No creo en la ciencia

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América Valenzuela

Yo no creo en la ciencia. No creo en ella como quien cree en Dios. No tengo fe en la ciencia como quien adopta los preceptos de una religión. Yo defiendo la racionalidad. No acepto como cierta una afirmación si no está sustentada por suficientes pruebas empíricas. Busco la realidad más objetiva posible, la verdad sin sesgos. O al menos, eso intento.

No soy una ciencinazi, como proclaman algunos por las redes sociales. Ni estoy pagada por el diablo Monsanto ni por una maligna farmacéutica. Aunque reconozco que con la birria que cobra un periodista autónomo más de un día deseo vender mi alma al mejor postor con tal de poder llegar a fin de mes sin sudores fríos.

Sucede que la ciencia trata de encontrar el conocimiento honesto. Las conclusiones no siempre son del gusto de todos. No siempre las prospecciones destrozan un paisaje natural ni los fertilizantes de síntesis envenenan el planeta. Tampoco la wifi daña directamente nuestra salud ni los transgénicos nos provocan tumores ni la homeopatía cura. No hay evidencias.

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Claro que la ciencia moderna se equivoca. Eso sí, en el mismo grado en el que interviene el hombre en su gestión. Los científicos son humanos, y como tales uno de sus rasgos habituales es la falta de integridad. Los científicos han trabajado en la búsqueda ridícula de propiedades excepcionales en cada uno de los alimentos que las grandes empresas buscan comercializar. O han intervenido en el desarrollo de armas brutales para la guerra. Los hay que han engañado vilmente, como el médico Andrew Wakefield, que extendió la falacia del vínculo entre la vacuna triple vírica con el autismo para embolsarse el dinero del desarrollo de una inmunización alternativa. Y no olvido la lacra de los científicos activistas, que de igual manera que los periodistas activistas, distorsionan deliberadamente datos para justificar su posición ideológica, seleccionan y ensalzan los hechos que concuerdan con su argumentario.

Pero la ciencia moderna nos trae sobre todo avances inimaginables. Ha logrado frenar las enfermedades infecciosas gracias al descubrimiento de los antibióticos a principios del siglo pasado. Con las vacunas ha ido más allá y se han erradicado enfermedades que diezmaban a la población, como la viruela. Hace 61 años el doctor Joseph Murray asumía el reto de realizar el primer trasplante del mundo, fue de riñón y todo un éxito; hoy los trasplantes están a la orden del día y se trabaja ya en el diseño de órganos a la carta a partir de células madre. Hemos decodificado el ADN, hemos llegado a la Luna y vamos hacia Marte, hemos construido un acelerador de partículas que recrea condiciones tan energéticas como las del Big Bang; o más increíble aún, hemos averiguado cómo mover objetos con la mente ayudados por la tecnología.

No creer en la ciencia nos ha llevado hasta este punto del camino. Será el severo escepticismo el que nos empuje a recorrer el resto de la senda del progreso. Los límites no los pone nuestra imaginación; los límites los pone la inversión en I+D.

Yo no creo en la ciencia. No creo en ella como quien cree en Dios. No tengo fe en la ciencia como quien adopta los preceptos de una religión. Yo defiendo la racionalidad. No acepto como cierta una afirmación si no está sustentada por suficientes pruebas empíricas. Busco la realidad más objetiva posible, la verdad sin sesgos. O al menos, eso intento.

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