados como el doctor Vallejo Nájera, un psiquiatra y coronel de Infantería que se dedicó a tratar de curarle el socialismo a las personas de izquierdas, a robarles sus hijos para "separar el grano de la paja" y a tratar con electrochoques a sus pacientes, como quien pretende expulsar al diablo de una mujer o un hombre supuestamente poseídos. Sé de qué habla Marsé, porque estudié muy detenidamente a ese médico para poder escribir Mala gente que camina.

Junto con Fermín Sicart, la creación más impactante de Esa puta distinguida es la de Felisa, la asistenta del narrador, una mujer que tuvo un comercio en el que se vendían productos cinematográficos de toda clase, desde afiches a programas de mano o revistas especializadas, que lo sabe todo en ese territorio y que juega con su patrón a adivinar de qué película proviene tal o cual diálogo, apostando unas monedas. Es un personaje fantástico, que tiene algo de los graciosos de Calderón de la Barca o Lope de Vega y también algo de Sancho Panza, entre otras cosas porque es quien hace entrar en razón y poner los pies en el suelo a quienes pierden la perspectiva o se van por las ramas. Algunos de los episodios en los que participa, harán reír a carcajadas al lector y demuestran que ésta es, sin duda, la novela más divertida de Juan Marsé, además de ofrecer todas las otras cosas que pueden esperarse de él: maestría, inteligencia, un dominio del oficio muy difícil de igualar y un cuidado con el idioma que recuerda a sus inicios como joyero, sólo que cambiando los metales nobles y las piedras preciosas por palabras.

El fantasma del cine Delicias era una mujer, pero también un país. Y Juan Marsé, con ironía y con destreza, sabe reconstruirlos a los dos en unas cuantas pinceladas, ligeras pero resolutivas, de ésas que únicamente los mejores artistas saben dar, cuando tienen suelta la mano y les apetece entretenerse. En sus páginas vemos un retrato, hecho con cuatro trazos firmes, de lo que éramos y lo que somos, lo que cambió, lo que no fue y lo que se quedó por el camino, de 1949 a 1982 y de ahí hasta nuestros días; porque él no lo dice, pero nosotros entendemos que hay una parte de lo que hoy nos pasa, que proviene de lo que se dejó a medio hacer entonces. Y ese tema aún está por resolver.

*Benjamín Prado es escritor. Su último libro es 'Más que palabras' (Hiperión, 2015).Benjamín Prado

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