En una entrevista concedida al diario Les Échos el 16 de octubre, el presidente Macron hizo un movimiento que no es habitual en él: advirtió indirectamente al Banco Central Europeo (BCE) contra cualquier deseo de contener la demanda. "Me preocupa ver que muchos expertos y algunos actores de la política monetaria europea nos explican que debemos romper la demanda europea para contener mejor la inflación", explicó. Once días después, el BCE subió los tipos en 0,75 puntos porcentuales y su presidenta, Christine Lagarde, asumió su deseo de reducir el apoyo a la demanda.
Ese intercambio de opiniones puede resumir el conflicto surgido en el seno del capitalismo occidental entre unos Estados que parecen seguir apegados al "cueste lo que cueste" y unos bancos centrales preocupados por restablecer los grandes equilibrios. Una batalla que sobre todo refleja el impasse de la situación actual.
En casi toda Europa, los gobiernos intentan compensar a las empresas por los efectos de la inflación, ya sea de forma indirecta, sobre todo a través de los diversos "escudos arancelarios", que son todas formas de reducir las demandas salariales, o directamente, a través de subvenciones y compensaciones.
En cualquier caso, el objetivo es claro. Aunque, a efectos de comunicación y del relato político, estas medidas cuentan como apoyo a los ciudadanos, el objetivo es, en efecto, preservar las posiciones del capital y apoyar a las empresas. La crisis inflacionaria apenas permite, por lo demás, las piruetas retóricas de la crisis sanitaria, cuando se podía pretender salvaguardar los puestos de trabajo pagando los salarios y compensando las pérdidas de facturación.
Esta vez, con la inflación se plantea directamente la cuestión de la redistribución. Desde este punto de vista, Francia es, como en otras ocasiones, un ejemplo. Los ataques del gobierno al movimiento social en octubre, con el pretexto de que un blindaje energético había reducido la inflación, y la tajante negativa de Emmanuel Macron a indexar los salarios, con el pretexto habitual pero fantasma (admitido por el propio FMI) de una espiral precio-salario, muestran que la prioridad no es preservar el nivel de vida de los trabajadores.
La prioridad es preservar los márgenes y la "competitividad" a través de la moderación salarial. Así lo reconoció muy claramente Emmanuel Macron durante su discurso televisado del 12 de octubre de 2022.
En este contexto, la política que se persigue es claramente de apoyo al capital. El 27 de octubre, el Gobierno francés añadió otros 7.000 millones de euros de ayuda a las empresas. Mientras que las ayudas derivadas de la crisis del Covid (como el paro parcial de larga duración, las distintas ayudas o los dos planes de reactivación) siguen activadas, el gobierno sigue garantizando los préstamos contraídos durante la crisis sanitaria, que las rebajas fiscales para las empresas fueron masivas durante los primeros cinco años de su presidencia (al menos 50.000 millones de euros al año) y continúan con el fin del CVAE (contribución sobre el valor añadido de empresas) y, por último, que, según el último estudio del Ires (leer aquí), el sector privado se beneficia de un flujo anual de 160.000 millones de euros al año, como mínimo.
“Es como si los gobiernos se negaran ahora a aceptar la existencia de un ciclo económico y la posibilidad de quiebras.”
En resumen, el capital está mimado en Francia, pero no sólo ahí. En Alemania, el gobierno de Scholz ha anunciado un plan de 200.000 millones de euros para apoyar la economía, un plan tan centrado en las empresas que algunos, empezando por el ex primer ministro italiano Mario Draghi, vieron el riesgo de una "distorsión de la competencia" dentro de la zona euro.
En realidad, es como si los gobiernos se negaran ahora a aceptar la existencia de un ciclo económico y la posibilidad de quiebras. Hay que decir que, desde su punto de vista, el resultado del Covid no ha sido el esperado. Gracias a las subvenciones y al apoyo a empresas en gran parte no rentables, el empleo ha aumentado en una medida que no se veía desde hace varias décadas.
Por tanto, es lógico que los gobiernos hayan creído encontrar una martingala infalible en un momento en que el crecimiento se debilita estructuralmente. Regando a las empresas con dinero público, es posible reducir el desempleo con una tasa de crecimiento un 2% menor que antes de la crisis.
Lógicamente, nadie quiere reducir el volumen de transferencias al sector privado. Es sobre todo comprensible porque la situación económica subyacente no es muy alentadora. Mejor aún, algunos pueden incluso imaginar que, gracias a este apoyo masivo, la máquina arrancará de nuevo. En una entrevista concedida al diario suizo Neue Zürcher Zeitung, el estratega e historiador de mercados Russell Napier afirmó que el precedente del Covid, combinado con el carácter casi constante de las crisis y el altísimo nivel de endeudamiento de los agentes económicos, creó la necesidad de un "intervencionismo".
"Ya no podemos asumir recesiones normales y necesarias sin temor a un colapso sistémico", dice Russell Napier. Esto significa que los gobiernos tendrán que reducir el riesgo de tales recesiones en la medida de lo posible a través de un apoyo continuo, incluyendo préstamos garantizados y compensaciones, pero también, —aunque Russell Napier no lo aclara— subsidios y "reformas estructurales". Para mantener la rentabilidad de las empresas, el papel del Estado no es sólo financiarlas, sino también garantizar que la mano de obra sea barata y disciplinada.
Eso explica la excéntrica configuración actual: por un lado, un Estado que multiplica los "escudos" contra la subida de los precios, mientras mantiene —y a veces profundiza— la débil situación del mundo del trabajo, lo que conduce a importantes descensos de los salarios reales. En otras palabras: ese intervencionismo se centra en el capital. Es claramente un régimen nacido del neoliberalismo y su profundización por necesidad.
La posición de los bancos centrales: vuelta al equilibrio
Pero esta opción no es aceptable para una parte del mundo capitalista. Curiosamente, este "socialismo de la oferta" no provoca la ira de los economistas neo-schumpeterianos que se supone que defienden la "destrucción creativa", ni siquiera la de los empresarios que defienden casi el mérito de los inversores y accionistas.
La reacción procede más bien de un sector que ha organizado el primer acto de este apoyo al sector privado, los bancos centrales, apoyados globalmente por una parte del sector financiero, que no puede soportar el coste de una inflación elevada. Ese sector es el que tiene la deuda y corre el riesgo de ver cómo se debilita su valor real, pero también de ver un aumento de las reestructuraciones de la deuda de empresas "zombi" (las que se mantienen artificialmente en el negocio gracias a las ayudas públicas).
Cuando los niveles de inflación eran bajos, los bancos centrales no tenían ninguna dificultad en proporcionar apoyo directo o indirecto a los mercados financieros, lo que se conoce como “flexibilización cuantitativa” (QE, quantitative easing). Pero una vez que ha vuelto la inflación, estos mismos bancos centrales han retomado su antigua lógica, la del monetarismo. Su análisis es que, dado que la inflación es, como dijo Milton Friedman, un fenómeno "siempre monetario", debe ser revisado el período de QE para restablecer un equilibrio "saludable".
Detrás de esta lógica, hay un fundamento teórico que es el de la teoría neoclásica: siendo el dinero sólo un "velo" sobre la actividad, su abundancia sólo crea inflación e impide el reajuste de la oferta y la demanda. Para volver a un mercado funcional, hay que purgar la economía de este exceso de dinero y, una vez alcanzado el equilibrio, el sistema productivo puede volver a un crecimiento "estable".
Las palabras del presidente de la Reserva Federal de Estados Unidos, Jerome Powell, para justificar su actuación, muestran un apego muy estrecho a esta lógica. En un discurso pronunciado en el seminario de Jackson Hole, en Wyoming, el 26 de agosto, Powell explicó la tarea de su institución de la siguiente manera: "Está claro que hay que trabajar para moderar la demanda de manera que se ajuste mejor a la oferta, y estamos comprometidos a hacerlo.”
Y citó a su predecesor Paul Volcker, muy conocido por haber subido los tipos a finales de los años 70, hasta el 20%, para contener la demanda y la inflación. En esa lógica, los bancos centrales se oponen directamente a los Estados al defender la idea de una recesión necesaria para restablecer los supuestos equilibrios fundamentales de la economía. Surge entonces otra paradoja del momento: bancos centrales en abierta oposición a los gobiernos.
Esta oposición se refleja en el propio capital. Se puede resumir de forma esquemática entre los que favorecen el rendimiento y son sensibles a la evolución real (y por tanto a la inflación) y los que favorecen el flujo y que serán más sensibles a la evolución nominal (y que por tanto pueden vivir con la inflación). Los ahorradores que están por la estabilidad monetaria se opondrán entonces a las empresas que se benefician de las ayudas públicas.
Pero estas divisiones son más complejas y se encuentran incluso dentro del sistema financiero. Como señalaba recientemente el economista Benjamin Braun, los gestores de activos se ven afectados negativamente por la subida de los tipos de interés, que reduce directamente sus rendimientos, mientras que los bancos se benefician al aumentar sus márgenes en la distribución de créditos.
¿Quién ganará, los Estados o los bancos centrales?
Un reciente episodio, ampliamente comentado, ilustra esta tensa situación: el ataque de los mercados contra el gobierno británico de Liz Truss. El rechazo de los poseedores de deuda pública a las bajadas de impuestos a los más ricos y las empresas no fue el resultado de una repentina "vena social". Se trataba de rechazar el incremento del déficit que, en la lógica definida anteriormente, conduce a una aceleración de la inflación y a la imposibilidad de volver al equilibrio. Por lo tanto, los mercados han defendido la disciplina fiscal en su interés inmediato contra el de las empresas.
A pesar de la derrota del gobierno británico a manos de los mercados, muchos economistas cuentan con una victoria final de los gobiernos sobre los bancos centrales. Russell Napier cree imposible que los bancos centrales entren en conflicto directo con sus gobiernos, no apoyándolos por ejemplo en caso de un ataque frontal a la deuda pública. Esa es también la opinión de Christopher Dembik, economista jefe de Saxo Bank, que predice que "los bancos centrales se verán metidos en vereda".
De hecho, a pesar de la retórica de Jerome Powell, el margen de maniobra de los bancos centrales es muy limitado. Aunque las subidas de tipos pueden parecer rápidas, siguen siendo muy pequeñas en comparación con lo que hicieron estas instituciones en los años 70 y 80. Con un tipo de interés básico del 3% en Estados Unidos y del 2% en la zona euro, en teoría todavía estamos siguiendo políticas históricamente muy acomodaticias y estamos muy lejos de un "shock Volcker" (regla financiera para evitar que los grandes bancos realizaran actividades de riesgo con los depósitos garantizados, ndt).
Sin embargo, el hecho de que una subida limitada de los tipos nominales, mientras los tipos reales siguen siendo negativos, lleve a la economía a una recesión inevitable, muestra la debilidad de la posición de los bancos centrales. En los años 70, se necesitaron tipos reales de casi el 8-10% para provocar una recesión.
Además, incluso el caso británico muestra que la posición de los bancos centrales es incómoda. El Banco de Inglaterra tuvo que intervenir ante los riesgos que suponían los ataques del mercado para el sistema de pensiones de capitalización. En otras palabras, como señala Russell Napier, no hay una alineación del interés del banco central con los mercados financieros. No es seguro por tanto que los bancos centrales, en caso de crisis, vayan a cargar contra Estados y, por tanto, contra su estrategia de apoyo al capital.
Dos estrategias, dos callejones sin salida
El problema es que ninguna de las dos estrategias descritas parece realmente capaz de ofrecer una salida a la crisis estructural del capitalismo. Cada uno de ellos lleva a un callejón sin salida.
Es bastante fácil de entender en el caso de la estrategia de los bancos centrales, y esa es la gran debilidad de su posición. De hecho, un aumento violento de los tipos de interés para "restablecer el equilibrio" conducirá a una recesión muy profunda. Porque la capacidad de recuperación de la economía, casi incapaz de producir crecimiento, es muy débil. Esa es la lección de la historia: la estabilización de la inflación a partir de mediados de los años 80 se vio acompañada de un debilitamiento del crecimiento, que llevó a la aceleración de varias contra-tendencias, como la globalización y la financiarización.
Ahora que estas contra-tendencias se han agotado, el potencial económico se debilita con cada recesión. La estrategia de un Jerome Powell se enfrenta, pues, al dilema planteado por Russell Napier: el de una crisis potencialmente sistémica dada la debilidad subyacente de la economía.
Esto hace que el mito del equilibrio sea especialmente frágil. El riesgo es más bien encontrarnos en un desequilibrio permanente como el que describía el sueco Axel Leijonhufvud a finales de los años 60. La recesión no conduce a una vuelta a la situación saludable, sino a un nuevo desequilibrio en el que la caída de la demanda es tan brusca que provoca un deterioro de la oferta.
La reindustrialización, una perspectiva hipotética
También hay un último impasse: el consenso político ya no es el mismo. La imposición de una recesión "sana" fue, en los años 80, defendida por los movimientos políticos de la época. Ronald Reagan y Margaret Thatcher aceptaron que el desempleo aumentaría durante sus primeros años. Hemos visto que esto ya no es así en la actualidad, lo que significa que los bancos centrales entran en conflicto abierto con sus gobiernos y se exponen así a una reacción política.
¿Pero qué pasa con la estrategia intervencionista? Russell Napier esboza una perspectiva: para él, el Estado tomará el control de la creación de dinero mediante préstamos garantizados, lo que podría conducir a un aumento de la inversión de capital en los sectores que lo necesitan e incluso a la reindustrialización. En cierto modo, este sería un escenario cercano al de la posguerra y es también el que defiende Emmanuel Macron en la entrevista con Les Échos ya mencionada.
Pero esa es una concepción cíclica de la historia. En esta visión, la historia se compone de una alternancia de intervencionismo y liberalismo, que se sustituyen mutuamente cuando la mala asignación del capital hace insostenible la situación.
Pero, ¿y si, como suelen demostrar los hechos, la historia no se repite? En ese caso, la situación actual sería totalmente novedosa. En la década de 1940, los mercados estaban aún por conquistar y la segunda revolución industrial, la del petróleo y la electricidad, todavía no se había completado. El resultado fue una elevada capacidad de crecimiento de la economía, una vez completada la activación pública.
Hoy en día, estamos lejos de esa situación. ¿Puede resolverse la persistente falta de aumento de la productividad con una política de inversiones públicas? Nada es menos cierto. La reindustrialización, que sigue siendo una perspectiva hipotética, no resuelve todos los problemas. Sólo podrá hacerse en los sectores punteros, pero en este caso, la economía tendrá que seguir dependiendo de un amplio sector de servicios, poco productivo, para crear suficientes puestos de trabajo.
“La política pública comprometida con la salvaguarda del capital no es una política transformadora, es una política conservadora.”
Sobre todo, la estrategia del Estado tiene dos debilidades cruciales. Por un lado, se apoya en una fuerte represión social para compensar esta falta de aumento de la productividad, promoviendo tanto la presión sobre los salarios como el aumento de la jornada laboral (ese es el sentido de la obsesión de Emmanuel Macron por la competitividad). Estos dos elementos desalientan la inversión a través de dos canales: la ausencia de perspectivas de demanda y la mayor rentabilidad relativa del aumento del tiempo de trabajo sobre la inversión.
Por otra parte, la actuación del Estado no se basa, como en la posguerra, en una lógica de aislamiento de ciertos sectores clave de la lógica del mercado. Aquí se trata precisamente de salvaguardar el sistema productivo existente y seguir dejando que el mercado defina las necesidades. La lógica es, pues, más bien la descrita por el economista rumano-británico Daniel Gabor de una eliminación de riesgos de las actividades financieras transfiriendo esos riesgos al presupuesto del Estado.
Para decirlo más sencillamente: las políticas públicas comprometidas con la salvaguarda del capital no son políticas transformadoras, son políticas conservadoras. Y eso es lo que Russell Napier no comprende, ya que se limita a comparar la situación de 1945 y la actual. En este marco, la alternativa a su escenario es una zombificación de la economía en la que las empresas siguen siendo muy frágiles e incapaces de reaccionar ante pequeñas perturbaciones como una subida moderada de los tipos nominales. Por lo tanto, a pesar del apoyo público, la economía no está en absoluto garantizada contra un choque externo o, por ejemplo, una crisis financiera. Eso también se constata claramente hoy en día: a pesar del apoyo de los gobiernos, las economías occidentales están amenazadas por la recesión.
¿Consenso a costa del trabajo?
La crisis actual demuestra que esta segunda opción intervencionista está en un callejón sin salida. Por lo tanto, hay que plantear una tercera hipótesis: la de un "compromiso" entre ambas posiciones, que ya está tomando forma en el Reino Unido, Italia y Francia. Ese compromiso se basaría en el único punto de acuerdo entre las dos posiciones: el debilitamiento de la posición del trabajo frente al capital.
En esta hipótesis, se mantendría el apoyo masivo al sector privado, pero "controlado" por los bancos centrales, que tolerarían un alto nivel de inflación y de gasto público, pero actuarían como contrapeso para evitar que la "generosidad" pública lleve a precios y déficits desbocados. Esta opción es, dada la estructura institucional actual, mucho más creíble que un freno a los bancos centrales como sugiere Russell Napier.
A partir de ahí, los Estados tendrían que hacer pagar a otros sectores su generosidad con el capital. Y no hay más solución que degradar los sectores públicos, la redistribución y la protección laboral. La clave entonces no sería el gasto público en general, sino las prioridades de la acción pública y entonces el mensaje dominante sería que no se puede tener todo. Podemos entender lo que vendría después: el discurso se organizará en torno a la elección entre empleo e inversión frente a concesiones "sociales". Las crisis geopolítica y ecológica se convertirán entonces en pretextos para nuevas ofensivas contra el mundo del trabajo.
En realidad, este escenario parece estar ya en marcha. El nuevo presupuesto del Reino Unido se espera para noviembre, pero el borrador que circuló en octubre presagiaba un recorte real de las prestaciones sociales y las pensiones, así como una reforma de las pensiones y recortes en el gasto en infraestructuras. En Francia, los ataques a los trabajadores y al sistema social se plasman en dos reformas del seguro de desempleo y una reforma anunciada de las pensiones, una subindexación de los salarios de los funcionarios y de las prestaciones sociales y un presupuesto en el que disminuye el volumen de gastos.
Obviamente, este compromiso pretende mantener un equilibrio entre las dos posiciones dentro del capital, pero no tiene ninguna perspectiva real en términos económicos. Es como si nos contentáramos con gestionar la emergencia y atender las necesidades más urgentes sin ninguna verdadera perspectiva. Es una gestión del día a día de un capitalismo de régimen muy bajo, sin más objetivo que su propia supervivencia.
En este contexto, no debemos dejarnos engañar por los discursos sobre el "retorno del Estado" o el "intervencionismo". El quid de la crisis es la salvaguarda de la rentabilidad del capital, que sólo puede resolverse superando esta prioridad. La única perspectiva es entonces la construcción de una nueva lógica que no deje la definición de las necesidades a los mercados y a las empresas, sino a la deliberación colectiva, y que permita su construcción a través de una planificación democrática que vuelva a poner el trabajo y la ecología en el centro de la organización económica.
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Traducción de Miguel López
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