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Un golpe de efecto que supone la guinda a 23 años de faroles y, de materializarse, una revolución para el fútbol profesional europeo. Al anunciar, con las campanadas de medianoche, en la noche del domingo al lunes, la creación de una Superliga privada independiente de instituciones deportivas, 12 de los clubes más prestigiosos del continente han provocado un terremoto cuyas consecuencias son, por el momento, incalculables, pero que parece haberles sacudido a ellos antes.
Así las cosas, la histórica Liga de Campeones podría coexistir a partir del verano de 2022 con esta Superliga compuesta por 15 “clubes fundadores”, miembros permanentes. Se conoce el nombre de 12 de ellos, seis clubes ingleses (Liverpool, Manchester United, Manchester City, Chelsea, Tottenham y Arsenal), tres españoles (Real Madrid, FC Barcelona y Atlético de Madrid) y tres italianos (Juventus, AC Milan e Inter Milan). El Bayern de Múnich y el París Saint-Germain han renunciado, a día de hoy, a participar, mientras que el Borussia Dortmund podría ser el 15º en cuestión.
Cada temporada se invitará a otros cinco equipos para completar el plantel, en condiciones que aún no están claras, y participar en una competición en dos fases.
Esta Superliga, que financiará el banco JP Morgan con 3.500 millones de euros, según diversas fuentes, garantizará a sus participantes unos ingresos sensiblemente superiores a los de la Liga de Campeones, con un pastel mucho más grande para repartir en muchas menos porciones. Un pastel garantizado año tras año.
Traiciones, rechazos y la “pirámide que se hunde”
Desde que se dio a conocer el primer proyecto en 1998, la creación de una liga privada reaparece periódicamente. Promovida por los clubes más ricos (Football Leaks desveló la iniciativa), ha sido un medio eficaz de presión, según un escenario bien establecido: ante la amenaza, el gobierno europeo del fútbol, la UEFA, cede a las exigencias de los clubes y les concede ajustes en su competición de primera categoría, la Liga de Campeones.
Ese era el plan preparado para el lunes, cuando se anunció un nuevo formato muy enrevesado para la Copa de Europa, prevista para 2024. Pero esta vez, la aristocracia de los clubes no se dio por satisfecha. El viernes, no obstante, sus representantes aún respaldaban la reforma. El sábado, Andrea Agnelli, presidente de la Juventus y de la Asociación Europea de Clubes (ECA), juró ante el presidente de la UEFA, Aleksander Čeferin, que los rumores eran falsos. Pero el lunes de buena mañana se descubrió que era vicepresidente de la empresa encargada de gestionar la Superliga y que dejaba la ECA.
Aleksander Čeferin, que también es padrino de la hija de Andrea Agnelli, dijo de éste que “nunca había conocido a nadie capaz de mentir tan constantemente”. La sinceridad de Florentino Pérez, presidente del Real Madrid y de la nueva empresa, es igualmente cuestionable cuando asegura en declaraciones a France-Football que “no es una liga para ricos, es una liga para salvar el fútbol”, o cuando hace suya la teoría del goteo para hablar de “una pirámide que se hunde para todos”.
Señal de que los superligados no se sienten muy cómodos con su criatura, el anuncio se hizo de la manera menos vistosa posible con un comunicado de prensa difundido en plena noche por los 12 clubes, sin más ceremonia que el lanzamiento de una web minimalista y sin ninguna intervención pública. En el transcurso de la jornada, en Inglaterra, los lejanos accionistas de los clubes implicados dejaron a sus entrenadores que se encargaran de las preguntas embarazosas.
De todas partes llegó una ola masiva de reacciones negativas; recogían tanto la ira como la desaprobación de los aficionados, de los periodistas y de los jugadores, pero también de las autoridades. Nadie defendió el proyecto, salvo las encuestas, que los secesionistas utilizaron para afirmar su fe en su modelo de negocio, no sin antes señalar que también habían preparado el terreno legal.
Salpicado de las airadas declaraciones de antiguos jugadores (Roy Keane y Gary Neville emplazaron a los clubes a “avergonzarse” de su “avaricia”), este épico lunes vio cómo la UEFA mantenía su reforma y prometía sanciones para los renegados: “A los clubes concernidos se les prohibirá participar en cualquier otra competición nacional, europea o mundial y a sus jugadores se les podrá negar la oportunidad de representar a su selección nacional”.
La organización ha recibido el apoyo de las federaciones y gobiernos –sobre todo el británico y el francés [también del español]– que se han pronunciado.
Aunque no vieran venir el alcance del rechazo, los promotores de la Superliga sabían claramente a qué se enfrentaban. Aunque para mal, la Superliga está comprometida y la explosión que ha provocado da idea de lo que hay en juego. Es importante recordar que este proyecto viene de muy atrás.
La Liga de Campeones, conspiración por la desigualdad
La paradoja es que, por un lado, el estupor es grande porque el cisma no se había consumado antes; por otro, este último es la etapa final, perfectamente lógica y previsible, de un proceso que comenzó hace unos 30 años; es menos una revolución que la culminación de una revolución, la revolución liberal en el fútbol, un modelo del tipo que habría merecido más atención dado que este deporte ha servido de laboratorio ideológico y de campo de pruebas.
El combustible de esta revolución ha sido el espectacular crecimiento de los derechos de retransmisión, que enriqueció lo que se estaba convirtiendo, en los años 90, en la industria del fútbol. La historia de la Liga de Campeones es una perfecta ilustración del apilamiento de mecanismos de asignación de recursos desiguales, con el objetivo de maximizar los beneficios de una pequeña élite mientras se minimizan los riesgos deportivos.
Desde su creación en 1992, adoptó una primera fase de grupos que aumentaba el número de partidos (y, por tanto, los ingresos por derechos de televisión y venta de entradas) y limitaba los riesgos de eliminación prematura para los clubes “grandes”. En primavera, la llamada “fase eliminatoria”, que devuelve la emoción de las eliminatorias definitivas, está casi siempre llena.
En 1997, la fase eliminatoria ya no se limitó a los campeones nacionales, sino que empezó a otorgar tres o cuatro plazas a los clubes mejor clasificados de las ligas principales. Ya no es necesario ser campeón para competir y ganar la Liga de Campeones.
Reforzados por un sistema de cabezas de serie, estos cambios ya han creado un círculo muy “virtuoso” para los equipos mejor financiados, ingleses, italianos, españoles y alemanes, todos ellos. Sin embargo, reclaman una clave de distribución de ingresos más ventajosa.
Así, la UEFA incluyó en su cálculo una partida denominada market pool,market pool indexada en función del importe de los derechos de televisión pagados por cada país. Por ello, los clubes de los países en los que los organismos de radiodifusión realizan las mayores inversiones reciben sumas más elevadas, independientemente de sus resultados en la competición. Una prima efectiva para el poder económico, en detrimento del mérito deportivo. La competencia se reserva a un círculo cada vez más cerrado.
También hay perdedores. El insuficiente tamaño de sus mercados de consumo ha relegado a los clubes de grandes naciones futbolísticas como los Países Bajos, Bélgica, Escocia y Portugal, que en su día estuvieron en la cima de Europa, a la marginalidad.
El Ajax de Ámsterdam, cuatro veces campeón, alcanzó en 2019 las semifinales por primera vez en 22 años. Se alabó su trayectoria, pero el equipo se vio despojado de sus mejores jugadores y no pasó de la fase de grupos en las dos temporadas siguientes.
El enriquecimiento de los más ricos
Al beneficiarse de la correlación cada vez más directa entre poderío económico y resultados deportivos, los clubes ricos no han parado de enriquecerse. Un fenómeno documentado por la propia UEFA: “Los ingresos de los 12 principales clubes europeos han crecido 1.580 millones de euros en seis años [de 2010 a 2016], más del doble del aumento de los ingresos de los demás clubes europeos”. [...] La mitad de los ingresos por venta de entradas en las divisiones superiores de Europa son generados por 20 clubes”.
El economista Bastien Drut señala que “el fuerte aumento de los contratos de patrocinio sólo afecta a los grandes clubes europeos”. Estas desigualdades estructurales no están en duda para nadie. El año pasado, la consultora Deloitte se mostró alarmada por una “polarización [de los ingresos] más evidente que nunca, exacerbada en las competiciones nacionales e internacionales tanto por los mecanismos de redistribución financiera como por los formatos de calificación de las competiciones”.
“La situación actual juega a favor de los clubes más ricos, que cada día extienden más su dominio deportivo, económico e incluso político”, señalaba el Centro Internacional de Estudios del Deporte en diciembre de 2018. Ese mismo año, el propio Aleksander Čeferin tuvo que “admitir que la polarización de los ingresos entre los clubes punteros y el resto está aumentando”.
En un cuarto de siglo, se ha formado una poderosa oligarquía de clubes mediante acuerdos artificiales que se refuerzan mutuamente, de los que la Liga de Campeones es uno de los más eficaces. También se ha convertido en un grupo de presión política, obteniendo siempre satisfacción sin saciar nunca su codicia ni su deseo de hegemonía. “Una casta de unos 15 clubes domina el fútbol europeo en términos económicos y deportivos. Y este dominio se ha exacerbado desde 2010”, señala Bastien Drut.
Así pues, la Superliga no es más que la última etapa de una empresa a largo plazo: la secesión progresiva de una élite cuyo objetivo es circunscribir la gloriosa incertidumbre del deporte. Dado que ésta es necesariamente contradictoria con el deseo de garantizar la rentabilidad de la inversión, la lógica económica debía prevalecer sobre la deportiva.
Sobre todo porque para los multimillonarios, los fondos de inversión y los fondos soberanos que poseen esos clubes, la rentabilidad económica o los beneficios de imagen son necesarios al mismo tiempo que los resultados en el campo.
La pregunta sigue siendo, ¿cómo se ha podido llevar a cabo una revolución tan radical sin ninguna resistencia, aparte de la virulenta pero marginal resistencia de los aficionados “ultras” que se oponen al “negocio del fútbol”? ¿Cómo explicar la oposición unánime al proyecto de la Superliga después de tres décadas de apatía general, sino señalando la pasividad de todas las partes?
Los gobiernos del fútbol –la UEFA y la FIFA, las federaciones nacionales y las ligas– han renunciado a gobernar, cediendo al poder de los clubes y encontrando que les interesa aumentar sus propios ingresos, renunciando a restaurar un mínimo de equidad deportiva a través de mecanismos de regulación.
La Comisión Europea se ha limitado a su doctrina liberal, negándose a concretar la “especificidad” de las actividades deportivas, que se anexa a los tratados constitucionales.
Las autoridades públicas nacionales han perdido el interés en el tema. Los medios de comunicación especializados, que han encontrado su beneficio en el desarrollo de este espectáculo futbolístico, han permanecido como espectadores de unas transformaciones que, por falta de consistencia crítica y política, no han expuesto ni analizado, y menos aún rechazado.
Es extraordinario que esta conversión liberal, que ha provocado grandes trastornos y ha preparado el camino para el actual terremoto, nunca haya sido debatida.
La estrategia de choque y el “fan chino”
La crisis provocada por la pandemia probablemente ha precipitado la aplicación de esta estrategia de choque. Por un lado, para aprovechar las circunstancias excepcionales y pasar a la acción y, por otro, porque la crisis ha afectado especialmente a algunas de estas grandes empresas agravando sus deudas y déficit, como el FC Barcelona, que está pagando el precio de su errática gestión.
Aunque suma una cuarentena de títulos de la Liga de Campeones, la banda de los 12 se enfrenta a una prueba de legitimidad. El Tottenham y el Arsenal nunca la han ganado y esta temporada están a un paso de los puestos de clasificación en sus respectivas ligas.
A la inversa, parece intolerable que equipos como el Liverpool y el Real Madrid, que encarnan la grandeza de la Liga de Campeones y le deben algo de la suya, se vean arrastrados a un proyecto destinado a torpedearla.
Queda por ver cuáles son las posibilidades de éxito de esta Superliga, cuyo camino parecía estar trazado antes de que se abriera este fin de semana y que, de repente, parecía más estrecho. La espectacular unanimidad que ha desatado en su contra, la avalancha de titulares hostiles en la prensa del martes y las amenazas de sanciones sugieren que la batalla será brutal.
Muchos observadores dudan de su capacidad para atraer a un público suficiente, sobre todo después de haber alienado a sus sectores más fervientes. Esto probablemente ignora el hecho de que estos clubes ya no atienden principalmente a sus aficionados.
“El hincha chino vale ahora más que el hincha que está a 200 metros del estadio”, lamentaba el economista deportivo Christophe Lepetit en Twitter el domingo por la noche. La Superliga está pensada para un público mundial, joven, formado para ello, demandante de confrontaciones entre superclubes y superjugadores, dispuesto a consumir este formidable entretenimiento.
Florentino Pérez argumenta que ya hay demanda de este fútbol americanizado de acuerdo con el modelo de ligas cerradas como la NBA en el baloncesto, con más “grandes partidos entre grandes equipos”, organizados bajo la égida de organizadores libres de la tutela de las autoridades y que pueden ser deslocalizados a voluntad.
El sondeo que enarbola Pérez sugiere que el 66% de aficionados está a favor. Habla de “hacer más atractivo” un deporte que tiene siglo y medio de historia y ha conquistado el planeta, propone acortar los partidos o evoca el fin del fútbol de selecciones...
Sea cual sea el resultado de estas veleidades de ruptura, la Superliga sólo será una continuación de la Liga de Campeones, que siempre ha estado más cerca de este modelo cerrado y que ya vende un gran espectáculo de Hollywood. La hipótesis de las negociaciones y de un compromiso entre los 12 y la UEFA sigue siendo muy plausible. A medida que los disidentes vean la resistencia y sean más conscientes de los riesgos, es posible que pronto se den cuenta de que pueden posponer su proyecto mientras obtienen nuevos privilegios.
Tal vez se feliciten por haber afianzado un poco más su idea en la mente de la gente para mejorar su aceptabilidad en el siguiente intento. O tal vez sufran por haber exhibido tanto cinismo y tengan dificultades para invocar los nobles valores que atribuyen a sus clubes: el apego a la “comunidad”, a la solidaridad, a su historia.
El paso dado ha suscitado un debate que aún no se había producido y que todo el mundo ha hecho suyo. Incluso parece haber despertado a las autoridades públicas. El milagro de la Superliga: la metamorfosis oligárquica del fútbol europeo se convierte por fin en una cuestión política.
Ver másEl Atlético de Madrid también abandona la Superliga
Traducción: Mariola Moreno
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