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El fiasco de Bruselas y el desafío permanente de Mazón desnudan el liderazgo de Feijóo en el PP

Sobran pirómanos

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Sabíamos desde hace meses que la sentencia del procés se haría pública en la primera mitad de octubre. Sorprende que alguien se sorprenda de que el fallo del Tribunal Supremo pueda convertirse en un elemento clave en los resultados del 10 de noviembre, o al menos en el debate público de esta precampaña infinita a la que asistimos entre la irritación y la perplejidad . “El clima político lleva años envenenándose y, a medida que nos acercamos a La Sentencia, nos distanciamos de cualquier racionalidad”, escribía hace unos días Sergi Pàmies en La Vanguardia. Así es. La racionalidad, ese rasgo netamente humano que debería caracterizar la disputa política, la discusión mediática y la convivencia social, corre tanto peligro de extinción como el lince ibérico.

¿Es racional que unos activistas de los CDR se dediquen a preparar explosivos caseros para responder con violencia a la decisión del tribunal? ¿Es racional que a los dos minutos de conocerse las detenciones de esos activistas surjan políticos, periodistas, tertulianos y usuarios de las redes sociales que ya comparan la situación catalana con el terrorismo de ETA en Euskadi? ¿Es racional que en cuestión de horas surja un goteo de filtraciones policiales que lanzan sospechas (infundadas) de implicación de políticos independentistas en planes de sabotaje? ¿Es racional que Torra y otros dirigentes soberanistas se hayan negado a condenar cualquier plan de actuación violenta en lugar de desmarcarse radicalmente de esos radicales? ¿Es racional que en este país se siga atropellando la presunción de inocencia siempre que los señalados pertenezcan a una ‘secta’ distinta a la propia?

Hace tiempo que la racionalidad dejó de presidir el análisis de la crisis constitucional abierta desde Cataluña. Hace demasiado tiempo que los cálculos electorales tienen prioridad sobre la defensa de soluciones democráticas, valientes y ambiciosas para garantizar la convivencia y superar la fractura. Son demasiados los intereses en atizar los rescoldos del fuego de 2017 en lugar de contribuir a apagarlos, por lento y complejo que sea el proceso.

Cuesta entender desde la (quizás presuntuosa) racionalidad que Pedro Sánchez, Pablo Casado y Albert Rivera compitan día tras día en el grado de dureza de la respuesta que merecerá desde el Estado la posible reacción en las calles e instituciones catalanas a una sentencia aún desconocida. ¿Es racional insistir de modo permanente en una amenaza cuya ejecución está exclusivamente en manos de las instituciones estatales? ¿Nadie calcula que a fuerza de repetir machaconamente las advertencias parece insinuarse que no se entendería una reacción tranquila, respetuosa y totalmente pacífica a las posibles condenas? Si ha habido siete individuos que preparaban atentados y se acumulan pruebas contundentes de ese plan serán castigados como corresponde. Contaminar a todo el independentismo de un aura de violencia es tan injusto como disparatado.

No sabemos (por muy buenas fuentes que creamos manejar) si el tribunal se inclina finalmente por confirmar la existencia de un delito de rebelión o de sedición o de conspiración para la rebelión o sólo otros delitos ‘menores’ (aunque todos castigados con penas de prisión e inhabilitación severas). Y parece que diera lo mismo. Como si una sentencia que descartase la rebelión (o ‘golpe de Estado’ en expresión coreada por todo el nacionalismo español) no dejase en muy mal lugar tanto al unilateralismo ilegal como al discurso único que imponen las derechas políticas y mediáticas.

Proclamar desde Moncloa, como hace Pedro Sánchez, que el Gobierno contempla "todos los escenarios” (ver aquí) es una solemne obviedad, además de una obligación. Proponer, como hace Pablo Casado, que se aplique la Ley de Seguridad Nacional y se intervenga la dirección de los Mossos es ignorar que el Tribunal Constitucional ha dejado claro que no se puede por esa vía retirar a la Generalitat sus competencias sobre la policía autonómica (ver aquí). Exigir, como hace Albert Rivera cada media hora, que se vuelva a aplicar el artículo 155 de la Constitución, es pasarse por la entrepierna dos sentencias del Constitucional que precisan con todo detalle cómo y cuándo puede y debe optarse por esa vía de “último recurso” (ver aquí).

Del mismo modo que el propio Tribunal Supremo parece tener en cuenta que debe evitar la coincidencia de la publicación del fallo con fechas históricamente significativas y emocionales como el Día de la Hispanidad o el 15 de octubre (aniversario del fusilamiento de Lluis Companys), sería deseable que las fuerzas políticas que se disputan los votos del 10 de noviembre contuvieran una ansiedad incompatible con la responsabilidad que debería guiar su actuación en asuntos de Estado.

Es obvio que al trío de Colón le interesa desviar el marco de debate preelectoral a la cuestión catalana (y española). Y también es evidente que Cataluña permite a Sánchez ejercer esos rasgos de “firmeza”, “centralidad” e “institucionalidad” con los que busca recuperar votos que en su día huyeron del PSOE a Ciudadanos. El presidente y sus gurús deberían medir hasta qué punto esa estrategia puede poner en riesgo uno de los mimbres que devolvieron a Sánchez el liderazgo socialista: la visión plurinacional de lo que ahora Sánchez vuelve a definir como “Estado autonómico”.

Es probable que aún veamos múltiples piruetas políticas en el proceso de acción-reacción-acción que mantiene en bucle esta crisis constitucional al menos desde 2015. Pero todos sabemos que la cuestión de fondo no se soluciona con la sentencia ni con la respuesta soberanista a la misma ni con el ejercicio de la fuerza del poder del Estado. Ni siquiera con unas elecciones en Cataluña imprescindibles para calibrar el peso de cada una de las formaciones de un independentismo fracturado cuyo principal pegamento es esa sentencia pendiente y sus consecuencias.

Sobran pirómanos y faltan voces que vayan distanciándose de la irracionalidad. Líderes que defiendan proyectos capaces de convencer a una mayoría por vías democráticas, y no dirigentes dispuestos a ganar audiencia (o elecciones) adaptando principios y discursos a lo que creen que agrada en cada momento a sus espectadores/oyentes/lectores/consumidores/votantes.

Sabíamos desde hace meses que la sentencia del procés se haría pública en la primera mitad de octubre. Sorprende que alguien se sorprenda de que el fallo del Tribunal Supremo pueda convertirse en un elemento clave en los resultados del 10 de noviembre, o al menos en el debate público de esta precampaña infinita a la que asistimos entre la irritación y la perplejidad . “El clima político lleva años envenenándose y, a medida que nos acercamos a La Sentencia, nos distanciamos de cualquier racionalidad”, escribía hace unos días Sergi Pàmies en La Vanguardia. Así es. La racionalidad, ese rasgo netamente humano que debería caracterizar la disputa política, la discusión mediática y la convivencia social, corre tanto peligro de extinción como el lince ibérico.

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