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Rubén Juste: “Antes las grandes fortunas tenían el control de las empresas en las que invertían, ahora son meros rentistas”

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En 2017, el sociólogo Rubén Juste (Toledo, 1985) publicó Ibex35. Una historia herética del poder en España, un ensayo donde analizaba los grupos de poder que se daban cita en lo más alto de las mayores empresas españolas, una lista habitada por familias que manejaban el capital español desde hacía décadas o incluso siglos, funcionarios franquistas, dirigentes de los principales partidos españoles. Al final de su estudio, aparecían sin embargo otros actores. BlackRock, el fondo de inversión que es ya el segundo accionista de Bankia, después del Estado, y participa en 18 empresas del Ibex35. Los gestores de activos que controlan fortunas anónimas y que influyen en las mayores empresas del mundo. Algo estaba cambiando. 

En La nueva clase dominante (publicado por Arpa), Juste sigue el rastro de esos fondos, y mira más allá de las fronteras españolas. El proceso que describe es el de una transformación esencial de las élites económicas. No se trata solo de un cambio de nombres, una alteración superficial, sino que ese cambio evidencia un terremoto en las bases del capitalismo. "Estamos en la era de los monopolios globales", explica a este periódico por teléfono, "y eso hace que se desintegren las élites nacionales, que no tienen ya el poder que tenían antes los propietarios de las grandes empresas o el poder político, con capacidad de financiación propia, que se relacionaba con esas élites". Tras la crisis de 2008, las grandes corporaciones clásicas han dado paso a dos nuevos actores: los fondos de inversión y las tecnológicas. Y el ensayo se propone explicar en qué afecta eso a los lectores/ciudadanos. 

P. Cuando los lectores ven las noticias, sin embargo, hay nombres que siguen repitiéndose. Se escucha la opinión de los expresidentes, continúan escuchándose apellidos como el de Botín y sigue teniendo mucha influencia la CEOE, por ejemplo, una organización de empresarios al uso. ¿No es esta una idea un poco contraintuitiva?

R. Claro que seguimos viendo ciertos nombres. Son la cara visible, lo siguen siendo, pero eso no quiere decir que tengan el poder. Lo que se ha hecho es cambiar el orden: allí donde estas personas, estas empresas, eran el último eslabón del poder, ahora son el penúltimo. Hay alguien detrás, los grandes fondos. Prácticamente todas las empresas del Ibex35 tienen detrás a los mismos fondos de inversión que se repiten una y otra vez.

P. Hablamos en parte de una sustitución de élites. ¿Por qué transforma tanto entonces el sistema económico?

R. Yo insisto en el concepto de responsabilidad limitada. A los empresarios clásicos, digamos, se les ha acusado de tener una responsabilidad limitada, de no ser suficientemente responsables con la sociedad, pero sí tenían una responsabilidad que iba más allá de la empresa: si la empresa iba mal, si tenía deudas, el empresario ponía dinero de su bolsillo, por ejemplo. Los fondos, los accionistas, los inversores... ellos no tienen una vinculación a medio o largo plazo con esos activos, y lo que hacen es responsabilizarse de forma limitada. En el caso español se ha visto que, a medida que han ido entrando este tipo de inversores, las empresas se han ido desprendiendo de sus activos solo para asegurarles rentabilidad, como ha pasado con los grandes bancos despidiendo empleados y cerrando filiales, o con las empresas energéticas vendiendo también sus activos, las sedes y las plantas de grandes hidroeléctricas... Y luego está la desvinculación de los trabajadores, más frecuente en las tecnológicas, pero que es un comportamiento similar al de los fondos. Aquí se sigue también el criterio de responsabilidad limitada: estos empresarios no se responsabilizan de sus trabajadores, como sí sucedía en las grandes corporaciones, donde los empleados sí eran legalmente responsabilidad de la empresa. El ejemplo clásico es Deliveroo o Uber, cuyo modelo se basa justamente en no responsabilizarse de sus empleados. Esto es un cambio histórico en el capitalismo.

P. La estrategia de los fondos, también la de los más modestos, es entrar en las empresas para salir al poco tiempo. ¿Cómo influye esto en el tejido empresarial?

R. Esta es la transición que se vive desde 2012 en España, y a nivel local se ve muy claramente. Las inversiones en un pueblo, recaían en las cajas de ahorros, en esa caja Rural que se ha convertido en una anécdota, en una gorra, y que financiaba desde la granja del pueblo hasta pequeñas empresas, textiles, de servicios... Ese ecosistema que alimentaba la pequeña y mediana empresa, donde estaban también bancos como el Banco Popular, ha explotado y está en manos de estos fondos. Esto supone que la inversión se concentra en pocas manos, en los cuatro grandes bancos, pero también en manos de estos fondos que son propietarios de los bancos y de los créditos. Este monopolio permite a los fondos imponer unas condiciones abusivas a las empresas, y que a las empresas les cueste financiarse. Esto lleva a que en el sistema español veamos una deuda perpetua y una infrafinanciación crónica. Y lo mismo pasa con las administraciones: las cajas de ahorros eran las que financiaban al sistema público, y ahora una administración solo puede recurrir a esos pocos grandes bancos, cada vez menos, a un sector financiero que a su vez depende de unos fondos de inversión internacionales y opacos.

P. ¿Por qué defiende que la figura del empresario clásico no puede ser comparada con la de inversores y tecnólogos? ¿Por qué no se puede considerar a alguien como Jeff Bezos un empresario al uso?

R. Lo que defiendo es que la figura del empresario ha ido muy vinculada a la consolidación de instituciones que a veces han pasado desapercibidas, como son las grandes empresas, que parecen algo permanente e inmutable y a las que quizás por eso no se les ha dado la suficiente importancia en su capacidad para moldear la sociedad. Esas grandes empresas, que pueden ser Coca-Cola o Telefónica, son instituciones. Y una empresa como Coca-Cola, con todos sus problemas y sus incoherencias, era una empresa que hacía permanecer un tejido social en el tiempo y que sostenía unas condiciones laborales, sin duda fruto de la lucha sindical y obrera, pero que permitían que hubiera un ecosistema a su alrededor. Bezos y otros no son el empresario al uso porque su empresa no es esa institución a la que estamos acostumbrados, que generaba un ecosistema perdurable en el tiempo. El ejemplo clásico es lo que se genera en torno a Amazon, una empresa a todas luces destructiva: vemos cómo a partir de la instalación de Amazon en España han aumentado los accidentes de tráfico, cómo han estallado incluso las relaciones laborales. Es una ruptura de las reglas del juego en el que podían convivir grandes y pequeñas empresas. Empresas como Amazon hacen publicidad de cómo el pequeño se puede beneficiar de su actividad, pero los datos hablan por sí mismos: la destrucción del pequeño comercio en Estados Unidos es alarmante, y en España igual, la mayoría de las empresas que tienen que mantener un alquiler y unos trabajadores no se pueden permitir los márgenes que les impone Amazon cuando entran en su red. Estas nuevas empresas atomizan la estructura social hasta el punto de que nos desvinculan a los unos de los otros.

P. En el libro recoge cómo el inversor Ben Graham, en los años cuarenta y cincuenta, defiende la figura del inversor, el accionista que tiene responsabilidad sobre la empresa, distinguiéndola de la del especulador. ¿Se sostiene hoy esa diferenciación?

R. Existen diferencias, pero las condiciones de regulación mundial hacen difícil que los inversores sean dominantes. Lo vemos con las desregulaciones de los últimos años, que han favorecido que estos inversores paguen pocos impuestos —también en España, con las socimis y las sicav— y que propician que el inversor especulador sea dominante y desaparezca aquel que se sostiene en el tiempo. Vemos ese paralelismo entre Warren Buffet y BlackRock. Buffet era un inversor especulador pero que se mantenía en las empresas, y que de alguna manera estaba interesado en la buena marcha de estas a medio y largo plazo. Los nuevos especuladores no tienen ninguna responsabilidad en los activos sobre los que invierten, y la mayoría de empresas en las que intervienen tienden a languidecer hasta conservar solo la marca. Esa pugna sigue vigente, y lo vemos en las nuevas regulaciones sobre ESG [siglas en inglés de Environmental, Social and Governance, término utilizado para hablar de inversión responsable]. Pero el hecho de que, en el caso europeo, se haya contratado a BlackRock para definir los términos de inversión responsable [la Comisión Europea le encargó al fondo el estudio para redactar una nueva legislación] habla mucho del asunto.

P. Siguiendo la lógica de que los cambios en las figuras de los empresarios señalan cambios en el sistema económico: salvo excepciones, las figuras de los inversores suelen ser más misteriosas y opacas que las de los grandes empresarios. BlackRock no tiene cara para la mayoría, como sí la tiene Zara. ¿De qué es señal esto?

R. Precisamente por eso hablo de la caja negra del capitalismo como la metáfora del momento actual. Antes los inversores tenían cara, se sabía quiénes eran, y esa figura resultaba incluso tranquilizadora. Ahora los tres grandes gestores de activos del mundo controlan la mayoría de grandes empresas del planeta: por una parte, no se manifiestan como propietarias, y por otra, ocultan al verdadero propietario. El capitalismo de fondos de inversión favorece que aumente la riqueza sin que haya una figura visible detrás, sin que esta tenga que pagar unos costes fiscales, asociados a la inversión, que tenían los grandes empresarios, y tampoco unos costes sociales. Las grandes familias del país, como los March o los Belloch, han decidido que les conviene más poner su dinero en fondos de inversión que pagar impuestos.

Es verdad que esto no es completamente nuevo, pero aquí se han alterado las reglas del juego. Antes estas grandes fortunas tenían el poder de controlar las empresas en las que invertían, ahora su papel es de meros rentistas. De esta forma, la riqueza continúa en las mismas manos, pero el poder está en otras, porque quien domina ha pasado de ser las grandes familias a los grandes tenedores de acciones.

P. En el otro extremo están los tecnólogos, los CEO de empresas tecnológicas y de redes sociales, que son figuras extraordinariamente públicas, Jeff Bezos o Elon Musk son empresarios, pero también gurús. De nuevo, ¿qué nos muestra esto?

R. En el capitalismo no se da una ruptura total, y sus instituciones deben continuar. Al final, los tecnólogos no dejan de ser los representantes de las nuevas empresas; para que el negocio marche, se necesitan inversores, pero también empresas. Lo que pasa es que funcionan de manera distinta. Yo digo que si antes podíamos hablar de capitalismo fordista, ahora hablamos de capitalismo fondista. Tecnológicas y fondos funcionan de una manera similar: Larry Fink, John Bogle y los presidentes de las grandes tecnológicas utilizan una estructura muy similar, que consiste en rechazar un capitalismo en el que las instituciones económicas se responsabilizaban de sus trabajadores y del ecosistema, las ciudades, las empresas que trabajan de forma paralela. El caso más relevante es el de Amazon o de Tesla, empresas con un número gigantesco de trabajadores, pero que carecen de la estructura habitual en la que los trabajadores se vinculaban formalmente con el empleador. No por nada llamamos uberización del trabajo a ese sistema en el cual las empresas no se hacen cargo de sus activos. Esta es tanto la práctica como la filosofía, porque su forma de expresar su irresponsabilidad es una filosofía casi liberadora. Hablan de flexibilidad, de dinamismo, pero lo que quieren decir es que ellos se benefician sin hacerse cargo del riesgo. Estos gurús tecnólogos lo que hacen es poner la imagen. Nos venden progreso cuando practican irresponsabilidad. Aunque el hecho de tener una cara visible también tiene consecuencias: a Zuckerberg o a Bezos se les cuestiona incluso por parte del Gobierno de Estados Unidos, con investigaciones por posible monopolio o por uso fraudulento de los datos.

P. ¿Funcionan esos empresarios como actores propagandísticos?

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R. Claro, porque el nuevo modelo necesita una legitimidad. Ahora el capitalismo es un mito que no tiene por qué ser comprobado. Por eso hablo de empresarios populistas, empresarios que falsifican la propia realidad para su beneficio. Tesla promete: voy a fabricar 500.000 unidades en equis tiempo. Ese atractivo de innovación tecnológica atrae a buena parte de sus inversores, pero no es verdad, es mera especulación. Y faltan a la verdad cuando, además, están atrapando recursos que no son recursos solamente del sistema financiero, sino que son nuestros recursos. El dinero que nosotros hemos invertido en Cajas de Ahorro, que eran el 52% del sistema español, está yendo a esas tecnológicas. Estos recursos van a un banco, que están casi concentrados en cuatro. Esos bancos son propiedad de tres entidades, que invierten en su mayor parte en las tecnológicas. Y esas a su vez dedican todo su I+D a la publicidad segmentada o los algoritmos que condicionan nuestro comportamiento. Una actividad que, más en estos momentos de pandemia, vemos que no favorecen la supervivencia humana. Nuestros recursos, nuestros ahorros, van a financiar algo que juega en nuestra contra.

P. Leyendo el libro, el lector puede acordarse del refrán “otro vendrá que bueno te hará”. ¿Hay que tener nostalgia por el empresario de toda la vida? Y, si no, ¿cómo evitarla?

R. Claro, claro. De lo que se trata es de aprender qué era lo bueno y qué lo malo. Lo bueno que tenía el capitalismo era su institucionalización. Pongo el ejemplo de la Corona de Castilla, de cómo compró instituciones políticas pero no por afán de beneficios económicos. No todo era rentabilidad, sino que había una parte que tenía que ver con la corresponsabilidad, que al final es el estado del bienestar. Es la responsabilidad más allá de la limitada, la responsabilidad corporativa de antes. Estamos en un mundo que se debate entre los nuevos grandes patriarcas, esas empresas dominadas por unos pocos hombres, un patriarcado extendido pero muy concentrado, y otro modelo que es el desarrollo del estado de bienestar. Algo que está claro que necesitaremos es legislar la corresponsabilidad: de aquí no salimos sin reformular las instituciones. No podemos volver a lo conocido porque evidentemente el mundo no es lo que era, no vamos a aceptar instituciones que limitan la participación o la propiedad de ciertos sectores. Y aquí está lo positivo: España puede ser donde se refleje este cambio. Necesitamos un pacto social, vamos a tener que redefinir todo, desde el poder económico al político. Tenemos capacidad para dotarnos de unas nuevas instituciones que promuevan la corresponsabilidad mantenida en el tiempo.

En 2017, el sociólogo Rubén Juste (Toledo, 1985) publicó Ibex35. Una historia herética del poder en España, un ensayo donde analizaba los grupos de poder que se daban cita en lo más alto de las mayores empresas españolas, una lista habitada por familias que manejaban el capital español desde hacía décadas o incluso siglos, funcionarios franquistas, dirigentes de los principales partidos españoles. Al final de su estudio, aparecían sin embargo otros actores. BlackRock, el fondo de inversión que es ya el segundo accionista de Bankia, después del Estado, y participa en 18 empresas del Ibex35. Los gestores de activos que controlan fortunas anónimas y que influyen en las mayores empresas del mundo. Algo estaba cambiando. 

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