Por poseer un cuerpo, se paga con el cuerpo.
Wislawa Szymborska
Una profesora de la Universidad de San Francisco está en su despacho. Llaman a la puerta. Se asoma una joven: “¿Profesora Luengo? ¿Se puede?”. A la profesora le llama la atención el acento de la joven. Se pregunta de dónde le viene ese acento: ¿Colombia, Honduras, Costa Rica…? La respuesta: “Viví en El Salvador de niña, de los tres a los diecisiete años. Pero soy de San Francisco”. La profesora le dice que no conoce El Salvador, que algún día le gustaría visitarlo. Pregunta si también a la joven le gustaría volver. Y la respuesta, clara, entre la timidez y la contundencia: “No, nunca volveré”. Ahí comienza la historia.
La niña se llama Sandra, aunque en casa la llaman Stephanie. La madre dejó El Salvador y se fue a San Francisco en 1984. Se casó con un hombre chicano, difícil, sufría esquizofrenia. La hija nació en 1988. Un día se fue el padre y las dejó solas. Tenía ya entonces Sandra una hermana más pequeña. Un día la madre vuelve a El Salvador, a la casa familiar de Ilopango. Deja a las niñas con la abuela y regresa a San Francisco. “Mami se fue a hacer un mandado. Ahorita va a volver”, tranquiliza la abuela. Sandra tiene cuatro años y su hermana casi tres. En la casa —que la madre seguirá pagando— se quedan la abuela y las nietas. También el tío, el hermano de la madre. El hombre que trabaja de camionero y vuelve cansado a la casa familiar. El hombre que sube por las noches a la habitación de las niñas y viola a la niña Stephanie. El lobo del cuento. El perpetrador.
En el despacho de la profesora Luengo, Sandra le dice que su vida ha sido un infierno, que, si quiere, le enviará lo que ha escrito, lo que ha venido escribiendo en forma de poemas y diario, cuando no sabía si su historia debería ser contada. Y la joven Sandra (ya atrás su Stephanie de cuando era niña en Ilopango) le dice a la profesora que podría ser ella la que contara su historia. “Toda mujer adulta sigue siendo, en algún lugar, aquella niña que fue, que miraba el mundo sin apenas entender nada. Por eso la niña que fue Sandra Pulido merece ser escuchada y tomada en serio. El último paso del abuso es la displicencia, la ignorancia, el no ser escuchada, el no ser valorada”: por eso la profesora Ana Luengo, aquella mañana en su despacho de la Universidad de San Francisco, decide que sí, que va a escribir la historia tan terriblemente escondida de Sandra Pulido.
El silencio en la casa familiar. La habitación de las niñas convertida en el territorio del crimen. Todas las noches. Primero sacando a la niña de la cuna. Después yendo el monstruo a su cama de adolescente. La abuela que finge no saber, pero sabe. Cómo borrar las huellas del lobo, sus dentelladas en la piel de la inocencia. No se borran. Ahí están. Pero la abuela calla. Adora a su hijo. Por teléfono tampoco le cuenta a su hija el sufrimiento de la niña Stephanie. Nadie habla. Es como si cada noche asistiera la abuela al insomnio de la niña y le dijera, acunándola, el verso de Wislawa Szymborska: “Vale, vale, pero ahora duérmete”. Durante trece años, esa fue la vida de Sandra Pulido. “Me pregunto si alguien puede liberarse de la dinámica de sumisión, cuando se ha aprehendido desde la primera infancia”, escribe la autora. Y más adelante: “Estar usada: la mujer como objeto para el hombre. Cómo una educación violenta y patriarcal consigue que la víctima de un pedófilo se sienta responsable y hasta culpable de lo que le sucede”.
Un día volvió la madre y se llevó a las niñas a San Francisco. Siguió pagando la casa donde habitaban el monstruo y la madre del monstruo. Mejor no remover nada, y aún menos si remover el espanto puede acabar con la concordia. Esa concordia, escribe Ana Luengo y se refiere también a las transiciones democráticas en España y América Latina, esconde sufrimientos antiguos, los borra de la historia individual y colectiva: “¿Pero es posible ignorar el daño que se le hace a una sola persona en nombre de la supuesta concordia? ¿Es moral? ¿A quién beneficia esta al fin y al cabo, a la víctima o al perpetrador?”.
La escritura resulta dolorosa muchas veces. Difícil de encontrar el punto exacto del equilibrio narrativo. Antes de asentarse en EEUU, Ana Luengo enseñó literatura española en la Universidad alemana de Bremen. Conozco muchos de sus trabajos sobre lo que (mal)llamamos memoria histórica. Después incursionaría en la narrativa de movimientos sociales y LGTBI. También se adentró en el mundo de la ficción. O sea, que experiencia como escritora tenía para vender y regalar. Pero contar esta historia, la que empezó un día en su despacho universitario casi como el encargo de una estudiante que se negaba a guardar silencio sobre el horror que había sido su vida, no le resultaba fácil: “¿Por qué confió en mí para esta tarea? Probablemente porque no la juzgué por nada de lo que me contó. Probablemente porque no me puse a darle consejos sin sentido. Probablemente porque fui la primera persona que no le pedí que olvidara para seguir viviendo”.
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La niña Stephanie se convirtió finalmente en Sandra Pulido. Estudió en la Universidad de San Francisco. Su tesis, Las meta-máscaras limitadas de la identidad sexual en dos novelas contemporáneas, fue distinguida con honores. Es profesora de español y ha publicado varios libros de poesía. Consiguió salir del infierno, de la habitación oscura de su infancia y su adolescencia. Y aun así, muchos años después, no sabía cómo hablar con su madre sobre su homosexualidad. Le habló y ella le contestó sin asperezas: una terapia, que se convenciera de “si era o no lesbiana” después de hablar con un experto. Nunca lo hizo. Había superado el miedo a contarse delante de su madre. Incluso ahora, la madre le dice que piensa en “cuando ella se case de blanco con un príncipe azul”. La abuela sigue viviendo en la casa de Ilopango con el monstruo. Esa casa la sigue pagando la madre de Sandra desde San Francisco. La historia de Sandra Pulido es la historia de tantos niños y tantas niñas que sufrieron la violencia tantas veces impune de un pedófilo. La impunidad empieza casi siempre en el entorno más cercano. No contar para que siga inamovible el orden familiar, para que nada cambie aunque lo que habite en la casa sea el horror. Guardar silencio para que el monstruo pueda seguir haciendo de las suyas: “Por eso quiero denunciar con este libro que la impunidad constituye siempre la última victoria del perpetrador”. Hay muchos libros que hemos de leer, por más que el dolor nos pueda a ratos romper en la lectura. Seguir viviendo es uno de esos libros. Léanlo, por favor. De verdad se lo digo. De verdad.
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Alfons Cervera es escritor. Su último libro es Algo personal (Piel de Zapa, 2021).
Por poseer un cuerpo, se paga con el cuerpo.