El último día de Terranova
Manuel RivasEditorial AlfaguaraMadrid 2015
Manuel Rivas (A Coruña, 1957) ha escrito una novela sobre la vida en la memoria. Otra forma de vida, la vida de la literatura, la de los libros. La vida que pasa por Terranova, una librería en la que Vicenzo Fontán, en tiempos un doppelganger del Duque Blanco (recuerdo casual a David Bowie, que ahora se hace tristemente apropiado) guardaba cuanto de hermoso y de trágico se esconde en la conciencia del tiempo.
Eso es El último día de Terranova, un homenaje a la memoria escrita. Si la literatura, esta literatura al menos, es la fijación del deseo de mantener presente el hálito de todo aquello que pasa por el corazón imaginario del escritor, Manuel Rivas ha descarnado el suyo en cada página de su nueva novela.
Se nota aquí la pasión por la escritura como forma de combate: con las armas de las ideas, naturalmente. En El último día de Terranova se dispara contra los especuladores inmobiliarios que dictan el fin de los sueños en la “cámara estonopeica”, la mítica oficina en la trastienda de la librería; contra los asesinos que persiguieron primero a su padre, más tarde a Garúa, la mujer que amó y, en fin, contra los verdugos de toda laya.
Sin embargo, esta no es una novela sobre el cierre de una librería, sino sobre el ocaso de la razón y de la dignidad y, así, son los perseguidos los únicos personajes del relato que pueden llamarse dignos. El abuelo pescador que se congelaba en las aguas de Terranova para escapar de la miseria; Amaro, padre del narrador y fundador de la librería, profesor represaliado por el franquismo; su madre, de una entereza tan firme como la ternura con la que protege a su marido; el tío Eliseo y sus fantasías literarias, testimonio del mundo de locos en el que periódicamente le obligan a encerrarse por su condición de homosexual; Zas, el joven marginal al que un médico le dijo una vez que no estaba “estructurado para morir”; y su compañera, Viana, antaño “chorba” de un mafioso, hoy madre que da a luz a su hijo entre los libros que mueren.
La novela se organiza en torno a los recuerdos que van llegando a la memoria del narrador de la forma en que la que llegan las visitas del pasado: traídos unos en la estela de otros. Ahí es donde Rivas demuestra el arte de la orfebrería narrativa, su lápiz de carpintero que traza con perfección el diseño sobre el que se recorta este aparador que acoge la intrahistoria de la generación de la Transición. Aquí se allegan el drama de los vencidos en la Guerra Civil junto a los suicidas del rock'n'roll, las luchas revolucionarias en América Latina que sirvieron de mito y guía a los jóvenes que empezaban a cargar el mundo sobre sus espaldas tras la muerte de Franco, la violencia fascista y las drogas con su cielo y su infierno, la escritura y el silencio.
Tal empeño podría haber acabado, como tantas otras veces, en ambición desmedida que conduce al fracaso, desinflada en el momento de materializarse en el relato, pero no es así en El último día de Terranova. El acierto de subjetivar el paso de la historia a través de los momentos que marcaron la vida de Vicenzo Fontán focaliza y ordena la materia fragmentaria de la memoria en un gesto único de despedida. Asistimos a los adioses de Fontán y de quienes cargaron de sentido su vida.
La librería Terranova es un espacio mítico, un pequeño Yoknapatawpha, íntimo pero significativo en relación con los acontecimientos históricos de gran alcance que marcaron el tiempo de su existencia. Con el cierre por liquidación, no se acaba un negocio de libros, se acaba un mundo. Fontán ya no es un joven colgado de la punta de la estrella de un ácido y émulo del Duque Blanco que escribe letras de canciones para un grupo de rock en el Madrid postfranquista, Los Erizos. Fontán, ahora, empieza a entrever la línea del horizonte de su Finisterre y, por ello, la escritura de su memoria es un canto dulceamargo a una manera de entender el mundo que ya no será más presente.
No es la novela que ha escrito Manuel Rivas un simple juego de espejos. La levedad de su pulso narrativo es delicada sabiduría, emocionadamente contenida y, así, el narrador que articula el relato, Vicenzo Fontán, se ajusta en su devenir de personaje literario a ese tono de la escritura y se nos hace voz de la conciencia -voz que casi nunca grita- de una generación que ahora parece que nunca existió: “La imagen que yo tenía de mi padre no cuadraba con la de ningún héroe griego, ni siquiera con la de un héroe local. Era el Hombre Borrado”, dice, mientras a él mismo lo están borrando de la vida.
No les desentraño el desenlace, si les digo que al final no hay derrota, que la constante escritura de la memoria deja herencia y que, a lo que yo entiendo, la literatura, su sosias, se crece en el dibujo de lo que el tiempo se empeñó en borrar y a sí misma se sostiene en las historias de los otros.
En definitiva, un Rivas magistral que limpia con paciencia de relojero los engranajes del reloj del arte literario en un tiempo en el que las librerías arden y los nuevos asesinos de ideas disparan con ignorancia una frase que pertenece a otro: los tiempos están cambiando.
*Juan Carlos Fernández Serrato es profesor de la Universidad de Sevilla. Su último libro públicado es 'La mirada de Orfeo' (Editorial Pre-Textos)Juan Carlos Fernández Serrato
El último día de Terranova