“La calle es mía” bramaba don Manuel Fraga Iribarne desde su despacho ministerial ante las movilizaciones de la izquierda recién salida de la clandestinidad y la cárcel en los agitados tiempos de la Transición. “La calle es nuestra” presume orgulloso hoy el independentismo catalán acompañado por esta nueva izquierda sin una sola cicatriz en su currículum, que tiene la osadía de llamar "presos políticos" a los dirigentes y altos funcionarios empitonados por el Constitucional y "represión" a la acción de la policía judicial tras la orden emitida por jueces que aprecian delito en acciones de responsables de la administración catalana.
Y toman la calle y participan en el acto final de esta representación tosca y visceral, que va discurriendo según el orden programado por los propios actores: fecha del referéndum, legislación ilegal sin garantías para quien discrepa, agitación contra el Estado democrático que se defiende frente a los golpistas presentados como víctimas, señalamiento de la justicia independiente como brazo armado de un supuesto Estado opresor y finalmente movilización callejera para agitar la pacífica rutina ciudadana, asustar a los tibios y, si la cosa sale bien y va a más el estrépito en la calle, forzar a ese Estado que niega derechos a dialogar sobre las condiciones exigidas por los protagonistas del drama.
Es previsible, por tanto, que sigan las manifestaciones y algaradas, igual que es previsible que la justicia siga actuando, y unos y otros se alimenten en el bucle que con tanto acierto había calculado el independentismo. La acción/reacción cada vez más intensa.
Y más aún cuando la movilización así planificada, y apoyada, sin mucho éxito, pero con entusiasmo prerrevolucionario, por la izquierda no nacionalista tan amiga de registrar la calle como suya, ha sembrado ya cierta inquietud entre esa otra izquierda constitucionalista que se siente incómoda ante la movilización callejera porque le concede el valor de uso de muchos años de política a pie de calle, en aquel tiempo en que uno se la jugaba de verdad, no como ahora.
El referéndum ya parece estar bastante desactivado: no hay papeletas, ni mesas, ni interventores, ni colegios, ni las más mínimas garantías. No es que antes hubiera muchas, pero a la vista de la actuación de la Justicia frente a la ilegalidad que de forma consciente se está cometiendo, el frente golpista ya empieza a hacerse cuentas y concluye que lo del 1-O está bastante complicado. Bueno, no todos: Puigdemont parece creerse aún que podrá sacarlo adelante.
De modo que, con la excepción del presidente y algún que otro despistado que seguro que lo hay, los actores de esta tragicomedia en varios actos confían en la revuelta callejera como recurso final. Cuanto más ruido, cuanta más agitación, más inquietud y nervios en el Gobierno y más posibilidades de que se sumen al carro del independentismo voluntades hasta ahora indecisas. Es para ellos hoy la única estrategia posible. De ahí que hayamos visto imágenes tan sorprendentes como la de la presidenta de un poder legislativo azuzando a las masas contra otro poder del Estado, el judicial. Si la calle no responde, el llamado procés entrará en algo parecido a la vía muerta. Por eso se necesita repintar constantemente el trazo grueso del enemigo común, por eso se llama a la Guardia Civil que ejerce de herramienta judicial “fuerza de ocupación” y por eso se hurta a la ciudadanía la realidad de que quien está actuando no es un Estado extranjero opresor, sino jueces catalanes, y que todos los actores de este melodrama sabían perfectamente que incumplir la ley y encima ponerse chulos tendría como respuesta la aplicación de las previsibles sanciones.
Hay mucha más entraña que razón, y se ha desterrado la duda como guía de viaje. Todo está clarísimo y es elemental: el malo es el Estado centralista y los buenos son los que incumplen las leyes de ese Estado.
El viaje programado por el independentismo se va cubriendo etapa a etapa y en ésta final confían en la experiencia de la CUP y los apoyos de la izquierda centralista desnortada –esa que llama preso político al político preso– para ganar la calle y salir airosos.
El límite es el revolucionario octubre, hasta cuya llegada apretarán todo lo que puedan y más aún.
No es muy difícil imaginar que lo que vendrá después acaso se parezca bastante a lo que se llama técnica y popularmente hacer política. O sea, crear espacios de realidad no virtual en los que moverse para ofrecer a los ciudadanos algo más que un mundo feliz, quizá soluciones a sus problemas y esas cosas menores. Cuando se calle el estrépito de este fallido viaje, llegará el momento de convocar unas elecciones autonómicas y desde el parlamento y el gobierno que salgan de ellas abrir –si se dibujara una mayoría independentista– un diálogo sin fecha ni meta ni camino inasumibles para el Estado, con el compromiso de respeto a las reglas y la voluntad de hacer política posible, no revoluciones imposibles.
Entretanto, seguirá el ruido sin nueces y la propaganda que activa los bajos y daña la razón. E imagino que también la marcha de la llamada máquina judicial aplicando castigos y sanciones a quienes han violado la ley. Esos que cuando les llegue el embargo de cuentas quizá se pregunten si para este viaje hacían falta estas alforjas, en particular sin son ellos quienes las van a llenar de su propio bolsillo. Porque una cosa es tomar la calle para atemorizar a un poder estatal y destrozar patrimonio público, y otra muy distinta quedarse en ella para pasar algunos lunes al sol.
“La calle es mía” bramaba don Manuel Fraga Iribarne desde su despacho ministerial ante las movilizaciones de la izquierda recién salida de la clandestinidad y la cárcel en los agitados tiempos de la Transición. “La calle es nuestra” presume orgulloso hoy el independentismo catalán acompañado por esta nueva izquierda sin una sola cicatriz en su currículum, que tiene la osadía de llamar "presos políticos" a los dirigentes y altos funcionarios empitonados por el Constitucional y "represión" a la acción de la policía judicial tras la orden emitida por jueces que aprecian delito en acciones de responsables de la administración catalana.