En el principio, el silencio de nuestra especie fue roto por los gestos, los tics, el grito, los chillidos y las miradas; por el cotorreo de los cuerpos. Y, hace unos 60.000 años, apareció el lenguaje y, con él, el cotilleo que une y apiña. Después, la escritura de los albaranes de piedra de los almacenes mesopotámicos dejó constancia de la existencia del mercado, antes de que los libros hablaran de guerras y de dioses, de amores, del resplandor de vidas sucias y ensangrentadas, de hambre belicosa e insatisfecha, de divinidades que siempre disponían de un costillar de buey que asar en sus barbacoas. Dioses a la carta que disfrutaban de todo lo que los hombres echaban en falta. Creados a contra-imagen y desemejanza nuestra. Si nos morimos, ellos son eternos; si pasamos hambre, ellos tienen la mesa llena o no tienen aparato digestivo y se alimentan, como las lámparas solares de jardín, de su propia energía. Si, malqueridos nosotros, ellos, eternamente amados. Si solos nosotros, ellos rodeados siempre de una corte celestial. Si mal informados o ignorantes nosotros, ellos, omniscientes. Si varados nosotros, en un país, en un pueblo, en un sindicato, en una familia, en un partido, en una abstención, en unos vicios insoslayables, ellos, ubicuos y libres. Tan libres y ubicuos que, según mi obispo de cabecera, Munilla, alguno de ellos pudo estar en el cielo, completando un trío de ases, y al mismo tiempo, en la tierra sufriendo tormentos indecibles y dejándose balancear, ya herido, ya sangrante, por costaleros descuidados. En la lucha por tatuar las verdades del Libro, de los libros sagrados, en la conciencia de los hombres, murieron muchos. Decapitados. Quemados, misericordiosamente empalados, atufados por el humo de su carne chamuscada. Los verdugos se los enviaban a sus dioses medio hechos, a falta sólo de un vuelta y vuelta en las parrillas del empíreo. Porque los hombres, lo repito, gustaban de imitar a los dioses que se habían inventado; y a sus barbacoas inextinguibles. Luego, la invención de la imprenta hizo imposible la existencia de un solo libro. El gremio de libreros, que también disponía de un despacho de dioses a su servicio, se hubiera quejado del monopolio de un solo cuento, de un solo relato, de una sola Historia, por muy Sagrada que fuese. El libro comenzó a proporcionar muchos puestos de trabajo. Todas las industrias, hasta las más tóxicas, se justifican porque dan de comer a muchos hogares. Ya no estuvo toda la sabiduría en un libro, sino en muchos. “Todo está en los libros”, coincidieron en ese momento todos los que vivían de ellos, desde el predicador al encuadernador, desde el maestro al fabricante de papel, desde el poeta al pornógrafo. Cualquier respuesta estaba en ellos. Hasta que Dylan la encontró en el viento. En la nube, en el Internet, en la Red. Ahora nada está, solo, en los libros, ni en los parlamentos ni en las universidades ni en las bibliotecas ni en las encíclicas papales. Ni en El capital ni en Mein Kampf. Ahora casi todo está en los tuits. Los diputados, por ejemplo, cuidan más sus tuits del Congreso que sus intervenciones. Del silencio abisal de las comunidades sin lenguaje, sin escritura, a los 140 caracteres de un tuit. De la afonía, al estrepitoso silencio de un tuit. Como somos tantos, y la tecnología nos ha dado la voz a todos, sólo tenemos derecho a 140 caracteres. En competencia con los 140 caracteres de los otros miles de millones de personas conectadas a la red. Poco. Del silencio al silencio. Se ha cumplido el deseo de los que redactaron la letra de la Internacional: “Ni en dioses, reyes ni tribunos está el supremo salvador”, porque los 140 caracteres de un tuit no nos dan a cada uno de nosotros nada más que para un reinado de unas pocas milésimas de segundo. Ruido. Silencio.
*Pablo Alcázar es profesor de Literatura. Pablo Alcázar
En el principio, el silencio de nuestra especie fue roto por los gestos, los tics, el grito, los chillidos y las miradas; por el cotorreo de los cuerpos. Y, hace unos 60.000 años, apareció el lenguaje y, con él, el cotilleo que une y apiña. Después, la escritura de los albaranes de piedra de los almacenes mesopotámicos dejó constancia de la existencia del mercado, antes de que los libros hablaran de guerras y de dioses, de amores, del resplandor de vidas sucias y ensangrentadas, de hambre belicosa e insatisfecha, de divinidades que siempre disponían de un costillar de buey que asar en sus barbacoas. Dioses a la carta que disfrutaban de todo lo que los hombres echaban en falta. Creados a contra-imagen y desemejanza nuestra. Si nos morimos, ellos son eternos; si pasamos hambre, ellos tienen la mesa llena o no tienen aparato digestivo y se alimentan, como las lámparas solares de jardín, de su propia energía. Si, malqueridos nosotros, ellos, eternamente amados. Si solos nosotros, ellos rodeados siempre de una corte celestial. Si mal informados o ignorantes nosotros, ellos, omniscientes. Si varados nosotros, en un país, en un pueblo, en un sindicato, en una familia, en un partido, en una abstención, en unos vicios insoslayables, ellos, ubicuos y libres. Tan libres y ubicuos que, según mi obispo de cabecera, Munilla, alguno de ellos pudo estar en el cielo, completando un trío de ases, y al mismo tiempo, en la tierra sufriendo tormentos indecibles y dejándose balancear, ya herido, ya sangrante, por costaleros descuidados. En la lucha por tatuar las verdades del Libro, de los libros sagrados, en la conciencia de los hombres, murieron muchos. Decapitados. Quemados, misericordiosamente empalados, atufados por el humo de su carne chamuscada. Los verdugos se los enviaban a sus dioses medio hechos, a falta sólo de un vuelta y vuelta en las parrillas del empíreo. Porque los hombres, lo repito, gustaban de imitar a los dioses que se habían inventado; y a sus barbacoas inextinguibles. Luego, la invención de la imprenta hizo imposible la existencia de un solo libro. El gremio de libreros, que también disponía de un despacho de dioses a su servicio, se hubiera quejado del monopolio de un solo cuento, de un solo relato, de una sola Historia, por muy Sagrada que fuese. El libro comenzó a proporcionar muchos puestos de trabajo. Todas las industrias, hasta las más tóxicas, se justifican porque dan de comer a muchos hogares. Ya no estuvo toda la sabiduría en un libro, sino en muchos. “Todo está en los libros”, coincidieron en ese momento todos los que vivían de ellos, desde el predicador al encuadernador, desde el maestro al fabricante de papel, desde el poeta al pornógrafo. Cualquier respuesta estaba en ellos. Hasta que Dylan la encontró en el viento. En la nube, en el Internet, en la Red. Ahora nada está, solo, en los libros, ni en los parlamentos ni en las universidades ni en las bibliotecas ni en las encíclicas papales. Ni en El capital ni en Mein Kampf. Ahora casi todo está en los tuits. Los diputados, por ejemplo, cuidan más sus tuits del Congreso que sus intervenciones. Del silencio abisal de las comunidades sin lenguaje, sin escritura, a los 140 caracteres de un tuit. De la afonía, al estrepitoso silencio de un tuit. Como somos tantos, y la tecnología nos ha dado la voz a todos, sólo tenemos derecho a 140 caracteres. En competencia con los 140 caracteres de los otros miles de millones de personas conectadas a la red. Poco. Del silencio al silencio. Se ha cumplido el deseo de los que redactaron la letra de la Internacional: “Ni en dioses, reyes ni tribunos está el supremo salvador”, porque los 140 caracteres de un tuit no nos dan a cada uno de nosotros nada más que para un reinado de unas pocas milésimas de segundo. Ruido. Silencio.