'The square', cine al cuadrado para un mundo tramposo

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Emmanuel Burdeau (Mediapart)

Existe una manera excelente de perderse esta película tan poco amable como emocionante —y, en última instancia, conseguida— como es The square(desde el 10 de noviembre en salas). Lo único que hay que hacer es mostrarse tan expeditivo como Ruben Östlund, su director. Uno se apresurará entonces a juzgar que la esencia de la Palma de Oro de Cannes en 2017 radica en la mirada satírica, si no destructiva, que formula el cineasta sueco nacido en abril de 1974 sobre la cobardía de la que el hombre blanco contemporáneo es a menudo culpable. Reconozcamos que tal actitud se basa en la experiencia: fue con una película en la que dominaban cimientos similares, por así decirlo, con la que hace algunos años Östlund se dio a conocer al público.

Esta película, que sin duda recordamos, se titula Fuerza mayor (2014). Un padre de familia niega, escena tras escena y contra toda evidencia, que tuvo el reflejo de correr sin mirar atrás cuando una avalancha casi se lleva por delante a su esposa e hijos. Bravuconas primero, las negaciones de Tomas adquieren gradualmente un tono avergonzado y, al final, claramente contrito. Cuanto más protesta el hombre, más se enfanga. Cuanto más cobarde, débil y mentiroso se revela, más le desprecia su esposa. Pronto se saldarán cuentas. Ni siquiera la rehabilitación in extremis —una hermosa escena de autobús— es suficiente para invertir la tendencia.

Una nueva humillación inaugura el drama de The square. Una mañana, mientras se dirige al trabajo, el feliz conservador de un importante museo de arte contemporáneo de Estocolmo se ve sorprendido cuando le roban la cartera y el móvil. Christian no lo ve venir y se queda con los ojos como platos. Este otro padre de familia –dos niñas pequeñas— no descansará, desde ese momento, hasta que encuentre a su ladrón. Incluido, e incluso preferiblemente, recurriendo a las tácticas más sórdidas, entre las que se encuentran amenazas proferidas impunemente contra probables inocentes. Interpretado por el excelente actor danés Claes Bang, Christian tiene buena presencia, pero también puede ser evasivo y cobarde. Cuando no es un canalla, especialmente en sus relaciones con las mujeres.

Östlund no tiene mucha mano izquierda. Hubo un tiempo no muy lejano en que su confianza en sí mismo, su insolencia y su talento le valieron pronto el ambiguo apodo de "listillo". La proximidad de la salida de The square con la de otra sátira sobre la burguesía europea, el horrible Happy end de Michael HanekeHappy end –con el que ya se codeaba en Cannes— podría empeorar su caso. ¿No fomenta esta cercanía, de hecho,  a comparar estas películas construidas a hurtadillas en la repugnancia hacia sus personajes?

Reducir el trabajo de un cineasta a la sospecha de una cierta posición subjetivo-moral es una posición crítica muy utilizada. Una película no se limita a vender una opinión o a lanzar declaraciones, aunque sean de barra de bar. Y mucho peor aún si, como es el caso, las palabras del cineasta durante las entrevistas parecen sumarse a esto. La Palma de Oro del 70º Festival de Cannes merece algo mejor que eso. Merece algo más que las muecas y la sátira con la que, tras haber seducido al jurado presidido por Pedro Almodóvar, pretende ahora seducir al público. Y merece más que el discurso sobre la necesidad de mostrarse solidarios y comprensivos los unos con los otros. No hay que ser adivino para ver los acentos humanistas detrás de la superficie chirriante pero también graciosa, e incluso muy graciosa.

Hay una forma todavía mejor de perderse The square. Consiste en considerar que Östlund ajusta su demolición de la burguesía confitada en propios sus privilegios para trasladarla al mundo del arte contemporáneo en particular. El blanco es fácil, con sus canapés y sus grandes cenas benéficas, su jerga incomprensible y sus instalaciones vacías, sus carreras frenéticas tras la novedad y sus portavoces a cada cuál más joven, bien vestido e imbécil. Es inútil fingir: todo este circo figura en la película con todo lujo de detalle.

Aquellos que juzgan que el arte contemporáneo es esencialmente una tomadura de pelo se frotarán las manos. Se trata de un contingente bastante voluminoso en términos globales y más todavía, proporcionalmente, entre los espectadores de cine, cuyo provincianismo en la materia es resistente. Lo que pasa es que, de nuevo, The square merece algo mejor que eso. No solo porque, al final, su discurso sobre el arte contemporáneo revele una sutileza a primera vista insospechada. Es más bien que el arte debe ser visto dentro de una lógica más amplia. Esta lógica toca, creo yo, la relación inmemorial y siempre nueva entre el escenario y sus límites. O, más apropiadamente: entre puesta en escena y performance por un lado, y entre performance e indignación por el otro.

The square contiene al menos una gran escena. Mala suerte —se ironizará sin duda—: está a dos pasos del inicio de una película cuya duración se acerca a las dos horas y media. Pero si no comprendemos su importancia, dudo que podamos entender de qué se trata. Esta es la escena, ya evocada, del robo.

 

Al atravesar una gran plaza, Christian es alertado por un grito de ayuda. La multitud de transeúntes se da la vuelta al mismo tiempo que él. Por un instante –breve, y por eso aún más llamativo—, el espectador se ve transportado a un musical. Una mujer es perseguida por un hombre, contra el que Christian y otro espectadores se lanzan exitosamente. El estiloso conservador ha logrado evitar la violencia que, acechando en todas partes, puede surgir igualmente de todas partes. Christian no puede creerlo: ¡se siente vivo! Se pone en marcha de nuevo, feliz y orgulloso. Pero, al palpar sus bolsillos, de repente se da cuenta de que no tiene ni el móvil ni la cartera.

Pensamos que éramos testigos de un momento de gracia, de la bella coreografía de la solidaridad. Sin embargo, hemos asistido a una manipulación, a una puesta en escena de otro tipo. O bien a la inversa: Christian pensó que había conquistado el mundo real, pero en realidad era el juguete de una actuación arreglada para engañarlo. El grito de ayuda fue sólo un estafa, la solidaridad era la estrategia de un ladrón. Si The square es una fábulaThe square, una historia en la que cada episodio pide ser descifrado, entonces la escena del robo revela precozmente su mecanismo, cuando no su significado. Hay una distancia ínfima entre suficiencia y vergüenza, entre armonía y asalto, entre coreografía y caos. Y esta distancia nunca se cruza tan fácilmente como cuando, acostumbrado a dominar, uno se inclina a creer que tiene el control de un peligro del que uno es, en realidad, la víctima.

La frontera entre seguridad y riesgo es lo más difícil de dibujar en el mundo actual. No sólo porque todo el mundo es cobarde, sino también porque todo el mundo resiste mal la tentación de convencerse de que no lo es. En resumen, cada uno es expeditivo a su manera, y la cobardía, cuando se piensa en ella, se revela como un mal apenas es más pernicioso que la fanfarronería. En un sentido u otro, las fronteras y los límites no están nunca donde se cree. En todas partes hay barreras que asignan un adentro y un afuera, un escenario y una platea... Límites eficaces y traicioneros pese a, pero sobre todo a causa de, su invisibilidad. La cobardía que tan deliberadamente señaló Östlund es sólo un efecto de estas divisiones. Su sátira, insisto, no es psicológica: es estructural.

Un paseo por las películas anteriores del sueco puede no ser inútil aquí. Siempre se trata, en su obra, de desafíos, coraje y miedo, de peligro potencial o real. Siempre, también, de un límite por transgredir, en el habla o en los hechos. Este cine de hombres, por lo tanto, flirtea peligrosamente con lo viril, incluso con lo testicular. No tiene miedo de ser agresivo o grosero. Pero siempre logra salir de ahí y proponer otra cosa. Si no siempre, casi siempre.

Uno de los cortometrajes de Östlund, dirigido en 2005, se titula Autobiographical Scene No. 6882Autobiographical Scene No. 6882. Un joven es desafiado por sus amigos a saltar de un puente (altura estimada: 15 a 20 metros); cruza la barandilla; se le advierte, hay gente que ha muerto de esa manera; renuncia; sus amigos le acusan de haberse echado atrás; el joven se pica y acaba saltando; la película se detiene ahí, sin que nadie sepa lo que sucede luego.

 

Es casi el guión de Fuerza mayor. ¿Qué pasa en la terraza alpina donde la familia almuerza al sol? Una avalancha estalla a lo lejos. Todo el mundo asegura en un primer momento que se ha desencadenado voluntariamente: no hay nada que temer. Tomás se alegra de poder tomar la foto perfecta de las vacaciones, cuando de repente se da cuenta de que la avalancha se aproxima un poco demasiado rápido... Entonces se da a la fuga, tan confundido como Christian ante el misterio que transforma una forma en fuerza, es decir, haciendo de una imagen inscrita en un marco listo una imagen para saltar fuera del marco y destruirlo.

Antes de eso, Östlund había realizado Happy Sweden en 2008. Allí cruzaba varias historias cuyo punto en común es el de escenificar incivilidades y preguntar a partir de cuándo un profesor, un conductor de autobús, etc., puede sentirse autorizado a abandonar su rol, y sus casillas, para intervenir contra aquellos que perturban su trabajo. Tres años después, salía Play. En un centro comercial —también hay uno en The square, muy bien filmado, por cierto—, dos chicos de buena familia son abordados por un grupo de jóvenes negros. Estos, so pretexto de pedirles —ya— su ayuda, van a torturarlos, a hacer de ellos lo que quieran... No tienen, si se me permite decirlo, ningún mérito: al otro lado, una cierta mezcla de cortesía y mala conciencia les abría inmediatamente un camino.

The square es,bastante evidentemente, me parece a mí, la mejor película de Rubén Östlund hasta la fecha. Posee riqueza y amplitud, bifurcaciones que las anteriores no poseían. Sin embargo, el cineasta sigue fiel a algunas convicciones. La primera es que el cine es principalmente un arte de planos largos, que conviene retener el tiempo suficiente para que vayan apareciendo paulatinamente una yuxtaposición de espacio y de seres difícilmente hechos para aparecer  juntos. La segunda, vinculada a la primera, es que en esta duración existe una dimensión de suspense, amenaza o incluso trampa que Östlund está dispuesto a jugar aquí menos, o de forma diferente que en el pasado.

Lo que estoy diciendo es apenas una interpretación. Está en la película, incluso está incluido en el título. The square designa, en efecto, una verdadera obra de arte de la argentina Lola Arias, que consiste en un cuadrado dibujado con líneas blancas. “The square”, está escrito en este cuadrado y se repite varias veces en la película del mismo nombre, “es un santuario de confianza y benevolencia. Todos tenemos los mismos derechos y deberes dentro de ella”. La posición de Östlund a este respecto es doble. Por un lado, apela a la confianza y a la benevolencia hacia las personas sin hogar, migrantes y pobres...: esta película, como mil otras, , un poco ingenuamente, la historia de una mirada que finalmente aprende a levantarse y a ir más allá de sí misma. Por otra parte, nunca deja de recordarnos que en este mundo no hay realmente ninguna manera de asegurar la protección de un santuario como este —excepto en el espacio reservado de un gimnasio. Incluyéndolo y tal vez aún más cuando se es artista o conservador del museo.

La segunda gran escena de la película -prefiero la primera, sin embargo- sirve a aquellos que han pecado previamente de falta de atención. Un performer interpretado por Terry Notary, actor especializado en estos papeles, aterroriza a la alta sociedad sueca al llevar un poco más allá su personaje de gorila eructante. Si la escena es fuerte, es porque es larga, demasiado larga. Pero lo es menos porque dé miedo que porque es inverosímil en el marco de un museo, aunque sea verosímil en un marco cinematográfico. Una vez más, y superlativamente, se trata de interrogarse sobre la línea divisoria entre puesta en escena y transgresión, escabulléndose a hurtadillas, y de forma abrupta, de un peligro que va del mero escalofrío –el famoso epatar al burgués- hacia un peligro real.

The square es por lo tanto una película sistemática, como ya lo era la Fuerza mayor, pero menos que aquella, sin embargo: esto también es afortunado. El éxito de Östlund se debe a la forma en que se mantiene fiel a sus preocupaciones inventando al mismo tiempo diversas maneras de formularlas. Por ejemplo, basta con imaginar la misma película en Francia para ver inmediatamente todo lo que tendría difícil encontrar su lugar. Se eliminaría la fluidez de las idas y venidas entre sueco e inglés, especialmente a través de la presencia de dos actores estadounidenses, Elisabeth Moss como periodista y Dominic West como artista. Se eliminaría igualmente la diversidad de la representación social, desde el conservador en traje oscuro hasta la directora flanqueada por su perro, desde los portavoces que llevan una manta debajo de la chaqueta hasta su jefe, el viejo atractivo acompañado de su bebé, desde el ayudante negro hasta la becaria con flequillo...

No es absurdo pensar que tal variedad tiene algo de escandinavo, si no estrictamente sueco. La reflexión de Östlund sobre la relación y los intercambios entre la convención y el caos tampoco podría tener lugar, igualmente, en ningún otro lugar que no sea una sociedad que combine lo mejor —se dice— del bienestar socialdemócrata con el repentino resurgimiento de la brutalidad vikinga.

El personaje más bello de The square, el menos esperado también, está relacionado con eso. Es un niño de unos diez años, Pojken, que podría ser de origen rumano y que, acusado del robo, viene incansablemente a pedir a Christian la reparación de esta injusticia. Interpelándolo con vehemencia, pero también de igual a igual, el niño exige que el adulto lave su honor. La idea es muy hermosa. Östlund ha filmado a menudo a niños y niñas, y a menudo ha contrastado su aterradora madurez con la risible inmadurez de sus mayores, especialmente en Play, pero es Pojken quien encarna con la mayor fuerza y sinceridad la extraña composición de violencia y esperanza social que hay en sus películas.

Pojken nunca cesa de querer dirigirse a Christian, y sus llamadas - asfixiadas, desgarradoras - resonarán mucho después de que abandone la escena. Hay que prestar atención. La verdad de The square, su verdadera sutileza podría ser vocal. Insultos gritados durante una conferencia y discursos al micrófono, gritos de ayuda e interpelaciones de todo tipo: los marcos, las líneas blancas, los límites también se cruzan con el sonido. Escuchen todo lo que suena, los rumores de la ciudad y del museo, el ruido de una instalación y los gruñidos del performer, los jingles de un videojuego... En última instancia es así como, gracias a sutiles modulaciones de direcciones y distancias, de finas inversiones de puntos de vista y de escucha de una escena a otra, que el público es invitado a entrar y salir del cuadrado de Östlund. _________________

Traducción: Clara Morales

Leer el texto en francés:

Existe una manera excelente de perderse esta película tan poco amable como emocionante —y, en última instancia, conseguida— como es The square(desde el 10 de noviembre en salas). Lo único que hay que hacer es mostrarse tan expeditivo como Ruben Östlund, su director. Uno se apresurará entonces a juzgar que la esencia de la Palma de Oro de Cannes en 2017 radica en la mirada satírica, si no destructiva, que formula el cineasta sueco nacido en abril de 1974 sobre la cobardía de la que el hombre blanco contemporáneo es a menudo culpable. Reconozcamos que tal actitud se basa en la experiencia: fue con una película en la que dominaban cimientos similares, por así decirlo, con la que hace algunos años Östlund se dio a conocer al público.

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