Moraleja, o así

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La imagen de la semana no se ha producido aún, porque la dibujará en tonos de barras rojas y amarillas lo que suceda mañana en Cataluña, y sus perfiles se marcarán con más o menos intensidad según sea el fragor de lo que se desate en torno a ese referéndum que el Gobierno dice que no se celebrará y el independentismo piensa celebrar caiga quien caiga.

De momento, lo que ha caído es la serenidad social y familiar en Cataluña, la confianza de muchos españoles y extranjeros que ni apoyan ni entienden lo que allí está sucediendo, y parte de los patrimonios de impulsores pasados y presentes de votaciones de cartón piedra o hucha de chinerío con pretensiones de urna democrática. ¿Qué dirán los observadores internacionales cuando observen que no hay la más mínima garantía ni formal ni de concepto en esa liturgia prevista para mañana? ¿Lo sabían antes de emprender el viaje a la Cataluña “ocupada” por el “régimen opresor del 78”?

Son preguntas retóricas, claro que sí, porque no van a encontrar respuesta. Ni éstas ni ninguna de las que todos nos podemos estar haciendo sobre el futuro político más inmediato. Al menos hasta que pase el domingo y veamos todos qué sucede, en qué quedamos y qué puede empezar a pasar.

Entretanto, permítame, amable lector, entretener la espera con la historia que me ha contado mi amigo Jaime, que es vecino de un barrio rico en una población cercana a una gran capital, una de esas “ciudades dormitorio”. Tiene el lugar nombre que evoca lección o enseñanza de una fábula o anécdota y en él viven personas de alta renta con cuyos impuestos locales no sólo se conserva y embellece su hermoso barrio, sino que se mejoran las condiciones del resto de la ciudadanía de la localidad. Es lo que se llama principio de solidaridad: quien más tiene, más aporta al bien de la comunidad. Y todos satisfechos. ¿Todos? En realidad, no.

De un tiempo a ésta parte, los habitantes del barrio rico se están empezando a movilizar cansados de que el resto de la población se beneficie de su mejor situación. No es que rechacen seguir siendo solidarios, sino que, como ellos mismos explican, no quieren que todo el esfuerzo que realizan para conseguir y mantener sus rentas sea gestionado y canalizado por una corporación municipal que no les tiene a ellos como primera prioridad a la hora de repartir. Casi como que les roba. El barrio está plagado de inmigrantes que trabajan en negocios o servicios de las personas de alta renta y éstas han conseguido convencerles de que si su dinero lo repartieran ellos y no un ayuntamiento con otras prioridades, todos vivirían mejor. Incluso los hijos de estas familias con posibles, muchachos rebeldes que cuestionan el orden familiar y hasta el social, han llegado a la convicción de que la revolución estará más cerca si se hace en un territorio propio en el que los dineros, la industria y los servicios no tengan que repartirse con el resto de habitantes.

Sostiene mi amigo que el orden natural de las cosas llevará a que en breve este barrio plantee seriamente su separación del pueblo al que aún pertenece. Sus habitantes, quienes trabajan para ellos y hasta los hijos díscolos están dispuestos a llevar su determinación hasta el final y, como sucedió con los cantones del XIX, salir a la calle dando vivas al barrio y celebrando esa separación que les hará a ellos más felices porque el dinero se quedará bajo su administración.

La mayoría que gobierna en el ayuntamiento del que dependen es de un partido conservador con cuyas tesis se alinean los vecinos del barrio, pese a lo cual mantienen su deseo de liberarse del engorroso e injusto compromiso de repartir.

¿Qué puede pasar? De momento, nada, puesto que esa corporación municipal a pesar de la cercanía ideológica no está dispuesta a ceder a la pretensión de los vecinos de alta renta. Y éstos no cuentan con apoyos externos suficientes como para seguir adelante con su ilusionante proyecto.

Sucede sin embargo que, ante la inminencia de elecciones locales, hay encuestas que apuntan a la posibilidad de ascenso de la izquierda en el ayuntamiento. Y los vecinos han puesto en esa posibilidad su esperanza.

¿Cómo? –le inquiero–. ¿Los vecinos de un barrio rico van a contar con el apoyo de la izquierda que se supone defiende intereses contrarios? Sí, me responde, las cosas se han vuelto tan extrañas en la ciudad que la izquierda ha prometido con entusiasmo revolucionario atender las peticiones del barrio.

Demasiado extrañas, ciertamente. Cuándo se ha visto a la izquierda apoyar los intereses de la clase contra la que se armó su ideología. Imposible.

Y miro con afectuosa ternura a mi amigo que cree de verdad que una rebelión vecinal de los ricos que no quieren seguir repartiendo con los demás sea apoyada por una izquierda que se supone habría de defender un reparto justo, equitativo y solidario de la riqueza.

Como si una posición así fuera posible en estos tiempos. Qué ingenuo.

La imagen de la semana no se ha producido aún, porque la dibujará en tonos de barras rojas y amarillas lo que suceda mañana en Cataluña, y sus perfiles se marcarán con más o menos intensidad según sea el fragor de lo que se desate en torno a ese referéndum que el Gobierno dice que no se celebrará y el independentismo piensa celebrar caiga quien caiga.

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