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¿Guerra de leyes en Cataluña?

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José Sanromá Aldea

La resolución 1-XI del Parlamento catalán, aprobada el 9 de noviembre, es una declaración de guerra bajo un manto de juridicidad. Es el hito que marca la voluntad de emprenderla hasta conseguir, en Cataluña, un Estado independiente.

No es sorpresiva. Estaba anunciada en la hoja de ruta hacia la independencia elaborada al alimón por políticos y juristas. Con ella se pretende la desconexión de las instituciones del Estado. En base a ella, la única autoridad pública en Cataluña sería solo la de la Generalitat y el ordenamiento jurídico aplicable sólo el que emanara de sus instituciones.

Utilizar la palabra "guerra" puede resultar excesivo. Nadie quiere ni piensa que la sangre vaya a llegar al río. Desde esta perspectiva su empleo es alarmista. Por una parte, el independentismo en Cataluña es pacífico y ajeno a toda veleidad terrorista. La democracia española, en correspondencia, no debe usar (ni siquiera debería exhibir para no tener que usar) la fuerza coactiva frente a la pretensión independentista. Por otra, la salida a la compleja crisis que atraviesa Cataluña (enmarcada en la de España y en la de la Unión Europea) no se puede pensar en los términos clásicos ni de una revolución política y social, ni de una revolución antiimperialista del siglo XX. En ambos casos correlativas, por lo general, a guerras.

Sin embargo, esa palabra expresa mejor el alto grado de conflictividad al que conduce el camino trazado por la resolución independentista que el llamado "escenario de no colaboración" previsto en su hoja de ruta.

Así se describía en 2014 este escenario en el Libro Blanco de la Transición Nacional de Cataluña [en PDF]: "Es posible que al menos durante un tiempo se produzca un conflicto entre las dos órdenes, de forma que las autoridades y los ordenamientos jurídicos de cada uno de ellos pugnen por imponerse y obtener el control".

Ahora, tras la Resolución 1-XI si se atreven a cumplir con su voluntad, si pretenden que el ordenamiento jurídico aplicable en Cataluña sea sólo el que emane de un Parlamento y de un Gobierno independentistas (que ejerzan su poder legislativo y ejecutivo al margen o por encima de la Constitución y del Estatuto) no estaremos simplemente en un escenario de no colaboración sino más bien de una guerra de leyes, de instituciones, de autoridades. La entera ciudadanía catalana padecería la dualidad de leyes y autoridades contrarias reclamando su obediencia.

La potencialidad conflictiva de esa situación no puede ocultarse. Más sigue narrándola en términos evasivos: Hace unos días declaraba que no tiene "ningún interés en estar al margen de la legalidad. Otra cosa es que haya una sustitución de la legalidad española por la catalana, estaremos en un marco legal que emanará del Parlament que hoy no tiene todas las atribuciones". Explicación al estilo de aquella otra "de la ley a la ley pasando por la ley" con la que se quería demostrar que si se pudo acabar con él franquismo fue gracias a que los juristas del régimen idearon esa fórmula jurídica.

Subsiste en la meliflua descripción del candidato a President la huella de una ilusión –con la que se animaba a la gente de posibles y de orden– ya descartada tras el 27-S y la resolución del 9-N: la de una "sucesión de ordenamientos basada en el principio de continuidad, sin cambios repentinos de tipo rupturista o revolucionarios, para afianzar una estabilidad económica y social en todo el período de transición nacional que garantice los derechos de bienes y personas". Tras la interpretación independentista del 27-S, la subsiguiente Resolución 1-XI, y la respuesta de los partidos de ámbito estatal esa ilusión del principio de continuidad sin ruptura tiene que ser descartada. Junts pel Sí lo sabe antes de que lo diga la CUP.

El Parlamento, el presidente y su Consejo Ejecutivo no podrán conseguir las atribuciones –que no tienen y que quieren– sin quitárselas a quienes ahora las detentan legalmente sin voluntad alguna de entregarlas a los alzados en rebeldía legal. Romeva ha dicho que nadie frenará el proceso "cargando los tribunales con artillería legalista". Belicoso término, aunque muy adecuado a la situación, pues, en correspondencia, el "proceso" sólo puede avanzar si el Parlament lo carga con la artillería legal que anunciaba en su Resolución del 9-N.

La tarea resulta más que ardua para quienes no han podido por ahora ni siquiera elegir al Moisés que saque a la República catalana de la lontananza. Curioso que la revolucionaria CUP proponga a un jurista, exvicepresidente del Tribunal Constitucional, como uno de los posibles candidatos de consenso. Quienes critican que sólo se les opone la ley y no la política tienen que fiar la continuación del proceso al manto de juridicidad con el que lo han vestido.

La Resolución 1-XI otorgaba un corto plazo para iniciar la tramitación de las leyes del proceso constituyente, de seguridad social y de Hacienda pública. El plazo ha transcurrido y antes de iniciar la tramitación el presidente en funciones dice que, cuando se aprobaran, su vigencia quedaría diferida al tiempo en que pudiera hacerse efectiva. Este recurso juridicista que ya piensa en las disposiciones finales o transitorias de las leyes puede ser interpretado de diversas formas.

Una es tomarla como una invitación a una guerra galana, aquella en la que las flotas enemigas, alineadas una frente a la otra, se disparaban a discreción para resolver la suerte de la batalla sin necesidad del abordaje y el cuerpo a cuerpo, propio de la guerra a la española. La "astucia" de Mas es proponer una guerra galana pero sin disparos de artillería, bastaría la exhibición de los buques.guerra galana Por un lado, los bellamente imaginados de una República Catalana por estrenar. Por el otro, los reales destartalados por la crisis de la democracia constitucional española.

En realidad es un repliegue tras percibir que a a Lluís Rabell (Sí Que Es Pot) no le faltan razones cuando dijo que la Resolución 1-XI fue una "fanfarronería". Predecir quién ganará esa guerra de leyes si el Parlament la emprende no es difícil.

Mas es astuto pero no ciego y ha visto que en sus filas independentistas ya alza el vuelo, apenas en el amanecer, la consoladora idea de que esta generación lo habría intentado y que otra vendrá que lo consiga.

La legalidad es fundamentalmente, en expresión de Max Weber, posibilidad de obligar a la obediencia. Las leyes son un importante instrumento del poder político, son una manifestación del poder, pero no son el poder. Su piedra de toque es su aplicación y su posibilidad de aplicación radica en su inserción en un sistema: una fuerza coactiva (que incluya al poder judicial) para lo extraordinario, una organización institucional y administrativa para la aplicación ordinaria, y una aceptación ciudadana que otorga legitimidad.

El Parlament catalán tiene un notable poder legislativo y la Generalitat un amplio poder ejecutivo pero dentro del ordenamiento jurídico de la Constitución española y de su Estatuto. Fuera de él las venideras leyes catalanas proindependentistas, para imponer su vigencia política social, sólo contarían con la legitimidad que les podría reconocer la parte de la ciudadanía que ha optado por la independencia. No es poco, pero evidentemente no es bastante, como reconocen los propios interesados.

El Parlament y el Gobierno independentista, cuando llegara a formarse, además de crear "estructuras de Estado", en el Boletín Oficial, podría tomar medidas para la "desconexión del Estado español de una forma democrática, masiva, sostenida y pacífica que permita el empoderamiento de la ciudadanía". Aunque, en términos reales, esto haría recaer también sobre estas espaldas, y no sólo sobre los dirigentes, la responsabilidad de la rebelión independentista.

Es previsible que puedan empujar a los ciudadanos catalanes que les sigan a desobedecer las leyes y las instituciones españolas, pero esta resistencia no equivaldrá a un aumento de la capacidad de la Generalitat independentista de hacerse obedecer como única autoridad.

Capacidad de obstruir mucha

. Capacidad de construir poca. Es difícil incluso que "la guerra de leyes" pudiera llegar a crear una situación de doble poder en Cataluña, aunque en ese esfuerzo se puede llegar un gran desorden bajo el cielo de Cataluña, pero la situación distaría mucho de ser excelente para nadie. Y, sobre todo, sería desastrosa para quienes padecieran la contienda.

En todo caso conviene recordar que el fenómeno político del doble poder es –por naturaleza– transitorio doble poder , y procede afirmar lo obvio: ni el Gobierno de España es un gobierno provisional (aunque las elecciones del 20-D van a cambiarlo), ni se adivina que el Parlament catalán pueda convertirse en el Soviet de Petrogrado.

Posiblemente desde las filas independentistas se esté pensando ya en volver al camino de la consulta-referéndum, como vía a la independencia. Al fin y al cabo, al socaire del ambiguo derecho a decidir, creció el independentismo. Pero esto no parece que pueda tener lugar sin que antes hayan librado alguna batalla decisiva, porque no hacerlo les parecerá a bastantes –mientras sigan Junts pel Sí–quedarse sin barcos y sin honra.

Los del Junts pel Sí dijeron ante el 27-S: "Es la lucha final, ahora o nunca". Con la derrota por delante, y antes de que se pueble el campo de perjudicados inocentes, pueden replegar y decir: Ahora no, pero nunca tampoco. Sólo así algunos pensarán que su esfuerzo no habrá sido en balde si consiguen que la victoria de sus contrarios sea pírrica. Su mayor esperanza de victoria siempre estuvo puesta en la debilidad de la democracia española gobernada por Rajoy, y ahora sus disminuidas expectativas sólo se alientan con la esperanza de una sobreactuación coactiva de la legalidad constitucional que arruine su legitimidad.

Por esto tan importante como ponerle fin al aventurerismo escapista de Mas (tras el que se sigue amparando ERC) es el modo en que se consiga.

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Las leyes no se aplican ni se explican por sí solas. El gobierno por las leyes no puede prescindir de buenos gobernantes. Además, por encima de los límites que puedan tener los gobernantes, están los legisladores.

Esta guerra de leyes declarada por la resolución del 9-N no es, a pesar de que así lo pretenda el independentismo, una confrontación entre España y Cataluña, entre españoles y catalanes. Cataluña no es el problema de España ni España el de Cataluña. En la formación del Congreso legislador, que elegirá al presidente del Gobierno de España, participarán millones de catalanes. La soberanía de la que emana la ley española incluye a los catalanes y el ordenamiento jurídico constitucional incluye a la ley catalana.

Si Cataluña no tiene fuerza para convertirse en un Estado independiente es, en el fondo, porque necesita a España tanto como España necesita a Cataluña. Pero sí la tiene para contribuir al cambio político que apuesta por la reforma de la Constitución y la relegitimación de la democracia española.

La resolución 1-XI del Parlamento catalán, aprobada el 9 de noviembre, es una declaración de guerra bajo un manto de juridicidad. Es el hito que marca la voluntad de emprenderla hasta conseguir, en Cataluña, un Estado independiente.

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