Cinco años de guerra en Siria: por qué no se arreglan las cosas

Lola Bañón Castellón

Este mes se cumplen cinco años del inicio oficial de la guerra en Siria, en medio de una frágil tregua que lejos de ser una esperanza, puede ser el preludio de la agudización de la desgracia. Sin embargo, toda esta historia tiene un porqué y esas razones son las que muestran que el fracaso en la consecución de la paz no es una fatalidad del destino sino una cadena de desatinos que se inició mucho tiempo atrás y no precisamente en el país árabe.

Para empezar, la ingeniería de este conflicto comenzó mucho antes con los intentos, entre otros, de Estados Unidos, que en el 2003 instó a Siria a romper con Hizbulla, expulsar a Hamas, limitar el nivel de relaciones con Irán y negociar con Israel. En esa atmósfera previa que algunos analistas se atrevieron a calificar frívolamente como “caos creativo” llegó posteriormente el episodio histórico de la también extrañamente llamada Primavera Árabe. Desde hace cinco años, la narrativa preferente habla de una Siria leal a la familia Al Asad contra otra Siria partidaria de derribar el régimen. Pero después de todo ese tiempo, aunque solo sea por el luto por los miles de muertos y la pena por los refugiados, se requiere un mayor esfuerzo en el análisis y en la mirada: durante décadas, las calles de Damasco o de Alepo han sido escenario de convivencia estable entre sunitas, chiitas, cristianos o alawitas, una relación humana relativamente respirable incluso en una situación política de opresión. Algunas cosas ocurrieron para que se desencadenase la explosión.

En ese contexto de aparente calma, el comentario que muchas veces, obviamente en privado, escuchabas cuando visitabas cualquier ciudad siria, era referido al estupor de los sirios por el apoyo de Occidente a algunos movimientos islamistas radicales. De esos preparativos bélicos ya me hablaron algunos amigos en aquel Damasco de la presunta tranquilidad y el té. Les recuerdo, señalándome al horizonte, apuntando con sus cigarros: “mira todo esto, un día, pronto, será una piscina de sangre”. Este comentario, en medio de una sosegada conversación, me resultó inquietante; pero al fin y al cabo, andábamos con tranquilidad por las calles sirias, bien entrada la madrugada. En medio de aquel silencio, gente muy politizada, profesores en la universidad, veían lo que iba a venir.

Aquellos comentarios sirven para analizar el contexto y para avanzar en el intento de entender por qué no se arreglan las cosas en Siria: en primer lugar, porque esta guerra no es civil, sino el tablero donde los demás dirimen sus propias batallas, es un polvorín donde Turquía, Irán, Arabia Saudita, Rusia y Estados Unidos se mueven para ganar posiciones de influencia y poder en el orden regional.

Los sirios están en este fuego cruzado y su casa se ha convertido en el nuevo episodio de la guerra fría. Es una lucha también por el gas y petróleo, donde Rusia intenta expandir su negocio, Qatar proyectar oleoductos que lleguen al Mediterráneo y Turquía, con una economía baqueteada y una lira menguada en un 40% en un año, necesita de un suministro de crudo barato y quiere aumentar su volumen de negocio con Irán, gran productor ante una Arabia Saudita que hoy por hoy está perdiendo enteros. Leyendo la historia es indudable que Siria ha sido el carrefour de las potencias mundiales con ansias en aquel terrenocarrefour ; tradicionalmente no se ha podido establecer un centro de fuerza en aquella tierra sin controlar el territorio sirio, que es la base de la creación geoestratégica de la zona. Aunque esta semana se cumplen cinco años del inicio oficial de la llamada guerra civil en Siria, lo cierto es que en un par de meses se llegará al centenario del pacto colonial que a golpe de tiralíneas diseñó el mapa artificial de Oriente Próximo que está en la base de los conflictos de hoy en día.

Las últimas generaciones de árabes han pasado sus vidas en los límites diseñados en 1916 por el acuerdo Sykes Picot, que dividió las proporciones de territorio e influencia que debían repartirse el Reino Unido y Francia. Los primeros se quedaron con Transjordania, Iraq y Palestina, mientras que Líbano y Siria fueron para los franceses. La hegemonía y los intereses económicos fueron los diseñadores de esa arquitectura cartográfica; por eso en el mapa de Oriente Próximo las líneas son rectas ignorando circunstancias orográficas. Ahora, cien años más tarde, es Daesh, el autodenominado Estado Islámico, quien resume sus objetivos en dinamitar los trazos de los mapas de este acuerdo de las dos potencias europeas.

Cinco años de guerra también han dejado ver que los rastros del poder colonial y los objetivos del Daesh confluyen en algunos de sus métodos de destrucción y también en su deseo de cambios de fronteras: algunos consejeros políticos –especialmente norteamericanos– desde sus despachos, alejados del hambre y el éxodo que han de emprender los refugiados, postulan la balcanización o partición del país que, según ellos debería ser efectuada bajo la dirección de Rusia y de Estados Unidos.

Al Asad no se irá, bien sostenido como está por el apoyo que recibe de Rusia, Iran y Hizbulla. Al menos desde hace medio año, Al Asad tiene ayuda de pilotos y aviones militares de Putin en una acción que será decisiva. Rusia seguirá en esa línea, pues tiene mucho que lamentar si las cosas van mal a Al Assad: podría verse privada de su base naval en Tartus y no solo eso, además podría perder la posibilidad de vender energía a Europa al convertirse Siria en el paso natural del gas del Golfo Pérsico a Turquía y consecuentemente hacia nuestro continente. Rusia tiene claro a quién ayuda y el porqué, pero Europa y Estados Unidos navegan en un zigzag peligroso sobre en quién pueden depositar su plan.

El secretario de Estado de EEUU, John Kerry, en una comparecencia oficial dedicada al precario alto el fuego, hizo referencia a un llamado “Plan B” para cuando se haga oficial el fracaso de esta tregua. Kerry admitió sutilmente que se acerca el momento en que sea ya imposible mantener una Siria unida en su integridad territorial. Estas hipotéticas nuevas fronteras podrían derivar en una territorio alawita, otro kurdo y un tercero, en donde reside la mayor parte de la población, en la zona que va de Damasco a Alepo, con mayoría de musulmanes sunitas.

Bashar al Asad tiene además de la ayuda de Rusia otra ventaja adicional: una oposición laminada y con complicadas relaciones entre ellos. Hay grupos que cuentan con el apoyo de los Estados Unidos y otros que se definen claramente como islamistas. Les une su denostación al presidente y su lucha contra el Estado Islámico, porque sí, hay islamistas contrarios a Daesh. Y prácticamente todos han sido denunciados por las organizaciones de derechos humanos.

En toda esta caótica combinación de circunstancias, miles de jóvenes en Oriente Próximo y algunos en Europa buscan orientación y motivación a sus vidas vacías –y también un salario y un pan– uniéndose a la máxima empresa generadora de algo similar a un empleo, que es el Estado Islámico, un proyecto que es alimentado por el fuel de más de cincuenta mil cuentas de twitter que penetra en las casas y cibercafés donde jóvenes sin espacio real para la vida buscan oxígeno en el territorio virtual de las redes, una nebulosa irreal donde las particiones geoestratégicas y los mapas de la imaginación de las cancillerías no tienen vigencia ni capacidad de consideración.

Un millón de residentes solo en Alepo han dejado sus casas, enfermedades erradicadas de Siria como la polio han regresado y gente que estuvo en las cárceles de Al Asad ha visitado el cautiverio de los zulos del Estado Islámico. Cuatro millones de sirios refugiados arrastran su miseria en su escapada y en ese huir, la facción mayoritaria, la de la gente decente, nunca es la llamada a negociar ni a debatir. Hoy todos nuestros recuerdos de Siria parecen incluso fantasías, pero para aquellos que hemos conocido el país antes de la guerra, nos parece un momento cinematográfico el té en un bazar, la actividad industrial en Alepo o las iglesias al lado de las mezquitas. Sin embargo, algo de todo eso, no hace mucho más de cinco años existió de alguna manera y en algunas partes de Siria.

Cinco años después, todo este desastre requiere una nueva cartografía de la esperanza y de acción necesaria para acabar con este drama. Para ello, hay que conseguir el control de Daesh y Al Nusra, la facción siria de Al Qaida; el abandono de las locas ideas de partición basadas en el sectarismo y la instauración del respeto a los sentimientos de la identidad nacional siria, una respuesta confederal –que no un estado– a la cuestión kurda y por encima de todo, la consideración de que Europa necesita una buena dosis de realismo y afrontar el problema de los refugiados desde algo más que la irreal recomendación de que no vengan, tal y como hizo hace unos días el presidente del consejo europeo Donald Tusk. Europa también tras los resultados de los procesos de la Primavera Árabe tiene que contemplar en su acción las lecciones de los últimos años de intervenciones en el Oriente Próximo: no se pueden abordar procesos de ayuda a la democracia y al desarrollo de las libertades si se destruyen las estructuras de estado.

Cinco años después, la guerra en Siria sigue sin solucionarse. Aquí queda un pequeño diagnostico del porqué y también el retrato de la reivindicación de que deben ser los sirios y solo los sirios los amos y señores de su destino.

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Lola Bañón Castellón es periodista y profesora de Periodismo en la Facultad de Filología y Comunicación de la Universidad de Valencia.

Este mes se cumplen cinco años del inicio oficial de la guerra en Siria, en medio de una frágil tregua que lejos de ser una esperanza, puede ser el preludio de la agudización de la desgracia. Sin embargo, toda esta historia tiene un porqué y esas razones son las que muestran que el fracaso en la consecución de la paz no es una fatalidad del destino sino una cadena de desatinos que se inició mucho tiempo atrás y no precisamente en el país árabe.

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