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Admiro a Ayuso. La admiro porque veo en ella a la hija que hubieran podido tener Donald Trump y Esperanza Aguirre. Que aun hoy podrían tener si las parejas gais de famosos no tuvieran copados todos los vientres de alquiler de medio mundo. De todas formas, pese a mi ferviente devoción por ella, tengo que admitir que últimamente Ayuso me preocupa.
Hubo un tiempo en que el manual de estrategia y análisis político de uno de los actores fundamentales de la política española –Podemos– tomó cuerpo en la serie de éxito del momento, Juego de Tronos.Juego de Tronos El propio Pablo Iglesias, entonces eurodiputado, aprovechaba una visita de Felipe VI al Parlamento Europeo en 2015 para regalar al monarca los deuvedés de la adaptación televisiva de la obra de George R.R. Martin, que ese año andaba por la sexta de sus ocho temporadas. Se rumorea que su majestad le confesó que la tenía en su lista de deseos de Amazon pero aún no se había decidido a comprarla porque, al no ser don Felipe prime, era reacio a pagar gastos de envío.
Según el propio Iglesias, el sentido del regalo era que, de alguna manera, Juego de Tronos podía servir para entender la crisis política que atravesaba nuestro país. Me lo creí. Yo en esa época era de izquierdas y estaba altamente comprometido con el cambio social que vivía España, y me lo creí. Ahí se me jodió la serie.
Comencé a recriminarme la superficialidad con que había contemplado un documento esencial para comprender el devenir político español. Me decía: "¡¿Eres idiota?! ¡¿Cómo has podido ser tan frívolo?! ¡¿Cómo has podido ver en una serie de aventuras épico fantástica solo una serie de aventuras épico fantástica?! ¡¿Cómo cojones no has visto en la decapitación de Ned Stark el intento del Ibex35 por reducir el poder de los sindicatos?!"
Empecé a odiarme a mí mismo por no haber sabido apreciar el esfuerzo de George R.R. Martin al trasladar a una intriga pseudomedieval la realidad española. Me esforzaba por intuir qué paralelismo se escondía detrás de cada escena. En "la boda roja", una secuencia en la que son asesinados todos los invitados que habían acudido a un enlace matrimonial, vi una posible propuesta de solución por parte del autor al problema de los pisos turísticos. En la figura de Khaleesi, madre de tres dragones, quise ver el apoyo de Martin a la familia monoparental fruto de una relación no binaria. Y en el chico que iba en silla de ruedas veía claramente un alter ego de Pablo Echenique, aunque cuando desapareció de las tramas durante cuatro capítulos lo descarté. Cuatro capítulos es un periodo excesivo para que Echenique estuviera sin tuitear.
El caso es que ya no volví a ser el mismo. Ver Juego de Tronos, que antes había constituido para mí el placer descuidado de sumergirme en los enredos de un relato apasionante, se convirtió en un suplicio. Lo hacía tomando notas en mi libreta Moleskine. Cuando las repaso ahora y veo lo que escribía recuerdo el sinvivir de aquellos tiempos. Por ejemplo, una referencia a los Dothraki –los guerreros nómadas con lengua propia– seguida de la anotación "¿nacionalismos periféricos?"; o en otra página, subrayado varias veces para resaltar su importancia, el recordatorio "¡Ojo! Revisar Cateto a babor. Es posible que esconda una crítica al franquismo"; o la desesperación patente en la pregunta escrita en mayúsculas "¿Quién coño puede ser Theon Greyjoy?"
No puedo culparme por el intento de ver en todo lo que ocurría en la serie una referencia al vibrante acontecer político de esos días. El propio Iglesias afirmaba que, aunque con reservas, Podemos se identificaba mucho con Khaleesi. Tenía sentido, Khaleesi era una aspirante al Trono de Hierro que buscaba alianzas estratégicas para conformar un ejército con el que poder luchar por instalarse en él y reinar de una manera más justa.
Ver másEl método Toninsky
O, al menos, era así en la sexta temporada. Porque en la octava, en su capítulo final, cuando se está produciendo el asalto definitivo a la capital del reino para derrocar a la malvada Cersei Lanister –para mí entonces la directora del FMI, Christine Lagarde– en un imprevisible giro, Khaleesi, que hasta ese instante había sido icono de la justicia democrática, monta en uno de sus dragones –un animal nervioso y bastante irascible, siete toneladas de carne voladora con el carácter de Luis Enrique– y, como si estuviera pilotando un helicóptero de combate, provoca una masacre efectivamente democrática: no hubo familia en la que no se cargara a alguno.
Yo no podía creer lo que estaba pasando. Era como ver a Lenin con un Lacoste. Al tiempo que los inocentes ciudadanos capitalinos perecían calcinados o sepultados tras el derrumbe de sus torreones, a mí se me derrumbaba la confianza en la ciencia política aplicada a las series.
Me equivoqué. Y conmigo todos los que renegaron del valor de Juego de Tronos como representación de la vida política española. Un error de apreciación nos hizo ver a Khaleesi como una reencarnación de la heroína de izquierdas y resulta que no era así. Khaleesi era Díaz Ayuso. Entiéndase en el sentido metafórico de que, a lomos de su dragón particular –Miguel Ángel Rodríguez– vomita llamaradas sin tener en cuenta si, en su descontrolada expansión, el incendio afecta por igual a propios y a extraños. George R.R. Martin afinó mucho al disponer que la moraleja política de Juego de Tronos fuera que Casado podía acabar quemado por el fuego amigo. No lo vio venir ni Iván Redondo.
Admiro a Ayuso. La admiro porque veo en ella a la hija que hubieran podido tener Donald Trump y Esperanza Aguirre. Que aun hoy podrían tener si las parejas gais de famosos no tuvieran copados todos los vientres de alquiler de medio mundo. De todas formas, pese a mi ferviente devoción por ella, tengo que admitir que últimamente Ayuso me preocupa.
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