Mientras ensayaba un concierto, en una sofocante tarde de agosto de 1986, encaramado en el escenario del teatro romano de Sagunto y con el mar al alcance de la vista, Georges Moustaki resumió su filosofía. “Pienso que aquí están nuestras raíces, nuestra historia. No como ruinas del pasado, sino como algo vivo y cotidiano”. El blanco fue siempre el color favorito del cantante, un blanco en la cabellera, en la barba y en los atuendos que contrastaba con el azul del Mediterráneo y con el negro de las noches estrelladas cuando actuaba cerca de un mar que Moustaki consideraba su patria, su única patria. “Soy un apátrida”, solía decir el músico, “pero me considero un nacionalista del Mediterráneo y de su cultura”. De blanco como las túnicas griegas o romanas, como las casas encaladas al borde de los acantilados, Georges Moustaki fue durante décadas uno de los símbolos de la canción popular del Mediterráneo a la altura de monstruos como Jacques Brel, Georges Brassens o Edith Piaf, de la que fue amante y discípulo.
Si algo revelaba la biografía de Moustaki no era otra cosa que el mestizaje, un mestizaje por convicción, pero también por trayectoria vital. Nacido en la mítica ciudad egipcia de Alejandría en 1934 en una familia de origen griego y formado en Francia, el compositor cantaba en varios de los idiomas que se hablan en las orillas mediterráneas y algunos de sus temas más famosos, como Le meteque, Ma solitude … fueron y son auténticos himnos contra el racismo y a favor de la tolerancia y de la libertad. Como ha ocurrido con todos los grandes, la música de Moustaki ha pervivido a lo largo de varias generaciones en una carrera que comenzó en los ya lejanos años cincuenta y se prolongó hasta el pasado 2009, cuando una enfermedad de bronquios le impidió cantar para siempre. Su delgada figura y su cálida voz llenaron tanto salas pequeñas e intimistas como enormes escenarios en teatros, plazas de toros o campos de fútbol mientras su popularidad crecía y algunos de sus discos se convertían en éxitos de ventas.
Quizá la muerte de Moustaki en Niza, a los 79 años, signifique el final de una época, de una forma de concebir la música y la cultura. Tal vez se haya impuesto ese modo de vida anglosajón que arrasa con la diversidad cultural y que Moustaki despreciaba en ocasiones, como cuando afirmaba que el rock era algo ordinario y una malformación musical. Es posible que la canción popular, lo que se llamó después música étnica o músicas del mundo, ya sólo sea una reliquia para nostálgicos o para aficionados que se resisten a comulgar por obligación con los gustos que dictan los yanquis desde el otro lado del Atlántico. Sin embargo, las generaciones jóvenes no dejan de escuchar a nuevas voces procedentes del sur de Europa o del norte de África o de Oriente Próximo. “Claro que hay gente que sigue y seguirá mis pasos o los de Leonard Cohen o los de Lluís Llach”, declaraba con frecuencia el cantante fallecido quien supo trasladar su compromiso cultural hasta un público mayoritario. “Tras mi etapa de cantante para minorías, comprendí que la música popular es simple, clara, lírica y llena de emociones. A través de mi relación con Piaf aceleré mi proceso para pasar a cantar ante grandes auditorios”.
La vigencia de músicos como Georges Moustaki se mide no sólo por su legado musical, sino también por el mensaje, aquella palabra tan de moda en una época y luego tan denostada. Pues sí, esa música viene acompañada de un mensaje tan contemporáneo que nos habla del amor en libertad, de la ausencia de fronteras, de la lucha contra los poderosos, de la fraternidad entre las gentes… Viajero a la vez que músico y extranjero en ninguna parte, Moustaki decía que nunca llegaba a deshacer sus maletas hasta que la muerte lo ha encontrado, como no podía ser de otro modo, en Niza, en una ribera del Mediterráneo.
Mientras ensayaba un concierto, en una sofocante tarde de agosto de 1986, encaramado en el escenario del teatro romano de Sagunto y con el mar al alcance de la vista, Georges Moustaki resumió su filosofía. “Pienso que aquí están nuestras raíces, nuestra historia. No como ruinas del pasado, sino como algo vivo y cotidiano”. El blanco fue siempre el color favorito del cantante, un blanco en la cabellera, en la barba y en los atuendos que contrastaba con el azul del Mediterráneo y con el negro de las noches estrelladas cuando actuaba cerca de un mar que Moustaki consideraba su patria, su única patria. “Soy un apátrida”, solía decir el músico, “pero me considero un nacionalista del Mediterráneo y de su cultura”. De blanco como las túnicas griegas o romanas, como las casas encaladas al borde de los acantilados, Georges Moustaki fue durante décadas uno de los símbolos de la canción popular del Mediterráneo a la altura de monstruos como Jacques Brel, Georges Brassens o Edith Piaf, de la que fue amante y discípulo.