El pasado jueves 14 de marzo regresaba del Congreso de Periodismo Digital de Huesca. AVE de Zaragoza a Madrid, procedente de Barcelona-Sants. Sobre las nueve de la noche, en la cafetería. Tres tipos con uniforme de ejecutivos, traje de marca, zapatos brillantes, corbata de seda con el nudo suelto, ese aire informal de killers con el deber y el horario cumplidos. “¡Que se jodan esas cerdas feministas feminazis!”, “¡Unas hostias, es lo que van pidiendo ellas y todos esos mariconazos!” A voces, y a carcajadas. Esto es lo que uno escuchó al entrar en el vagón. Gestos atónitos en el resto de viajeros presentes (aunque alguno sonreía). La camarera del tren se dirigió a los tres individuos y les exigió que bajaran la voz o se fueran de allí: “¡No tengo por qué escuchar las barbaridades que están diciendo, porque me ofenden!”. Pedí mi consumición y le comenté a la azafata si podía ayudar en algo respecto al comportamiento de aquellos cafres. Ella llamó al revisor, le explicó lo que estaba ocurriendo, y éste pidió amablemente a los ejecutivos (visiblemente cargados de alcohol y de ira en dosis similares) que le acompañaran. Se escucharon al fondo algunas voces más, y finalmente un “¡Os váis a enterar cuando lleguen los nuestros!”. No pasó más. Ni menos.
Esos tipos no han surgido de repente ni por esporas. Estaban ahí. Pensaban así o ni siquiera pensaban, simplemente sentían esa combinación de odio y desprecio hacia las mujeres, los migrantes, los homosexuales, los pobres… A la vista de los estudios demoscópicos, durante años votaron en su inmensa mayoría al PP, o a Ciudadanos, o a grupos ultraderechistas, o no votaron porque todos ellos les parecían blandos, cobardes, insuficientemente duros con “los otros”, todos aquellos que no son “los nuestros”.
No es ningún consuelo saber que España no es la excepción. “En algún momento a mediados de la segunda década del siglo XXI, la política mundial cambió drásticamente”. Así arranca el primer capítulo de Identidad, el nuevo ensayo de Francis Fukuyama, el politólogo estadounidense que a principios de los noventa escribió El fin de la historia y el último hombre, convencido de que la caída del muro de Berlín daba paso a la expansión definitiva de la democracia liberal y al entierro de la disputa entre ideologías. Como ocurre con tantos autores de vaticinios incumplidos, lo primero que intenta Fukuyama es justificarse a sí mismo, recurriendo al viejo truco de denunciar una mala interpretación de su tesis: “La palabra fin [en su célebre e impactante título] no tenía un sentido de ‘terminación’ sino de ‘meta’ u ‘objetivo’”. Sí asume Fukuyama que aquella “ola” de democratización que multiplicó por tres el número de democracias electorales en todo el mundo desde principios de los años 70 “comenzó a fallar” a mediados de la década de 2000 “y luego se invirtió” para dar paso a una “recesión democrática” que se refleja tanto en la caída del número total de democracias en el mundo como en el auge de movimientos nacionalpopulistas y autoritarios en los sistemas que se rigen por elecciones libres.
Lo interesante de los más agudos ensayos políticos suele ser el análisis de la realidad sustentado en datos comprobables, y no tanto los vaticinios o profecías por atractivas, audaces o convincentes que nos resulten. Sin afán de hacer spoiler, ¿cómo explica Fukuyama ese cambio drástico en la política mundial a mediados de esta década, cuyos hitos quizás más sorprendentes han sido el voto del Reino Unido para salir de la Unión Europea y la elección de Donald Trump como presidente de Estados Unidos? No existe respuesta sencilla a problemas complejos, pero coloquemos de una vez por todas en mayúsculas una sola palabra: DESIGUALDAD. A partir de ahí podemos encontrar un nexo que acerca el diagnóstico de Fukuyama con el que sostiene por ejemplo el Nobel Joseph Stiglitz (imprescindibles El precio de la desigualdad o La gran brecha), por citar dos nombres aparentemente contradictorios en lo ideológico.
No puede explicarse lo que nos está pasando sin tener en cuenta las dos grandes crisis financieras, la de las subprime en EEUU y la de la deuda griega en Europa, cuya gestión (“políticas de élite” en palabras de Fukuyama) derivó en “enormes recesiones, altos niveles de desempleo y caída de ingresos de millones de trabajadores comunes en todo el mundo”. Eran precisamente Estados Unidos y Europa los grandes referentes y motores de la democracia liberal, y por tanto esas crisis han vapuleado su reputación.
Como tampoco es posible explicar la velocidad en el auge de los nacionalismos y de los movimientos populistas xenófobos sin tener en cuenta la revolución digital y el poder multiplicador de las redes sociales, que ayudan y mucho a potenciar lo que Fukuyama define como las políticas de “la identidad” y “del resentimiento”. Si en el siglo XX la izquierda se distinguía por su lucha por la igualdad, la protección social y una redistribución más justa de la riqueza, mientras la derecha tenía como prioridad reducir el tamaño del Estado y promover el sector privado frente al público, a mediados de 2000 las fuerzas progresistas parecen haber concentrado sus esfuerzos en “defender los intereses de grupos percibidos como marginados (negros, inmigrantes, mujeres, hispanos, la comunidad LGTB…)” en tanto que la derecha “se redefine como patriotas que buscan proteger la identidad nacional tradicional, a menudo explícitamente relacionada con la raza, el origen étnico o la religión”.
Hay un hilo no invisible que conecta a los votantes del Brexit con los simpatizantes de Putin o los votantes de Trump o los potenciales seguidores de Vox: todos comparten un nacionalismo excluyente y un resentimiento por lo que perciben como “humillaciones” del “mundo exterior” contra su “identidad” (o identidades, porque varían según el país, la raza, la religión, etc). Deberíamos dejar de sorprendernos por el hecho de que mucha gente vote exactamente lo contrario a sus intereses económicos personales o familiares. Asumamos que desde siempre existen motores irracionales, emocionales o sectarios que ponen en marcha acciones políticas regresivas y hasta criminales. Atendamos a un riesgo aún mayor: la capacidad de esos movimientos postfascistas o nacionalpopulistas para contaminar el debate público, y para arrastrar a sus discursos a quienes los reciben como competidores directos en su mismo espacio electoral. (Miren cómo Casado y Rivera persiguen las liebres que va soltando Abascal).
A cinco semanas de las elecciones generales del 28 de abril, es posible que los tres imbéciles que viajaban en ese AVE el 14 de marzo entre Barcelona y Madrid tengan más que claro su voto (aunque si les pregunta un encuestador contesten que aún no lo han decidido). Pero uno confía en que España está llena de gente como esa camarera del tren, capaz de defender su dignidad y la de los viajeros silenciosos que miraban para otro lado. Y uno confía en que las fuerzas que defienden el progreso sean capaces de compartir un plan sólido e ilusionante contra la DESIGUALDAD, en favor de sistemas de bienestar sostenibles, tan capaces de cuidar de los más débiles como del planeta. ¿Es tan difícil levantar la bandera de la democracia, la ciudadanía y la diversidad como una identidad prioritaria frente a todas las identidades excluyentes? Uno quiere votar con la cabeza, el corazón y las tripas, aunque sólo fuera para que nuestras hijas hereden dignidad y no resentimiento.
El pasado jueves 14 de marzo regresaba del Congreso de Periodismo Digital de Huesca. AVE de Zaragoza a Madrid, procedente de Barcelona-Sants. Sobre las nueve de la noche, en la cafetería. Tres tipos con uniforme de ejecutivos, traje de marca, zapatos brillantes, corbata de seda con el nudo suelto, ese aire informal de killers con el deber y el horario cumplidos. “¡Que se jodan esas cerdas feministas feminazis!”, “¡Unas hostias, es lo que van pidiendo ellas y todos esos mariconazos!” A voces, y a carcajadas. Esto es lo que uno escuchó al entrar en el vagón. Gestos atónitos en el resto de viajeros presentes (aunque alguno sonreía). La camarera del tren se dirigió a los tres individuos y les exigió que bajaran la voz o se fueran de allí: “¡No tengo por qué escuchar las barbaridades que están diciendo, porque me ofenden!”. Pedí mi consumición y le comenté a la azafata si podía ayudar en algo respecto al comportamiento de aquellos cafres. Ella llamó al revisor, le explicó lo que estaba ocurriendo, y éste pidió amablemente a los ejecutivos (visiblemente cargados de alcohol y de ira en dosis similares) que le acompañaran. Se escucharon al fondo algunas voces más, y finalmente un “¡Os váis a enterar cuando lleguen los nuestros!”. No pasó más. Ni menos.