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A favor del dopaje

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Durante el tiempo que viví en Algeciras, el alijo de tabaco proveniente de Gibraltar en las playas de La Línea era noticia frecuente. De algunos de ellos fui testigo presencial pues, en ocasiones, se producían a plena luz del día. La mecánica era siempre la misma: una lancha procedente del Peñón y repleta de cajas de un tamaño considerable arribaba a la playa de La Atunara, al tiempo que, con sincronizada precisión, alguien se situaba en mitad de la carretera colindante y detenía el tráfico. Una vez detenido y con los conductores, entre ellos yo, como alucinados espectadores, un grupo de personas cruzaban corriendo en dirección a las casas cercanas portando todos al hombro una de las cajas. Lo hacían a tal velocidad que lo único que pensé la primera vez que tuve ocasión de contemplar la maniobra fue que aquel esfuerzo merecía ser deporte olímpico. Las autoridades deportivas españolas tenían que dejar de invertir en el esquí de fondo y dedicarse a promocionar la práctica de los mil metros caja.

Lo más sorprendente de todo era que, si reparabas en aquellos individuos previamente a la llegada de la lancha, nada te hubiera hecho sospechar que se trataba de atletas. Es verdad que muchos de ellos vestían chándal, pero quién podría imaginar a un grupo de velocistas fumándose un cigarro y compartiendo alegremente unas litronas mientras espera el inicio de la prueba. Sin embargo, les bastaba sentir el contacto del cartón sobre sus espaldas para que una fuerza interior les propulsara, algunos con el cigarro aún en la comisura de los labios, transformándolos en gacelas fuera de la ley.

Un guardia civil de la zona me confesaba una vez que jamás había conseguido alcanzar a alguno. Yo bromeaba y le preguntaba si había probado a ponerse él también una caja en el hombro. Su compañero, sin embargo, me contaba que en una ocasión había conseguido atrapar a uno, pero la historia tenía trampa: se trataba de un chico al que un problema en una de sus piernas le hacía cojear ostensiblemente. Además, confesaba, tuvo que dejarlo ir cuando una turba de vecinos se le echó encima recriminándole –con toda razón– la falta de equidad de una carrera que sólo habría podido ser equilibrada si al joven le hubiera perseguido un guardia civil paralímpico.

No creo que el barón De Coubertin pusiera pega alguna a que un recinto deportivo diera cobijo a una prueba de este tipo. Seis tipos, uno por cada calle del tartán, fumando distraídamente un pitillo en la línea de salida hasta que, a modo del pistoletazo de rigor, alguien les coloca una caja en el hombro y echan a correr entre los gritos de ánimo del público. Como ocurre con Kenia y las carreras de fondo, España podría ser la reina de esta disciplina.

Es posible que los puristas del ejercicio opinen que una competición como esta iría contra el espíritu deportivo por considerar dopaje el que los participantes fueran de nicotina hasta las trancas. No les faltaría razón, y en aras de la concordia y el fair play tendríamos que aceptar sus reticencias para, a continuación, mandarlos a la mierda a ellos y a su espíritu deportivo. ¡Queremos espectáculo! Ver, repantingados ante nuestro televisor, cómo se pulverizan récords. Cómo esos portentosos atletas exprimen al máximo sus capacidades físicas a cambio de conseguir la admiración de quienes para bajar de un primer piso utilizamos el ascensor.

Nos da igual cómo lo consigan. En 1904, en la prueba de maratón de los juegos olímpicos de San Luis (USA), el corredor estadounidense Thomas Hicks tuvo un desfallecimiento a poca distancia de la meta y sus asistentes le inyectaron una pequeña dosis de estricnina y brandy para reanimarlo. Hicks quedó segundo por detrás de otro norteamericano, Fred Lorz, pero fue finalmente declarado ganador por la descalificación de Lorz. "¿Qué se habría metido Lorz?", se estarán preguntando ustedes con la malicia habitual de los lectores de infoLibre. Nada, simplemente se descubrió que había recorrido unos quince quilómetros en el coche de su entrenador. Eso es hacer trampas, lo de que te inyecten estricnina y brandy es solo una ayudita, además de la única forma de acercar a Keith Richards a la práctica del maratón.

El dopaje está mal visto, sí, pero sin exagerar. En 2019, tras salir a la luz un sistema general de dopaje patrocinado por el Gobierno ruso, la agencia mundial que lucha contra esta práctica prohibió a Rusia participar en competiciones internacionales por espacio de cuatro años. "Entonces –seguirán preguntándose ustedes maliciosamente–, ¿por qué gente empadronada en Moscú o San Petersburgo siguen ganando medallas en Tokio?". La respuesta es que el COI, en una ejemplar muestra de firmeza y mano dura, les deja participar pero prohíbe el uso de la bandera y el himno y obliga a referirse a ellos como "atletas del COR", es decir del Comité Olímpico Ruso. Incluso les prohíbe expresamente desglosar el acrónimo: solo puedes decir COR, nunca la palabra ruso ni Rusia. Básicamente, es como si la única sanción que pudiese imponerse a los alijadores de La Línea fuera el tener que llamarlos corredores del COA: Comité Olímpico de la Atunara.

En los setenta, mi madre y todas mis tías, pioneras como el resto de amas de casa de la época del dopaje doméstico, tomaban Optalidón. Eran unas pastillas rosas que, pese a tener entre sus compuestos un barbitúrico, eran dispensadas sin receta médica hasta que fueron retiradas por provocar adicción. El Optalidón constituía una ayuda inestimable para hacer frente con mejor ánimo a las tareas de un hogar huérfano de la mayoría de electrodomésticos que hoy conocemos. Estar contra el dopaje sería deshonrar la memoria de todas esas madres, tías y abuelas a las que la química rosa hizo más llevaderos obligaciones y esfuerzos apenas reconocidos.

Recuerdo a mi madre comentando con mis tías y vecinas cómo gracias a los optalidones la cuesta del arranque de la jornada se aplanaba y cuando, avanzada la tarde, se empinaba otra vez, una nueva dosis volvía a allanarla. El Optalidón era la sororidad de los tiempos en que no sabíamos que esa palabra existía.

Durante el tiempo que viví en Algeciras, el alijo de tabaco proveniente de Gibraltar en las playas de La Línea era noticia frecuente. De algunos de ellos fui testigo presencial pues, en ocasiones, se producían a plena luz del día. La mecánica era siempre la misma: una lancha procedente del Peñón y repleta de cajas de un tamaño considerable arribaba a la playa de La Atunara, al tiempo que, con sincronizada precisión, alguien se situaba en mitad de la carretera colindante y detenía el tráfico. Una vez detenido y con los conductores, entre ellos yo, como alucinados espectadores, un grupo de personas cruzaban corriendo en dirección a las casas cercanas portando todos al hombro una de las cajas. Lo hacían a tal velocidad que lo único que pensé la primera vez que tuve ocasión de contemplar la maniobra fue que aquel esfuerzo merecía ser deporte olímpico. Las autoridades deportivas españolas tenían que dejar de invertir en el esquí de fondo y dedicarse a promocionar la práctica de los mil metros caja.

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