No se cumple una efemérides concreta que permita escribir sobre Auschwitz; ni se conmemoran años de su liberación el 27 de enero de 1945 ni de su creación en 1940 como campo de concentración para presos políticos polacos. Auschwitz no necesita de este tipo de trucos periodísticos, es un mojón permanente en nuestra memoria, en nuestro debe como seres humanos.
Voy a escribir hoy sobre Auschwitz-Birkenau, el peor campo de exterminio nazi, más de un millón de asesinados, porque he estado en él hace unos días y sigo profundamente conmovido. Pero no fue el único centro de aniquilación. Además de Treblinka y Mauthausen, hubo cientos de campos, toda una industria de trabajo esclavo y muerte.
La visita a Auschwitz-Birkenau debería ser obligatoria porque es parte esencial de la educación. El Gobierno de Israel subvenciona viajes a sus estudiantes que acuden acompañados de policías que les protegen. No sé cómo les educan, si les hablan del precio que pagaron los que no pudieron o supieron defenderse, si lo esgrimen como justificación de la política actual de su primer ministro.
No ha sido fácil la relación de los distintos gobiernos de Israel con el Holocausto. Renunció a tener su propio edificio de exhibiciones en el campo como lo tienen otros países que tuvieron víctimas. En los primeros años de la existencia de Israel, la élite política tenía una relación compleja con la memoria de las víctimas del Holocausto porque no opusieron resistencia, se dejaron hacer. Los héroes eran los resistentes del gueto de Varsovia porque lucharon. Luego cambió: descubrieron el gran poder propagandístico y político del Holocausto.
Estas querellas y otras, la pequeña política, se diluyen en Auschwitz-Birkenau. Es un marco inabarcable. En los campos de exterminio nazis, y este es el mayor de todos, el símbolo, murieron once millones de personas, entre ellas seis millones de judíos. Los demás fueron polacos, prisioneros rusos, gitanos, testigos de Yehová, opositores al nazismo, comunistas y homosexuales. Fue una carnicería.
La visita está masificada y más en julio y agosto (8.000 personas al día). Existen dos riesgos: que nos parezca un parque temático del horror y que solo conectemos con la imagen cinematográfica. Sucede la primera vez en Nueva York: no descubrimos la ciudad, solo confirmamos lo que el cine dejó en nuestra memoria. En Auschwitz esto es casi imposible: el lugar tiene una fuerza demoledora. Me faltaron una o dos horas de introspección; estar sentado sobre la tierra de Birkenau (Auschwitz II) y sentir, conectar, leer algún libro esencial, como el último que ha caído en mis manos: Sin flores ni coronas de Odette Elina (Periférica), una superviviente:
“Es como una feria de ganado humano. Interminables filas de mujeres rendidas que marchan como autómatas, siempre marcando el paso: izquierda, izquierda”.
“Aquella infeliz tenía los pechos pequeños. Se habían vuelto transparentes como bolsas vacías”.
El libro es una joya, como lo es Vivir de Anise Postel-Vinay (Errata naturae), que se centra en el campo de mujeres de Ravensbrück.
Pese a los defectos de mi visita he regresado con un espacio real en mi cabeza, al que ahora lleno de contenido, vuelco lecturas, películas, artículos. Es un espacio mental y emocional que se llena de vida y de muerte, de ausencias. Ahora es cuando percibo su magnetismo y sus lecciones no aprendidas porque el problema básico no es la educación, sino el propio hombre, la bestia de la que hablaba Hobbes. El problema está en esta especie inhumana de depredadores que llamamos pomposamente homo sapiens cuando los buenos eran los neandertales.
¿Qué hacer con el campo? ¿Conservación, reparación, reconstrucción, dejarlo estar sin más? La respuesta está en este excelente texto de Rachel Donadio en The New York Times: Preserving the Ghastly Inventory of Auschwitz (Conservando el horrible inventario de Auschwitz).
La visita nos reconecta a una época no tan lejana, nos obliga a navegar en la Red, a descubrir. Despierta obras esenciales como Trilogía de Auschwitz de Primo Levi (Península), Sin destino de Emre Kretész o Vía Férrea de Aaron Appelfeld. Y otros libros colaterales que también tratan del horror del poder absoluto e impune: Una tumba para Boris Davidovich de Danilo Kis (Acantilado) y Todo lo que tengo lo llevo conmigo de Herta Müller (Siruela).
Habrá que hacer sitio para los textos que se escriban sobre la tragedia silenciosa y diaria de los refugiados que huyen de la guerra, de otro horror que es el mismo.
Holanda y Dinamarca tienen muchos puntos en común: son países del “norte”, de la esfera mal llamada protestante, tienen un nivel económico y cultural parecido, y una exigencia ética colectiva similar. El 65% de los judíos holandeses fue exterminado; el 95% de los judíos daneses, fue salvadodaneses. Ambos estaban ocupados por Alemania, pero en Dinamarca hubo una movilización social y política para salvar a sus judíos, para llevarlos a Suecia, un país neutral. Es una epopeya poco conocida.
He regado este texto de vídeos de películas; he evitado dos de las más célebres: La lista de Schindler y El Pianista. No tengo nada en contra, pero he buscado algunas menos conocidas con ayuda de la lista de Haatetz.
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Para comprender de dónde brota todo ese horror, esta sinrazón que germinó en el régimen nazi, hay que ver antes La cinta blanca de Haneke. Ahí están las claves del fanatismo. En Vivir, libro antes mencionado, hay una frase que lo resume todo:
“El mal alcanzó tal grado de existencia durante los años de guerra que a aquellos que no lo vivieron les resulta difícil creerlo, o incluso enfrentarse a ello”.
Pese a todo, queda la esperanza. Incluso en la deshumanización más absoluta siempre se conserva un espacio para lo imprevisto: la rebeldía de sobrevivir.