“Sólo te puedo dejar ver las cámaras con orden judicial”.
Hay días que mi vida parece una serie de televisión, y no suelen ser los buenos.
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Están por todas partes: en las calles, en los bancos, en los portales. En las series las llaman CCTV (circuito cerrado de televisión) y las revisan obsesivamente para buscar sospechosos, deshacer coartadas y… Y para nada, porque muchas no están conectadas.
“Aquí no van a robar nunca, que hay cámara” es el nuevo “No tengo alarma, pero he puesto el cartel”. Por eso los descuideros a la antigua pasan de las cámaras modernas.
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Impresiona entrar en comisaría para hacer una denuncia. Entras buscando a Vic Mackey o al inspector Giralt y sólo encuentras retazos de sus conversaciones:
– El detenido no tiene abogado. Llama uno de oficio.
No aparece Diane Lockhart y yo sigo con mi historia: “Había también unas gafas graduadas, un pen drive con la forma de R2D2, un boleto de la primitiva…”.
Ahí mi amigo estalla:
– Pase que seas una friki de Star Wars, pero es lamentable que alguien inteligente como tú gaste dinero en juegos de azar...
Lo ignoro mientras él calcula:
– Vamos a suponer que llevas haciéndola desde los treinta, que es una suposición muy generosa porque que eres mucho más boba de lo que pensaba; más la de navidad, más algún extra, más…
– Cállate.
– Fácil más de dos mil euros regalados al Estado…
– Que te calles.
– Y tú no crees en este Estado.
– Tengo una foto del boleto. Y sé dónde y cuándo lo sellé. No te rías, por favor...– le suplico al Policía.
Mi amigo me anula la dignidad. El banco las tarjetas. El Estado el DNI. En pleno desamparo, me puede la curiosidad:
– ¿Si te hago una pregunta me contestas la verdad? ¿Vais a ir a ver las cámaras o pasáis porque tenéis crímenes más importantes?
– Eso es información confidencial– me advierte muy serio.
– Igual si pones como recompensa la primitiva, te devuelven la cartera y no hace falta…– dice mi amigo para regocijo del poli.
– Sois muy graciosos. ¿Cuál de los dos me presta pasta para un bonometro, que me han robado dos completos?
– Yo soy funcionario, no puedo.
– Yo soy empresario, tampoco puedo.
Estos dos se han hecho amigos.
Ellos no irán esa tarde a escuchar a Mark Thompson, CEO de The New York Times, hablar de la posverdad y de cómo la gente espera lo peor de los demás. “Si un mexicano comete una violación, Trump eleva la anécdota a categoría y jura que todos los mexicanos son violadores. Como lo dice el presidente de Estados Unidos, muchos lo creen”.
Recuerdo “Las brujas de Salem” en versión de Eduardo Mendoza. “¿Desde cuándo el que acusa siempre es sagrado?”, pregunta Miller. Basta con soltar un tuit o una mentira, difama que algo queda. El policía continúa:
– ¿La camarera ha dicho que el ladrón era latinoamericano?
– Lo ha dicho, pero no puede jurarlo: el tipo iba tapado hasta las cejas.
– ¿No lo apunto entonces?
– No.
– Tu amiga es un poco rara, ¿no?– comenta el policía como si yo no estuviera. Luego me avisa: “Tienen tu dirección y tus llaves, hasta las llaves de tu coche. Deberías tener cuidado”.
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Tengo cuidado de no asignar el delito a un prejuicio.
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La primitiva no toca (ni a mí ni al ladrón). Aparecen R2D2 y las llaves. El descuidero se queda las gafas: “Para lo que hay que ver…”, pienso. Pero, también, sin prejuicios, protesto: “Capullo, estaban perfectamente graduadas”.
“Sólo te puedo dejar ver las cámaras con orden judicial”.