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Naufragios

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Javier de Lucas

Hace unos días, la exministra francesa Cécile Duflot escribía una carta abierta al presidente de la República, François Hollande, en la que le pedía que cumpliera con su función institucional e hiciera frente a lo que ella consideraba un “Waterloo moral”, el que parece cernirse sobre Francia y toda Europa, sin que se advierta una reacción capaz de evitar el desastre.

Es evidente que en el Mediterráneo naufragan y se ahogan decenas de miles de los seres humanos más vulnerables, los inmigrantes y los refugiados, como también naufragan y se ahogan hoy en la UE (por las políticas de austeridad) los europeos más vulnerables, es decir, trabajadores, jubilados, desahuciados, jóvenes y adultos en paro. Pero creo que, en realidad, como explicaba la campaña #UErfanos de la ONG española CEAR, Comisión Española de Ayuda al Refugiado, hay mucho más en peligro de naufragar. Las terribles escenas de los sirios que tratan de huir del horror que impone el DAESH y que son rechazados en la frontera y entregados a las milicias de las banderas negras, las de centenares de personas desamparadas en las escolleras de Vintimiglia, en la frontera italofrancesa, o las de los rescatados en el Mediterráneo, mientras los ministros europeos se pierden en las disputas sobre cuotas y cuotitas, nos hablan de otros naufragios.

Naufragio del sentido común: cuando un primer ministro como Cameron o un ministro de Interior como Fernández aducen que no se debe avanzar en un plan de salvamento y rescate cuyo objetivo es tratar de evitar las muertes en el Mediterráneo porque con ello “se alimenta el efecto llamada”, antes que cualquier otra consideración se impone la de preguntarse dónde han dejado el sentido común. Me refiero a ese principio de common sense sobre el que escribió uno de los grandes defensores revolucionarios de los derechos humanos, Thomas Payne. Un sentido común que pone de manifiesto que el deber de socorro, la obligación de salvar vidas que se encuentran en peligro real e inmediato, es un imperativo jurídico universal al que no se puede renunciar, sin renunciar a la noción misma de humanidad. Y menos aún en aras de cualquier consideración de futuribles consecuencias cuyo nexo causal es una hipótesis sumamente discutible. Un sentido común que naufraga cuando el ministro español García Margallo (quizá en aras de su nueva ideología “marianista-leninista”, según propia y reciente autodefinición) explica donosamente que sólo son refugiados los perseguidos políticos y que, por tanto, la inmensa mayoría de quienes cruzan el Mediterráneo no lo son.

Naufragio de la solidaridad, a todas luces. Y no me refiero a ese modo de entender la solidaridad como una propuesta supererogatoria, una disposición altruista, en definitiva, una virtud a alabar, pero no exigible. Al contrario: hablo del naufragio de los deberes jurídicos de solidaridad, que, como explicó el jurista Karel Vasak, siguiendo las tesis de Durkheim, fundamentan buena parte de los derechos humanos de tercera generación y surgen de la conciencia común de necesidades compartidas y/o de riegos asimismo comunes, que no se pueden afrontar sino mediante una acción mancomunada. Vivimos en medio de la mayor crisis mundial de refugiados desde la segunda guerra mundial. Aunque, como aclaran los informes del ACNUR y de la mayor parte de las ONG especializadas, como CEAR e incluso los de la propia UE el peso abrumador de esa crisis no recae en la UE, sino en los países limítrofes a aquellos que están generando el mayor flujo de exiliados forzosos: Siria, Eritrea, Mali…

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Con más de 60 millones de refugiados y una diáspora incesante que huye de guerras civiles, conflictos bélicos y situaciones excepcionales de hambre, miseria y enfermedad, el escenario que ofrece la UE con sus líderes discutiendo acerca de umbrales de admisión que, a diferencia de lo que experimentan Jordania, Líbano, Turquía, Camerún, Mauritania, Kenia, Sudán, Somalia o Pakistán, no sobrepasan cinco mil refugiados, es un insulto a la noción de solidaridad. Con un importante matiz: esa carga de solidaridad es también y sobre todo un deber jurídico primordial.

En efecto, con ocasión de esta crisis se visibiliza otro naufragio extraordinariamente preocupante, el naufragio de la cultura jurídica del Estado de Derecho, cuyo principio básico es el de respeto al imperio de la ley. ¿Cómo va a resistir ese cimiento básico de la UE si los gobiernos de los Estados miembros se niegan a cumplir con las obligaciones jurídicas que impone el propio Tratado de la UE? Hablo del principio jurídico de solidaridad que, conforme a lo dispuesto en el artículo 80 del TFUE, rige la política común de migración y asilo. Hablo de la obligación jurídica de solidaridad que, de forma expresa, es invocada en el apartado 3 del artículo 78 que establece: “Si uno o varios Estados miembros se enfrentan a una situación de emergencia caracterizada por la afluencia repentina de nacionales de terceros países, el Consejo podrá adoptar, a propuesta de la Comisión, medidas provisionales en beneficio de los Estados miembros afectados. El Consejo se pronunciará previa consulta al Parlamento Europeo”. Es evidente que Italia y Grecia se encuentran en esa situación. El rechazo de las cuotas de asilo propuestas por la Comisión Europea en la Nueva Agenda Europea de inmigración en el fondo evidencia el rechazo al imperio de la ley cuando molesta. Pero aún más descarnado es el naufragio de la cultura del estado de Derecho por parte de los ya invocados Cameron o Fernández, cuando ignoran obligaciones jurídicas como la de socorro, que imponen las normas básicas del Derecho internacional del Mar, además de los principios elementales del Derecho internacional de refugiados, como el de non-refoulement.

En definitiva, como avisaba Duflot, lo que naufraga son sobre todo los ideales que están en el origen de la idea de Europa, del proyecto de la UE. Por esa razón, los europeos no podemos celebrar el día mundial del refugiado en este año de 2015 de otra manera que desde la protesta y la exigencia. No queremos que nuestros líderes políticos nos lleven a ese Waterloo del que hablaba Duflot. Y por eso exigimos el fin de esta cínica pantomima. Exigimos otra política de asilo, para poder mirarnos al espejo cada mañana sin avergonzarnos de nosotros mismos.

Hace unos días, la exministra francesa Cécile Duflot escribía una carta abierta al presidente de la República, François Hollande, en la que le pedía que cumpliera con su función institucional e hiciera frente a lo que ella consideraba un “Waterloo moral”, el que parece cernirse sobre Francia y toda Europa, sin que se advierta una reacción capaz de evitar el desastre.

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