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Presidente o registrador

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Sorprendido paseando por las calles de Sanxenxo (Pontevedra), Mariano Rajoy ha respondido este Miércoles Santo a preguntas de La Sexta sobre el punto de ebullición del conflicto acerca de Cataluña: “Espero que haya alguien que quiera construir y cumplir la ley”. De modo que después de todo lo que ha pasado y sigue pasando (lo más grave que le ha ocurrido a la democracia española en las últimas décadas), el presidente del Gobierno y del PP sigue sin tener nada que aportar, limitándose a actuar como una especie de registrador, o sea lo que nunca ha dejado de ser pese a llevar más de 35 años sin bajarse del coche oficial de las elites políticas.

Podemos continuar en la eficaz burbuja propagandística y emocional de la exaltación nacional española, y adjudicar toda la responsabilidad de la crisis catalana a los dirigentes independentistas que decidieron seguir una vía unilateral y de desobediencia al Estado para conseguir sus objetivos políticos. Pero ni políticos, ni periodistas ni tampoco el resto de la ciudadanía deberíamos caer en un engaño masivo que está socavando las estructuras mismas de la democracia.

¿Creen que exagero? Gracias a esa permanente antipolítica practicada por Rajoy y el PP, volcados durante años en exprimir electoralmente el conflicto fuera de Cataluña y jaleados aún más en los últimos tiempos al sentir en la nuca el aliento competitivo de Ciudadanos, hemos llegado a un punto en el que se confunden permanentemente Estado de derecho y democracia. Y aunque vayan estrechamente unidos y no sea concebible el uno sin la otra y viceversa, lo cierto es que hoy el Estado consiste prioritariamente en la Sala Segunda del Tribunal Supremo, lo cual supone una colosal distorsión del funcionamiento democrático. En lo que se refiere al presente y futuro político de Cataluña (y por tanto también de España y de su modelo de convivencia), el BOE ha quedado sustituido por los autos del juez Pablo Llarena, y el Parlamento por el tribunal de apelación correspondiente. La democracia es mucho más que el simple cumplimiento de la legalidad, por imprescindible que este sea, y su fortaleza no consiste tanto en la capacidad de castigar al desobediente como en la de acoger a los discrepantes.

  ¿Prisión provisional permanente?

Que nadie se equivoque: no tiene el menor sentido personalizar, y mucho menos cuando ya actúan salvajes que intentan practicar violencias de distinto grado contra el propio juez o su familia. La responsabilidad es anterior a él. Si una materia que es netamente política (como la reivindicación nacionalista catalana) se traslada a la vía penal, es obvio que cada escrito del juez correspondiente estará cargado de contenido políticocargado de contenido político, y vendrá incluso condicionado por el marco de discusión establecido en la sociedad desde los más potentes intermediarios mediáticos. Si se repasan uno a uno los autos de Llarena, es imposible no alarmarse ante la reiteración de argumentaciones que se sustentan en elementos puramente subjetivos, condicionados a la dosis de credibilidad que cada imputado le ofrece al juez en cada momento del proceso, y todos ellos pasados por el filtro de una ideología independentista sobre la que Llarena se esfuerza en afirmar que no es reprochable constitucional y democráticamente, al tiempo que se muestra incapaz de ocultar que el hecho de profesar esa ideología redobla a su entender las sospechas de delinquir o de volver a hacerlo en el futuro. “El auto más importante de la reciente historia de España tiene que ver más con un resumen de prensa que con un documento jurídico”, escribía hace unos días Carlos Sánchez en El Confidencial, en referencia a los 69 folios del escrito en el que Llarena sostiene que trece dirigentes catalanes favorecieron la violencia en las movilizaciones populares.

Yo añadiría (tras escuchar a distintos juristas de intachable prestigio) que en varios puntos de ese mismo auto se está aplicando una justicia “preventiva” que no tiene cabida en el marco constitucional español ni europeo, y que las reiteradas negativas de Llarena a poner en libertad condicional a políticos independentistas porque considera que pueden volver a cometer delitos de rebelión o sedición (no demostrados aún, y más que discutibles) son tan forzadas que falta un cuarto de hora para que desde el PP o Ciudadanos planteen una nueva figura penal: la “prisión provisional permanente”.

La ausencia absoluta de iniciativa política desde el Gobierno, primer responsable de lo que ocurre bajo su mandato, y el traslado de todas las actuaciones al ámbito judicial facilita un permanente bloqueo ante cualquier posibilidad de solución al problema más complejo que atraviesa la democracia española. Los resultados del 21-D demostraron que la cuestión de fondo no se resuelve con la aplicación del 155 (¿también permanente y revisable?), y el evidente proceso de división en el seno del independentismo siempre toca suelo cuando se produce una nueva humillación desde el Estado, el mejor pegamento para un “bloque” que sólo funciona como tal cuando se enfrenta al “enemigo común”.

Las investiduras frustradas desde el Supremo habrían podido desembocar finalmente (quizás aún lo hagan) en una candidatura acordada, “limpia” de complicaciones judiciales, que facilitara lo que desde ámbitos mayoritarios de ERC se pretende como una “legislatura pragmática”, en la que no haya ningún nuevo paso unilateral y permita al independentismo repensar la ruta de desobediencia y sondear posibilidades de soluciones pactadas. No renuncian a sus objetivos, pero han asumido que no se puede proclamar una república independiente con el 47% de apoyos.

  Pendientes de Alemania

Tras la sesión simbólica del Parlament el pasado miércoles, se abre un nuevo compás de espera que no tiene tanto que ver con la Semana Santa como con la decisión que tome la Justicia alemana sobre Puigdemont. Nadie en las filas independentistas dará un paso sin saber si es entregado a España y bajo qué condiciones. Una “impugnación”, aunque fuera parcial, de la instrucción de Llarena desde los tribunales germanos no sólo sería un durísimo golpe a la Marca España sino que daría alas al legitimismo más radicalMarca España y por tanto complicaría aún más las posibilidades de formar ese “Govern efectivo” que predica Roger Torrent.

Sobre la propuesta de un gobierno “unitario, transversal, de independientes y con un tiempo limitado” planteada por Xavier Domènech aprovechando planteamientos en esa línea lanzados por Miquel Iceta y por el propio Torrent, nadie considera a día de hoy que tenga algún futuro, aunque todo puede suceder antes del 22 de mayo, fecha límite para evitar la repetición de elecciones.

Parece evidente que España no saldrá del bucle en el que mantiene irresoluto su problema de identidad plurinacional mientras no se aborden con solvencia y generosidad desde la política los rasgos que lo definen. Y la propia ciudadanía debe asumir también su responsabilidad. Si seguimos instalados en considerar que “el nacionalismo malo” es siempre el de los otros y confundiendo la fortaleza democrática con la pura intransigencia, continuaremos dedicando muchas energías a cuestiones de identidad mientras nos van colando Presupuestos que ofrecen un serial de parches para contener indignaciones varias, pero que no dibujan un modelo de país, y mucho menos un proyecto que reduzca la desigualdad y garantice el bienestar social.

P.D. Si en estos días vacacionales dispone Rajoy de unas horas para leer, acaban de publicarse dos ensayos muy sugerentes sobre Cataluña y España: La confusión nacional, de Ignacio Sánchez-Cuenca, y Largo proceso, amargo sueño, de Jordi Amat (sobre los que informaremos con más detenimiento). Claro que sólo pueden interesar a quien asuma que la democracia consiste en mucho más que “cumplir la ley”.

Sorprendido paseando por las calles de Sanxenxo (Pontevedra), Mariano Rajoy ha respondido este Miércoles Santo a preguntas de La Sexta sobre el punto de ebullición del conflicto acerca de Cataluña: “Espero que haya alguien que quiera construir y cumplir la ley”. De modo que después de todo lo que ha pasado y sigue pasando (lo más grave que le ha ocurrido a la democracia española en las últimas décadas), el presidente del Gobierno y del PP sigue sin tener nada que aportar, limitándose a actuar como una especie de registrador, o sea lo que nunca ha dejado de ser pese a llevar más de 35 años sin bajarse del coche oficial de las elites políticas.

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