El primer paso para perder unas elecciones no está tanto en el resultado de las anteriores como en ofrecer la impresión de que la suerte está echada. La fotografía que salió del 28M es la de una victoria contundente de las derechas, porque el mapa de poder en comunidades autónomas y ayuntamientos principales ha cambiado de color. Indiscutible. Pero los números del 28M no dicen lo que el PP y su poderosa batería mediática quieren que digan. En las municipales el PSOE perdió 400.000 votos respecto a 2019 y obtuvo 1,2 puntos menos. Y en la mayoría de las comunidades autónomas en juego, el PP conseguirá gobernar no porque haya arrasado, sino con la imprescindible muleta de Vox, por un margen de votos entre bloques muy estrecho y gracias en muchos lugares a la división en el espacio a la izquierda del PSOE. Dicho de otra forma: hay partido de cara al 23 de julio, siempre que el electorado de la izquierda no tire la toalla, empezando por los partidos políticos que lo representan, desde el propio PSOE hasta el movimiento Sumar que acaba de firmar el acuerdo con Podemos para acudir juntos a las urnas.
Lo digo también en números, tal y como los calculan (a falta de los estudios postelectorales detallados) analistas demoscópicos solventes. El PSOE tiene que reducir al menos a la mitad la transferencia de votos al PP, que ha podido rondar los 600.000 votos, y movilizar en lo posible a los abstencionistas, aunque como media la participación en elecciones generales es en torno a diez puntos mayor a las locales. Sumar, por su parte, debe afrontar la caída de Podemos y resolver desde la unidad rubricada este viernes el fraccionamiento que por la ley electoral y el sistema de reparto en cada circunscripción (más que por la demonizada Ley D’Hont) regalaría unos cuantos escaños a las derechas de forma impepinable (ver aquí).
¿Es una tarea imposible? En absoluto, salvo que quienes tienen que abordarla sigan lanzando signos de desconfianza en sus propias posibilidades o demostrando cierta debilidad a la hora de contrarrestar la arrogancia y prepotencia con las que las derechas políticas y mediáticas acuden a esa cita del 23J que no esperaban. De nada sirve lamerse las heridas o caer en esa melancolía tan típica (y tópica) que afecta al progresismo por una especie de maldición bíblica o por el hecho simple de que duda mucho más que el pensamiento reaccionario, dispuesto incluso a resolver por cauces autoritarios o religiosos los enigmas de un mundo cada día más complejo.
Me niego a sumarme a la fila de avisadores de la catástrofe, por obvias que sean las razones del pronóstico. No hace falta haber estudiado en Harvard para saber que en esta campaña sirve de poco agitar el miedo a la ola reaccionaria (absolutamente real) que se avecina, simplemente porque amplísimas capas del electorado tienen descontada la presencia de la extrema derecha: no es que venga, es que siempre ha estado aquí, desde antes incluso de que asomara en otras latitudes. Aquí dormitaba dentro del principal partido conservador, el PP, y la pregunta clave es si el conservadurismo español es homologable en términos democráticos al de otros países vecinos. No se trata sólo de que pacte el poder de forma vergonzante con Vox, sino sobre todo de que practique desde hace años la política de la deslegitimación de la izquierda, de los nacionalismos periféricos y de todo aquel que no considere “buen español”.
Esa es, en mi opinión, una de las claves que importan en la campaña de las izquierdas para el 23J: no sólo deben, tanto PSOE como Sumar, defender la gestión de su coalición de Gobierno, con muchos más aciertos que errores al afrontar una pandemia, una guerra o una crisis energética e inflacionaria con más eficacia y rigor y con mayor justicia social que en la mayor parte de Europa, sino que tendrían que mostrar su proyecto de futuro desde la base de esa gestión. Acierta Pedro Sánchez cuando habla de “la mejor España”, la que muestra fortaleza en su pluralidad y diversidad, en contraposición con la España excluyente, casposa y cortijera, que parece no haber avanzado desde los tiempos de la Restauración y que actúa como si la democracia fuera una incomodidad que hay que soportar siempre que nadie ose tocar los intereses de las élites económicas, políticas o judiciales por la vía civil o por la penal.
Las derechas no necesitan programa, basta con ponerle “ganas” para “derogar el sanchismo”. Las izquierdas sí necesitan (y tienen) programa. Es más, han empezado a aplicarlo estos años con notable éxito
Las derechas no necesitan programa, basta con ponerle “ganas” para “derogar el sanchismo”. Hay quien sostiene (y lo respeto) que lo que necesitan las izquierdas es eslóganes eficaces que toquen también la llamada “fibra emocional”. Hágase. No creo que se refieran a entrar en la pelea en el fango: ahí siempre gana quien más experiencia y desparpajo tiene. En cualquier caso, las izquierdas sí necesitan (y tienen) programa. Es más, han empezado a aplicarlo estos años con notable éxito: ahí están la reforma laboral, la subida de pensiones, la del salario mínimo o la inversión en becas educativas. Discúlpenme, pero se puede y se debe tocar la “fibra emocional” con convicciones firmes y propuestas de futuro, con el respaldo de los datos indiscutibles sobre lo ya conseguido… y con una visión de España desacomplejada, compartida, que no necesita tanquetas para imponer identidades.
Más vale que este viernes, tras el acuerdo de coalición entre Sumar y Podemos y el resto de formaciones, se haya cerrado de verdad a la izquierda del PSOE el pulso por la representación de ese espacio. No es fácil calcular el daño ya causado por el tenaz empeño en hablar de “lo nuestro” en lugar de “lo de todas y todos”. Más vale que, desde ya, todas las miradas progresistas se centren en las nuevas elecciones y en las futuras generaciones. Más vale que PSOE y Sumar aborden una competencia colaborativa que despierte una renovada confianza en la gestión compartida. No creo mucho ni en tíckets ni en proclamas por el “voto útil”. Demasiada gente se siente harta de ser “utilizada”, en lugar de escuchada y emplazada (intelectual y emocionalmente) a contribuir a la causa común.
Para dar la vuelta necesaria (y posible) a los números del 28M, le conviene a la izquierda (y a sus perímetros intelectuales, culturales o cívicos) ponerse a la tarea de derogar el derrotismo.
P.D. En los trece años que llevo utilizando Twitter, nunca como en las últimas semanas había recibido tantos insultos, calumnias y difamaciones. Suelen multiplicarse en vísperas de elecciones, pero la verdad es que la hiperactividad de trolls y odiadores está siendo impresionante. Jamás les respondo ni les bloqueo (ya que no me soportan, que me aguanten). Si Twitter tuviera cauces adecuados, las denuncias deberían servir para algo. Su impotente nerviosismo tendría en todo caso que servirnos a los demócratas para convencernos de que hay que actuar, no en el barro —como ellos buscan—, sino en los medios fiables, en las propias redes, y, sobre todo, en las urnas. Ladran…
El primer paso para perder unas elecciones no está tanto en el resultado de las anteriores como en ofrecer la impresión de que la suerte está echada. La fotografía que salió del 28M es la de una victoria contundente de las derechas, porque el mapa de poder en comunidades autónomas y ayuntamientos principales ha cambiado de color. Indiscutible. Pero los números del 28M no dicen lo que el PP y su poderosa batería mediática quieren que digan. En las municipales el PSOE perdió 400.000 votos respecto a 2019 y obtuvo 1,2 puntos menos. Y en la mayoría de las comunidades autónomas en juego, el PP conseguirá gobernar no porque haya arrasado, sino con la imprescindible muleta de Vox, por un margen de votos entre bloques muy estrecho y gracias en muchos lugares a la división en el espacio a la izquierda del PSOE. Dicho de otra forma: hay partido de cara al 23 de julio, siempre que el electorado de la izquierda no tire la toalla, empezando por los partidos políticos que lo representan, desde el propio PSOE hasta el movimiento Sumar que acaba de firmar el acuerdo con Podemos para acudir juntos a las urnas.