Mujer feminista, mamá, mamá

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El viernes, día 8 de marzo, mi hijo tuvo fiebre y me quedé en casa con él. No fui a la manifestación. Mojé un paño en agua fría y se lo pasé por la frente. Le aguanté el brazo pegado al costado para que el termómetro diera la temperatura. Llené la jeringa de medicina y le dije: abre, está rico. Cambié las sábanas. Le di cientos de besos. Le respiré. Este niño huele a pan. Me tumbé a su lado y me leí la mitad del último libro de Luis Landero, Lluvia fina, mientras él dormía. Me enfadé después. Conmigo, claro. Pero el niño estaba malo. Y una madre no deja a un hijo con fiebre en la cama diciendo mamá, mamá.

O sí.

Nadie me pidió nada y rechacé las ofertas. Así que asumí que ya no llegaba a ninguna parte, que nunca encontraría a mis compañeras, que la ciudad estaba lejos para ir y volver en un intervalo de bajadas de fiebre, pensé en escribir este texto, redimir parte de mi culpa, mostrar mi contradicción. Y poner, línea bajo línea, cómo el feminismo, mi propia identidad y mi condición sine qua non con respecto al reparto de las tareas y, sobre todo, de los cuidados, han sido dinamitadas mil veces después de ser madre. El padre estuvo allí con nosotros. Pero no estoy hablando de él.

O sí.

No es este un acto de contrición por no haber ido a manifestarme. La que decide quedarse soy yo y abrazo las razones, pero no quiero aceptar las raíces que me susurran que soy irremplazable vigilando la fiebre. No voy a equivocarme: la cultura que sitúa a las madres en el ojo de esta doble vida esquizofrénica tiene un nombre contra el que luchamos. Muchas mujeres necesitamos que el feminismo, en ese lugar donde la política se toca con la intimidad, nos ayude a revisar nuestra faceta, condición, nuestras aristas interiores. ¿Cómo se hace? No formo parte de un pack: quiero elegir todas y cada una de las variables. ¿Pero puedo elegir? No quiero pendular entre polos antagónicos. No quiero estar siempre en juicio político si no tengo opciones.

No se trata solo del papel que sí o no tiene el otro en la crianza, se trata de la exigencia misma que la maternidad nos impone, no me engañéis, ¿de verdad parte esto de mí? ¿Es el instinto maternal la mejor construcción cultural de todos los tiempos? El ideal actual de la maternidad, además de muy exigente, me resulta inalcanzable y señala un camino para las mujeres: la culpa y la responsabilidad. Y el lugar donde la maternidad tiene lugar hoy es un paisaje hostil. No me refiero a que proliferen lugares babyfriendly, hablo de que la maternidad se convierta en un asunto general, público y político, sin arrojarse como arma electoral o esperar que paramos críos para sostener las pensiones. Y es en este lugar, donde la madre que una vez tuvo un trabajo y peleó desde niña por llegar a tenerlo se enfrenta a los juicios ajenos, intenta simultanear la mejor crianza posible con tener una vida laboral que le permita ser independiente para tomar decisiones sin verse lastrada.

En el discurso maternal, la madre, también las que crían solas, pueden llegar a sentir esta confusión torpe e injusta entre lo que significa criar con apego y tener que regresar a un trabajo. Vivir en el juicio constante de hombres y mujeres conocidos y desconocidos en torno a portear, construir torres con juguetes de madera ecológica, sembrar un huerto por muy anticapitalista que esto sea aunque no tengas tiempo ni para poder respirar hasta el fondo del pulmón. ¿Hay más hombres tejiendo últimamente o solo nos ha dado a nosotras por la recuperación de las labores y las conservas? Además de la mercantilización de todo aquello que tenga que ver con la maternidad y su cantidad ingente de talleres y cursos para ser las mejores, para capitalizar lo natural.

¿Estamos derribando el mito o nos lo están reconstruyendo a medida?

Esther Vivas ha escrito un libro que se titula Mamá desobediente. Una mirada feminista a la maternidad y arranca así: “El ideal materno oscila entre la madre sacrificada, al servicio de la familia y las criaturas, y la superwoman capaz de llegar a todo compaginando trabajo y crianza”. Y ahí respiramos.

En La mejor madre del mundo, Nuria Labari sostiene con puntería bajo la ficción de una inteligente novela cómo las mujeres nos hemos convertido en seres bicéfalos: con una cabeza hemos sido educadas para ser madres y con otra para ser hombres. Una igualdad mal entendida, o entendida solo desde uno de los puntos de vista, porque mientras nosotras estudiábamos como ellos, aprendíamos a hacer todo lo que ellos hacían, accedíamos al mundo laboral y empezábamos a exigir ser iguales, ellos no han hecho el camino hacia este encuentro. “Necesitamos que ellos sean también bicéfalos con una cabeza construida hacia nosotras. Es un dolor social, hay que llegar a la igualdad”.

Esther Vivas: "La maternidad no es una cuestión individual, es una cuestión política"

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Esto no va de idealizar la maternidad o no. Va de elecciones. Esto va de la desaparición del clan y de los vacíos que deja. Esto va del tiempo que nos queda y los mecanismos que tenemos para ser felices en esta etapa de la vida. Si la forma de compaginar la maternidad con una jornada laboral es pagar por los cuidados, el sistema no mira por todas nosotras. Esto nos habla, si quitamos la maleza en torno al discurso que ha ido creciendo desde el principio de los siglos, de precariedad y de la crisis de los cuidados.

Así que este fue mi Día de la Mujer. Las fiebres no tienen agenda. Volvería a quedarme. A la mañana siguiente, el niño estaba ya bien y, en lugar del relato, seguramente, de emoción compartida que hubiera podido escribir sobre las miles de mujeres que gritaron en mi ciudad, traigo estas líneas íntimas y domésticas (que importan en la medida en que no todos somos madres, aunque todos seamos hijos) para concluir que hace mucho tiempo que necesito ver algo de nitidez en las fronteras entre la loba que amamantaba y la que escribe estas columnas y los libros.

Por cierto, me ha encantado la novela de Landero.

El viernes, día 8 de marzo, mi hijo tuvo fiebre y me quedé en casa con él. No fui a la manifestación. Mojé un paño en agua fría y se lo pasé por la frente. Le aguanté el brazo pegado al costado para que el termómetro diera la temperatura. Llené la jeringa de medicina y le dije: abre, está rico. Cambié las sábanas. Le di cientos de besos. Le respiré. Este niño huele a pan. Me tumbé a su lado y me leí la mitad del último libro de Luis Landero, Lluvia fina, mientras él dormía. Me enfadé después. Conmigo, claro. Pero el niño estaba malo. Y una madre no deja a un hijo con fiebre en la cama diciendo mamá, mamá.

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