La ceguera moral

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La historia del pensamiento y de la política está llena de incoherencias gloriosas. Los mismos filósofos que escribieron páginas sublimes sobre el bien y la justicia, sobre el ideal moral o sobre la igualdad de los seres humanos, luego, en sus opiniones acerca de asuntos prácticos y políticos, no ocultaban sus prejuicios machistas y racistas. La lista de ejemplos es abundante, por lo que me limitaré a señalar un par de ellos. Es bien sabido que Aristóteles, a pesar de haber llevado la reflexión sobre la ética a un plano muy superior al de épocas anteriores, justificó la esclavitud como manifestación de una desigualdad natural entre las personas. Immanuel Kant, quizá el pensador más profundo de la historia sobre la naturaleza del deber moral, escribió textos que hoy producen gran sonrojo sobre las “razas” inferiores. La máxima del imperativo categórico, “obra de tal modo que trates a la humanidad, tanto en tu persona como en la de cualquier otro, siempre como un fin y nunca solamente como un medio” se detenía en los negros y otras “razas” inferiores.

El mismísimo Thomas Jefferson, el autor de la declaración de independencia norteamericana, dejó para la posteridad estas palabras con las que se abre dicha declaración: “Tenemos las siguientes verdades por evidentes en sí mismas: que todos los hombres son creados iguales; que su creador les ha otorgado derechos inherentes e inalienables; que entre estos están la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad…”. A pesar de estas bellas palabras y de haber escrito en contra del esclavismo, Jefferson tuvo esclavos en su finca de Monticello en Virginia y adoptó como amante a una de sus esclavas, con quien tuvo seis hijos y a la que nunca liberó de su condición de esclava.

Las declaraciones misóginas o machistas de los grandes filósofos llegan hasta bien entrado el siglo XX. En España, Ortega y Gasset dejó páginas indescriptibles sobre la naturaleza de la mujer en el capítulo 6 de su libro El hombre y la gente. A su juicio, la mujer se distingue del hombre por su confusión natural, por su inferioridad vital y por una relación con su cuerpo distinta de la que el hombre tiene con el suyo. Gracias a la debilidad vital de la mujer, esta hace feliz al hombre y ella misma se siente feliz por su debilidad. Mejor que no siga.

Desde la perspectiva del presente, cuesta entender que personas tan perspicaces y agudas a propósito de las cuestiones más difíciles para el intelecto, luego tuvieran semejantes opiniones sobre asuntos, vamos a decir, “mundanos”, sobre todo cuando dichos asuntos entraban en abierta contradicción con las tesis abstractas que defendían en sus obras más celebradas.

La ceguera que han mostrado incluso los más grandes pensadores nos hace ver que una cosa son las ideas filosóficas sobre el bien, la justicia y la igualdad y otra bien distinta nuestra sensibilidad moral. Mientras que las ideas del intelecto pueden ser el resultado de argumentos lógicos impecables y, por tanto, válidos en toda época y cultura, la sensibilidad moral es producto de la historia, la educación y la socialización. En este sentido, resulta evidente que los grandes pensadores no podían sustraerse completamente a la condición de “hijos de su tiempo”. Esta constatación no debe operar como un eximente moral, sino tan sólo como una forma de entender la contradicción subyacente.

Haríamos mal en suponer que en nuestra época hemos superado la ceguera moral en todas sus variantes. Es cierto que las opiniones racistas y machistas ya no disfrutan de respetabilidad intelectual alguna, pero eso no quiere decir que no subsistan otras formas de ceguera que, en un futuro no muy lejano, serán motivo de entretenimiento y pasmo para las generaciones que vengan tras la nuestra.

En concreto, me gustaría sugerir que el mayor cambio que se está produciendo en la sensibilidad moral de nuestra época es aquel que afecta a nuestras relaciones con los animales. Dentro de unos años, no soy capaz de precisar cuántos, la gente se preguntará con cierta incredulidad cómo todavía a principios del siglo XXI los seres humanos nos seguíamos comportando de forma tan cruel y arbitraria con los animales. Señalarán a aquellos pensadores que actuaron como pioneros y fueron capaces de entender, ante la incomprensión general, que los seres humanos tenemos obligaciones para con los animales (Peter Singer, Kristine Koorsgard y Jesús Mosterín, por citar sólo a filósofos), careciendo de toda justificación tanto las actividades recreativas que dependen de la muerte del animal (la caza, los toros) como las prácticas industriales de producción de carne para consumo humano que suponen unas condiciones de vida degradantes y de gran sufrimiento para los animales.

Por un lado, el progreso tecnológico, en la forma de carne sintética, y, por otro, los imperativos medioambientales, contribuirán decisivamente a consumar el cambio de nuestra sensibilidad moral con los animales. No tengo ninguna duda de que, con el paso del tiempo, lo que hoy nos parece normal será percibido como una ceguera inadmisible. Siendo esa la tendencia histórica, no estaría de más que entre todos contribuyéramos en lo posible a acelerar la llegada de una época en la que el sufrimiento animal sea considerado inadmisib

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La historia del pensamiento y de la política está llena de incoherencias gloriosas. Los mismos filósofos que escribieron páginas sublimes sobre el bien y la justicia, sobre el ideal moral o sobre la igualdad de los seres humanos, luego, en sus opiniones acerca de asuntos prácticos y políticos, no ocultaban sus prejuicios machistas y racistas. La lista de ejemplos es abundante, por lo que me limitaré a señalar un par de ellos. Es bien sabido que Aristóteles, a pesar de haber llevado la reflexión sobre la ética a un plano muy superior al de épocas anteriores, justificó la esclavitud como manifestación de una desigualdad natural entre las personas. Immanuel Kant, quizá el pensador más profundo de la historia sobre la naturaleza del deber moral, escribió textos que hoy producen gran sonrojo sobre las “razas” inferiores. La máxima del imperativo categórico, “obra de tal modo que trates a la humanidad, tanto en tu persona como en la de cualquier otro, siempre como un fin y nunca solamente como un medio” se detenía en los negros y otras “razas” inferiores.

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