Para Carmen era impensable que su hija adolescente estuviera siendo víctima de violencia machista. "Lo que menos piensas es que le estén pegando, jamás lo habría podido imaginar", dice hoy en conversación con infoLibre. A la incredulidad le sigue la culpa, la pregunta constante: "Cómo no me he dado cuenta". Y a partir de ahí, todo un proceso de convivencia con la frustración y el miedo. Es el camino que transita el entorno de las víctimas de violencia de género, personas que como Carmen se dibujan, a veces sin ser del todo conscientes, como piezas clave para romper con una relación de maltrato.
Es sobre las madres, los hermanos y los vecinos sobre quienes ha puesto la mirada la nueva ministra de Igualdad, Ana Redondo. Entre las 42 víctimas mortales registradas este año que no habían denunciado previamente a sus maltratadores, un total de 22 sufrían una situación de violencia que era conocida por su entorno. Así lo desentrañaron la pasada semana la ministra junto a su homólogo de Interior, Fernando Grande-Marlaska. El mensaje es claro: si oyes los golpes, tiende la mano.
Pero no siempre es tan sencillo. El Ministerio de Igualdad ha decidido poner el acento en la denuncia como herramienta para salir de una relación violenta, pero sin proponer mecanismos de mejora y pese a todas las limitaciones existentes. Lo cierto es que el sistema no siempre demuestra ser lo suficientemente garantista para las mujeres, quienes a menudo no encuentran en las instituciones un espacio seguro que les dé protección. "Nuestro objetivo principal no va a ser siempre que una víctima denuncie", enfatiza Beatriz Durán, psicóloga especializada en violencia de género. Hay, explica, todo un recorrido desde la detección de la violencia hasta una eventual denuncia. Y ahí es clave el acompañamiento.
Buscar ayuda para ayudar
Lo sabe bien Carmen. Ella sí detectó anomalías en la relación que mantenía su hija con un chico algo más mayor. Mucho control, horas y horas pendiente del móvil, videollamadas constantes. La niña dejó de salir con sus amigas y alteró drásticamente sus hábitos: no quería ir al instituto y cambió su forma de vestir. Hoy Carmen identifica perfectamente las señales, pero entonces la sospecha ni siquiera era lo suficientemente sólida como para sugerir la existencia de violencia.
Fue otro familiar, la prima de la víctima, quien por primera vez observa con sus propios ojos las consecuencias de los golpes. Cuando la joven ve los moratones, enseguida da la voz de alerta a los adultos. "Me quería morir", confiesa Carmen. Las piezas comienzan entonces a encajar y los familiares son capaces de verbalizar la violencia. Tras hablar con su hija, los padres deciden llevarla al hospital, donde los médicos elaboran un parte de lesiones. Siguiente paso: la denuncia. Pero cuando llega el momento del juicio, la adolescente decide no declarar. "Quería estar con él", sentencia la madre. Un deseo producto de las promesas del agresor. "Que era la mujer de su vida, que le perdonara, que nunca más iba a pasar".
Es en ese momento cuando empieza el arduo trabajo para los familiares. "Te das cuenta de que si quieres ayudarla, tienes que buscar ayuda". Carmen decide iniciar un proceso de terapia psicológica, donde adquiere las habilidades necesarias para gestionar la situación. La clave tuvo que ver con un cambio de enfoque: en lugar de limitar la autonomía de la víctima para tratar de controlar la situación, la madre decide concederle la libertad necesaria para que ella misma encuentre la puerta de salida. Nada de prohibirle ver a su agresor, nada de castigarle sin salir. Aunque el miedo y la incertidumbre "te partan el alma". Fue un aprendizaje que desarrolló "poco a poco" y dándole "mucho apoyo", rememora la madre, quien aprendió a hacer de su casa un refugio para la joven, un espacio seguro capaz de cobijarla cuando ella decidiera romper.
El tiempo pasa y la relación entre madre e hija se fortalece. Pero es una tercera persona quien acelera la ruptura con la violencia: la expareja del agresor. Carmen consigue contactar con ella, tras conocer que también fue víctima del mismo maltratador. "Le dije: tú puedes ayudarme a salvar a mi hija. Ella no denunció por miedo, pero se ofreció a ayudarnos". Y entonces las dos jóvenes deciden hacer algo que cambiaría sus vidas: hablar. Primero, entre ellas. Después, a las autoridades. A partir de ahí, comienza un proceso largo y tedioso que pasó por varios juicios, multas simbólicas y órdenes de protección que no fueron capaces de frenar al agresor. Desde hace unos meses, el maltratador cumple pena de prisión y Carmen respira aliviada.
Tejer red
Beatriz Durán trabaja en el acompañamiento a familiares de víctimas y sabe bien las consecuencias de precipitar una denuncia. En un contexto de violencia de género no reconocida por la víctima, lo que ocurre si el entorno trata de verbalizar lo que está pasando de manera explícita, es que la mujer "acabará por contárselo al agresor" y este aislándola más. "No podemos ser paternalistas", introduce la psicóloga.
El terreno, afirma la experta, debe ser trabajado a partir de "la empatía y el cuidado", el único abono capaz de dar frutos. "El entorno tiene que denunciar cuando la vida de la víctima está en riesgo, pero si no está inminentemente en peligro, debemos acompañar a la víctima" con un objetivo en el horizonte: poner espacio con el agresor. Romper con la dependencia y el aislamiento. No es sencillo. Para hacerlo, el entorno debe aprender a convivir con la culpa, el miedo y la frustración. "Sienten culpa porque muchas veces" tienen la percepción de que no supieron "explicarle a la víctima lo que era la violencia" para que esta pudiera identificarla.
En ese contexto, una de las herramientas más efectivas tiene que ver con tejer redes. Extrapolar al plano de lo colectivo aquello que hicieron la hija de Carmen y la expareja de su agresor: hablar. Que las víctimas y los familiares hablen, narren sus experiencias, se tiendan la mano. "Participar en grupos de ayuda sirve para que se sientan comprendidas y para entender los mensajes de mujeres que ya han detectado la violencia y que explican cómo les habría gustado que les ayudasen", relata la psicóloga.
Un problema cultural
Los datos dan cuenta de que la denuncia no es la opción mayoritariamente escogida por el entorno. La estadística del Consejo General del Poder General (CGPJ) desgrana las denuncias registradas en función de quién las presenta. Según los datos más recientes, publicados este viernes y correspondientes al tercer trimestre de 2023, sólo el 0,2% de las denuncias fueron presentadas por familiares, el 1,64% a raíz de un atestado policial con denuncia de familiares y un 2,59% por terceros en general. En esta última tipología se incluyen servicios asistenciales –médicos, partes de lesiones, recursos específicos de atención a víctimas…–, amigos, vecinos o compañeros de trabajo, entre otros. En total, el entorno interpone un 4,2% del total de las denuncias contabilizadas.
Los porcentajes han ido experimentando aumentos sutiles pero progresivos a lo largo de los años. Si en 2007 la suma de estas tres tipologías suponía el 1,6% del total, en 2010 escaló al 2,5%, en 2016 al 4,1% y en 2020 se instala en el 5,6%.
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Natividad Hernández-Claverie, psicóloga en la Comisión para la Investigación de Malos Tratos a Mujeres, cree que todavía pesa el estigma. "Hasta ahora había que ocultarlo" porque la violencia era leída como un asunto privado. Y la familia participaba "en ese juego porque es lo que la sociedad pedía". De alguna manera, agrega en entrevista con este diario, "eso se ha mantenido cultural, histórica y socialmente".
Para la psicóloga, el compromiso debe ser global. "La violencia no es algo privado. Si el vecino escucha los golpes, tiene que dejar de pensar que no es cosa suya", asiente. Estamos, a su juicio, ante un problema "cultural y sociológico".
Carmen no vio nunca los cardenales que su hija ocultaba bajo capas de maquillaje. Pero aprendió a leer las señales, cogió la mano de su hija y esperó a que estuviera lista. "He pasado muchas noches en el sofá llorando", reconoce hoy, "pero al final se consigue". Y eso, incide, también es importante contarlo.
Para Carmen era impensable que su hija adolescente estuviera siendo víctima de violencia machista. "Lo que menos piensas es que le estén pegando, jamás lo habría podido imaginar", dice hoy en conversación con infoLibre. A la incredulidad le sigue la culpa, la pregunta constante: "Cómo no me he dado cuenta". Y a partir de ahí, todo un proceso de convivencia con la frustración y el miedo. Es el camino que transita el entorno de las víctimas de violencia de género, personas que como Carmen se dibujan, a veces sin ser del todo conscientes, como piezas clave para romper con una relación de maltrato.