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Begoña Gómez cambia de estrategia en un caso con mil frentes abiertos que se van desinflando

Aquí huele a muerto… y puede que haya dos

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En torno a las croquetas legendarias y el vermut de grifo de Casa Manolo, a veinte metros del Congreso de los Diputados, la exdiputada socialista Teresa Cunillera me contaba que acababa de conversar con un destacado político del Partido Popular, al que le había dicho: “Ignacio, veo que estáis como estábamos nosotros entre 1993 y 1996”… Es decir, agonizando.

Recordemos que tras una victoria electoral sorpresiva y pírrica en 1993, Felipe González afrontó una legislatura de tres años marcada por la crisis económica y por los escándalos (el juicio sobre la trama de los GAL, la fuga de Luis Roldán, el procedimiento del caso Filesa…). Fueron los años del “paro, despilfarro y corrupción”, en pegadiza tríada acuñada entonces por la oposición conservadora. Fueron los años en los que mientras conspiraban sin pudor contra el Gobierno socialista unos cuantos resentidos (Anson, Pedro J., García Trevijano, Mario Conde…), Aznar y el PP se preparaban para gobernar.

Hay algunas similitudes hoy con ese trienio nefasto para el PSOE, en el que el PP podría verse como en un espejo. El PP se encuentra en este momento, como el PSOE entonces, con un clima de opinión abrumadoramente dominado por la sensación de incapacidad económica. Incluso aunque los datos macroeconómicos sonrían, como sucedió en España a partir de 1995, persiste la idea de que la recuperación económica sólo beneficia a unos cuantos y que el Gobierno en realidad se limita a navegar en el ciclo, carente de iniciativa. Esa impresión general de inoperancia se acentúa en nuestros días con la percepción de inacción y de fracaso contra el desafío independentista en Cataluña. Es posible que Rajoy no pueda hacer mucho más de lo que hace, pero eso no quita que la gente no le castigue por lo que ve. Los gobernantes saben de esa tendencia de la ciudadanía a penalizarles por las cosas feas, aunque ellos poco pudieran hacer por arreglarlas.

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Al mismo tiempo el espacio público es ocupado por el último detalle sobre la corrupción en el PP. Los GAL se habían desarticulado en 1987 y Filesa en 1989. Y Luis Roldán fue detenido en una operación casi cómica y enviado a prisión, con lo que el Gobierno podía presumir de actuar contundentemente contra los corruptos. Pero la opinión pública tiene sus caprichos y sus tiempos. Y la abrumadora presencia de esos casos en la prensa de la época daba la sensación de que ninguno de ellos estaba desactualizado. Rajoy puede pensar hoy que los casos Gürtel y Púnica son cosa del pasado, que esos señores ya no están en el PP, y que, en efecto, algunos de ellos están en la cárcel o en el banquillo. Sin embargo, es ahora, con la visibilidad persistente de esos asuntos en los medios, cuando la opinión pública ya ha llegado a la conclusión generalizada de que el PP es un partido corrupto y que es imposible que Rajoy no supiera que todo aquello pasaba a su alrededor. Nunca se demostró que Felipe González fuera “la x de los GAL”, ni que participara de la financiación ilegal de su partido, pero a la opinión pública no le hacía falta la sentencia judicial. Entre 1993 y 1996, ya se le percibía como un líder amortizado. A Rajoy le está pasando ahora exactamente lo mismo y con las mismas consecuencias internas. Es impresionante la velocidad con la que los tuyos empiezan a huir del barco cuando empieza el naufragio. Rajoy puede creer que su gente está más tranquila cuando él ha anunciado que está dispuesto a seguir siendo el candidato a la presidencia, y es muy probable que nadie le diga a la cara lo contrario, pero cuando la sensación generalizada es que al líder le flaquean las fuerzas, los cenáculos y las maniobras contra él se multiplican de inmediato.

A la dolorosa generalización de que hay un Gobierno a la deriva se añade otra similitud con la España del trienio 93-96: la confirmación de una alternativa aparentemente solvente. Entonces fue Aznar. Hoy es Albert Rivera. Al primero –que perdió de manera humillante ya en el 93– le costó mucho más que al líder de Ciudadanos. Pero éste último disfruta estos días de las mieles del beneplácito de la población. Se empieza a hablar de él como el próximo presidente del Gobierno, aunque solo sea como hipótesis. Las encuestas ayudan a fijar esa idea, que a su vez se refuerza y de modo circular vuelve a reflejarse en los sondeos. De pronto, hay en las sociedades una temperatura en la que una idea empieza a solidificarse, como cuando el agua se convierte en hielo. La idea de que Ciudadanos puede convertirse en la alternativa de Gobierno está llegando a ese punto.

La decadencia del PP y del Gobierno deja en el ambiente un olor a muerto difícil de eliminar. Es el rastro que deja en el ambiente un amortizado Rajoy, pero también el que deja quien, en principio, se suponía que debía sucederle en el Gobierno, que ha sido históricamente el líder del PSOE. De seguir así las cosas, y si Albert Rivera no comete errores graves, podríamos asistir en el plazo de dos años al entierro conjunto de los dos líderes de los principales partidos políticos españoles.

En torno a las croquetas legendarias y el vermut de grifo de Casa Manolo, a veinte metros del Congreso de los Diputados, la exdiputada socialista Teresa Cunillera me contaba que acababa de conversar con un destacado político del Partido Popular, al que le había dicho: “Ignacio, veo que estáis como estábamos nosotros entre 1993 y 1996”… Es decir, agonizando.

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