Irak es una guerra perdida, como la de Afganistán. Comenzó con las mentiras sobre las armas de destrucción masiva y aquella patética representación de Colin Powell en el Consejo de Seguridad. Se vinculó al dictador Sadam Husein con el 11-S y Al Qaeda. Todo era falso; una cortina de humo para ocupar un país rico en petróleo.
La guerra que comenzó el 19 de marzo de 2003 era la continuación de la anterior Guerra del golfo, la primera si no se contabiliza la que libraron Irak e Irán a cuenta de los intereses occidentales. Entre las dos, la ruptura del orden internacional basado en el consenso, y la política del más fuerte. Pero el más fuerte tiene límites: la realidad que desconoce no es como la propaganda que emite.
Cuando el presidente de EEUU, George W. Bush ordenó al general Tommy Franks, el padre de la operación en Afganistán en 2001, preparar la invasión de Irak, este acató la orden primero y blasfemó después. Sabía que abrir otra guerra pondría en peligro los logros de Afganistán, donde los talibanes habían sido expulsados del poder. Ninguna potencia es capaz de sostener dos guerras simultáneas. Se abandonó Afganistán a cambio de Irak y se perdieron las dos.
Irak parecía una guerra fácil: un país debilitado por las sanciones, un Ejército de desguace dedicado a la represión interna y una población exhausta. El jefe del Pentágono, Donald Rumsfeld, uno de los ideólogos neocon, dispuso una fuerza reducida en comparación con la de la guerra anterior. El objetivo era derrocar a Sadam Husein en tres semanas. Era la pelea entre Mike Tyson y un peso pluma. No había posibilidad de derrota.
El 9 de abril de 2003, los soldados estadounidenses que se encaramaron a la estatua de Husein en la plaza Fardus le colocaron la bandera estadounidense al cuello. Fue una mala señal: desvelaba las verdaderas intenciones. Al cabo de unas semanas, cuando los iraquíes comprendieron que los liberadores habían venido a quedarse surgió la primera oposición, la insurgencia, los atentados. EE.UU. pasó a ser ocupante, el enemigo.
El 1 de mayo, el presidente Bush proclamó en la cubierta del portaaviones Abraham Lincoln su célebre "misión cumplida". Había acabado una guerra que él creyó ganada. Había finalizado porque lo decían los generales, sus informativos. Un error. Estaba a punto de empezar otra, más mortífera y larga, una guerra de guerrillas. El mejor Ejército del mundo no pudo con un enemigo invisible. Surgió el espectro de Vietnam.
EEUU perdió la guerra de Irak por dos errores garrafales: permitir los saqueos, quizá por falta de tropas y especialistas en mantener el orden; desmantelar el Ejército en un país en el que las Fuerzas Armadas eran garantes de la unidad por expulsar los funcionarios que habían pertenecido al Baaz, el partido hegemónico. En el primer caso perdió el apoyo de la población; en los siguientes destruyó Irak.
Las tropas estadounidenses se encerraron en los antiguos palacios de Sadam Husein, edificaron la Zona Verde, levantaron muros de hormigón, se aislaron de lo que no les gustaba.
En julio de 2003 comenzaron los atentados, los coches bomba, la insurgencia. Los miembros del antiguo Ejército alimentaron la guerrilla. Empezaron a morir soldados estadounidenses, y de otros países aliados. La liberación se tornó en una pesadilla con Faluya como capital. La conquista a sangre y fuego de esa ciudad a 50 kilómetros de Bagdad, en diciembre de 2004, no solucionó el problema. El problema eran los mismos estadounidenses.
En febrero de 2007, la Casa Blanca toma dos medidas: nombrar a David Petraeus jefe militar y enviar 40.000 soldados de refuerzo. Petraeus concentró las tropas de refresco en la capital para crear la sensación de que EEUU dominaba la situación. El gran cambio fue entender que había dos insurgencias, la nacional que luchaba contra los invasores procedentes de los restos del Ejército iraquí y de mayoría suní, y otra extranjera, próxima al universo de Al Qaeda. Petraeus pactó con la primera, le entregó armas y dinero. Así nacieron la milicias del Despertar y los Hijos de Irak, sus dos nombres.
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Esta audaz maniobra, que tuvo muchos críticos en EE.UU. (Washington pagaba a los que habían atentado contra soldados norteamericanos) logró una cierta pacificación y reforzó la idea de que Petraeus había evitado la derrota. Su fama le llevó a dirigir la CIA y un asunto de faldas, al desastre.
El precio fue alto: vidas y principios. Para lograr un especie de empate militar, de salida digna, EE.UU. organizó y sostuvo una red de escuadrones de la muerte chiíes y centros de tortura, como denunció una reciente información del británico The Guardian. No es la primera vez que pasaba. Los mismos que habían "trabajado" en El Salvador "trabajaron" en Irak. Lo ocurrido en Abu Ghraib era parte del ambiente tóxico dominante.
Sin disparar una sola bala el ganador estratégico de la guerra de Irak es el Irán de los ayatolás, el gran Satán nuclear para EEUU e Israel. Se perdió un país, una pieza del ajedrez, pero se conserva el petróleo. Han pasado diez años, tiempo suficiente como para que las mentiras que funcionaron en 2003 en Bagdad funcionen de nuevo en 2013 en la crisis nuclear con Teherán. Es la ventaja de este mundo veloz con memoria de pez: nadie recuerda ayer.