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La Fontainte, fabulista de la pretenciosidad de los humanos y de la ceguera de los poderosos, nacido precisamente hace cuatro siglos, el 8 de julio, se inspiró en las fábulas de Esopo el Frigio. Una de ellas, conocida como Pedro y el lobo o El pastor mentiroso, es el origen de la expresión “que viene el lobo, que viene el lobo”, para señalar una amenaza infundada. O, quizás, anunciarla demasiado pronto, con ese exceso que motiva la visión de lo que está por ocurrir. Esta es la situación actual de Mediapart (socio editorial de infoLibre), espectador de una catástrofe sobre cuyo advenimiento nuestro periódico no ha dejado de alertar.
“La catástrofe no está al caer, ya está aquí”, escribíamos a principios de 2017, unos meses antes de las últimas elecciones presidenciales, alertando de una “carrera hacia el abismo, hacia el abismo de los miedos y los odios, la mentira y la violencia, del retroceso de las libertades, del rechazo de las igualdades y del desenfreno de las identidades”. En lo sucesivo, añadamos, “todo es posible, incluso lo impensable”. Demasiado pronto para ser escuchada en ese momento, la profecía no fue menos acertada. Y aquí estamos: la extrema derecha ahora dicta su agenda en la política francesa con la cínica complicidad del Ejecutivo, la delirante complacencia de los medios de comunicación y la cobardía oportunista de una parte de la izquierda.
Al contrario de lo que declaró Emmanuel Macron tras ser abofeteado el martes 8 de junio en Tain-L'Hermitage, en la Drôme [sureste de Francia], por un hombre, al tiempo que lanzaba el grito de guerra monárquico “¡Montjoie Saint-Denis!”, el gesto no es un “incidente” que deba ser “relativizado” porque “todo va bien”. No, todo va mal, y esta relativización presidencial sólo agrava esta catástrofe. Dirigida contra el hombre que, como sucede en un régimen presidencialista, representa a la República, esta violencia es un bumerán: golpea al Gobierno, que la ha ignorado, subestimado, tolerado e incluso alentado, al demonizar a sus rivales de izquierdas, mientras legitima las obsesiones ideológicas de la extrema derecha.
En vísperas de la bofetada, el domingo 6 de junio, un militante monárquico, conocido por su virulencia contra cualquier símbolo de igualdad y emancipación, publicó un vídeo en el que se escenificaba la ejecución de un “izquierdista”, ya fuera un votante de Francia Insumisa, un suscriptor de Mediapart o un lector de Libération. Salvo raras o tardías excepciones, esta incitación fascista a la acción violenta, que se hace eco de verdaderas amenazas terroristas de la ultraderecha, no suscitó indignación alguna, y menos aún acción, por parte de los poderes públicos ni de los grandes medios de comunicación, más ocupados por echarse encima de los comentarios ciertamente inoportunos de Jean-Luc Mélenchon.
Al igual que la intrusión del 25 de marzo en Toulouse en la asamblea regional de los militantes de Acción Francesa, que pretendía denunciar a “los traidores islamoizquierdistas de Francia”, se vio rápidamente eclipsada por la polémica sobre las reuniones no mixtas de la Unef, sumándose a la polémica, con la colaboración paradójica y precipitada del objetivo de los intrusos, la presidenta socialista de la región de Occitanie, Carole Delga.
Frente a esta liberación de la expresión y las acciones de una extrema derecha racista, xenófoba, sexista, homófoba, antisemita, islamófoba y negrofóbica, no se conforman con mirar para otro lado, sino que les tienden la mano. La víspera de la bofetada en Tain-L'Hermitage, el lunes 7 de junio, la Asamblea Nacional inició el debate en comisión, en segunda lectura, del proyecto de ley sobre el respeto de los principios republicanos, tras el fracaso de la conciliación con el Senado. Cualesquiera que sean las precauciones lingüísticas, este texto legitima las viejas obsesiones de los enemigos de la verdadera República, la de la igualdad de derechos sin distinción de origen, creencia o religión, género o apariencia, mediante el uso de esta simple palabra: “Separatismo”.
Un concepto de guerra civil, que la legitima, la instala y la precipita; por tanto, en el seno de nuestro pueblo, se encontrarían Francia y los que se separan de ella. No opositores ni contestatarios, sino separatistas. Dicho de otro modo, franceses y francesas que, potencialmente, dejarían de serlo por sus compromisos, su comportamiento y sus convicciones. Heredera del anticomunismo de la Guerra Fría y del imperialismo de las guerras coloniales, esta denuncia del “separatismo” abre la puerta del debate público a la obsesión constante de la extrema derecha: la anti-Francia.
Monárquico y feroz opositor de la República, el fundador de Acción Francesa, Charles Maurras, teorizó sobre ella designando los “cuatro estados confederados” que serían “protestantes, judíos, masones y metecos” para su reivindicación. Esta búsqueda de la pureza identitaria, habitada por una fobia al encuentro y a la mezcla, era una llamada explícita a la exclusión de la alteridad, de las diferencias y de la disidencia, de la que el antisemitismo es una pasión movilizadora recurrente.
Un antisemitismo que, como es lógico, volvemos a encontrar hoy, como el retorno del rechazo, en la pluma del actual ministro del Interior, que inscribe su acción, respecto al islam y a los musulmanes, en la estela de la de Napoleón, que trató de “arreglar las dificultades relativas a la presencia de miles de judíos en Francia” y de “remediar el mal al que se entregan muchos de ellos en perjuicio de nuestros súbditos”.
El núcleo de las ideologías de extrema derecha es el rechazo del principio de igualdad natural y la promoción, bajo el disfraz de la identidad, de nación o de pueblo, de desigualdades, jerarquías y dominaciones. Ahora bien, a esta desastrosa pedagogía contribuye la ofensiva identitaria dirigida por el Gobierno, que blande las palabras “República” y “laicidad” habiéndolas vaciado de su alcance emancipador, de su exigencia social y de su vitalidad democrática.
Mientras Gérald Darmanin invita a los diputados a legislar contra el “yihadismo de ambiente” (sic) en la Asamblea Nacional, con la única obsesión de señalar a una religión, el islam, y a una comunidad, los musulmanes, como factor de división y de problemas, el ambiente del debate público se llena de las cantinelas de exclusión, intolerancia y virulencia propios del fascismo. Desde los medios de comunicación hasta la universidad, con la anuencia de las autoridades y el aliento de intelectuales descarriados, está en marcha la caza de brujas “islamoizquierdista”, una máquina de excluir, descalificar y demonizar, que recicla las viejas cantinelas fascistas que denuncian a los “judeobolcheviques”.
Este clima nocivo, mantenido voluntariamente por una Presidencia que le hace el juego a la extrema derecha con la cínica esperanza de convertirla en su trampolín electoral, sólo puede liberar violencia. Porque es una llamada incesante a rechazar cuerpos, ideas o movimientos supuestamente ajenos. En cuanto se permite, esta búsqueda de chivos expiatorios, de la que los musulmanes son hoy el emblema privilegiado, se vuelve infinita, golpeando a los migrantes, a los negros, a las mujeres, a los homosexuales, a los nómadas y, como siempre, a los judíos. En definitiva, todo aquello que forma parte de la diversidad, de la pluralidad y de la alteridad, que perturba una visión unívoca, inmóvil y uniforme de un país, una nación o un pueblo.
“La extrema derecha no existe. Está Francia y están los enemigos de Francia”, declaró recientemente el principal portavoz mediático de estas fatídicas pasiones, Éric Zemmour, que desde entonces ha confesado su simpatía por el youtuber fascista que escenificó la ejecución de los izquierdistas. Que Zemmour haya sido el promotor de una ideología potencialmente criminal, “la gran sustitución”, un llamamiento a rechazar a una parte de nuestro pueblo demonizado como invasor y ocupante, no ha perjudicado lo más mínimo a su carrera mediática, sino todo lo contrario, no más que su violencia hacia las mujeres a las que además calificó de seres inferiores.
Resumiendo el abismo político al que nos arrastran los aprendices de brujo que nos gobiernan, esta afirmación del 4 de junio en CNews acompañaba una conversación sobre el feminismo con una figura emblemática del desgobierno actual, Raphaël Enthoven. Tres días después, el 7 de junio, este supuesto filósofo que dice ser de izquierdas recicló el “antes Hitler que el Frente Popular” de la derecha francesa del periodo de entreguerras, que acompañó la perdición tricolor en la colaboración con el nazismo: “Antes Trump que Chávez”, resumió en Twitter para justificar su actual opción de votar a Marine Le Pen si se oponía a Jean-Luc Mélenchon.
Por mediocre e irrisoria que sea, esta espuma mediática contiene, sin embargo, los residuos de una época cada vez más rancia, vulgar y baja, violenta y grosera. Somos espectadores de un colapso nacional y de una perdición moral. Pero nuestra profesión, el periodismo, es también uno de los actores de esta catástrofe, ya que está orquestada por los medios de comunicación, que distraen de lo esencial, ahogan la información y promueven el odio, desviando nuestra mirada de las realidades sociales que vive la mayoría de la gente.
El juicio a los acosadores online de la joven Mila está haciendo más ruido que el de Bygmalion, donde se ilumina el lado oscuro de nuestra vida política con el telón de fondo del dinero loco y del fraude electoral. Cualquier polémica que abrace los tiempos islamófobos o de seguridad tendrá más eco que las últimas revelaciones de Mediapart sobre el inmenso escándalo de la financiación de Libia, donde se pone de manifiesto la manipulación de los medios de comunicación por parte de un semimundo comunicado de semisoldados mercenarios.
Ante esta catástrofe, gustaría tranquilizarse dando un paso atrás gracias a una oposición decidida, que comprende la gravedad del momento y que hace frente común en torno a los principios democráticos que la unen en su diversidad partidista. Desgraciadamente, la propia izquierda está muy perdida, ahondando en las divisiones como heridas irreparables y sin tener referentes hasta el punto de dar la mano a los peores.
Haciendo caso omiso de sus responsabilidades ante los electores que depositaron su confianza en ellos, muchos de sus actores están convirtiendo la declaración de Manuel Valls sobre las “izquierdas irreconciliables” en una profecía autocumplida, una fórmula que es una invitación a la autodestrucción de la izquierda. La fatídica historia de esta depresión francesa recordará que los partidos socialista y comunista, emblemáticos del Frente Popular de 1936, cuya dinámica nació de una oleada frente a los facciosos del 6 de febrero de 1934, optaron por solidarizarse, con la presencia de sus dirigentes, con una manifestación de policías que exigían controlar la Justicia, que es la definición misma de un estado policial.
Hace casi veinte años, en 2004, analizando la onda expansiva de los atentados del 11 de septiembre que pretendían precipitar nuestro siglo en una nueva guerra de civilizaciones, el historiador estadounidense Robert O. Paxton se preguntaba por el impacto de estos ataques en el mundo. Paxton se preguntó sobre el futuro del fascismo. “No hay un hábito particular para este monje”, respondía, subrayando cómo la búsqueda de un enemigo interno era el resorte principal de lo que él llamaba un “"ciclo fascista”. Y concluía: “Se puede definir el fascismo como una forma de comportamiento político marcada por una preocupación obsesiva por la decadencia de la sociedad, por su humillación y victimización, por los cultos compensatorios de unidad, energía y pureza”.
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Traducción: Mariola Moreno
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