Miembra, portavoza, todes: Congreso Ángela Rodríguez Pam

En estos tiempos en los que todo se vuelve ramplón, los enemigos de la Ilustración la han emprendido con el lenguaje, que se halla en proceso de endurecimiento y colapso hacia el literalismo, como el cemento rápido…
Un oficio como este de los impostores exige mucha observación del alrededor y de las mañas ajenas y un poco de autorregulación individual. Casi todos pasamos los años tratando de elaborar nuestros propios catálogos de certidumbres y mandamientos sobre qué competencias son precisas para hacer el periodismo bien y cómo hacer para no pisar el césped al tomar las curvas. En el inventario de verdades escritas en letras de latón, el arriba firmante posee unos pocos propios proverbios elaborados con estas manitas y mi tricotosa, y uno de los adagios que ha acabado resultando más útil y aplicable al presente dice así: “El literalismo, entendido como la incapacidad para decodificar la metáfora, la alegoría, la sinécdoque, la hipérbole, la ironía, la farsa, la comedia o cualquier forma de sentido figurado del lenguaje, es la forma que adopta el analfabetismo contemporáneo". Se trata de una forma de analfabetismo funcional, es decir, una suerte de alfabetización asintomática, de modo que el individuo literaliza la información escrita, interpretándola de manera estricta y rigurosa, sin entender su significado completo, sus valores simbólicos o su contexto. Esto lleva a errores de interpretación, dificultades para seguir un argumento y problemas para comprender la información imprescindible en la vida cotidiana.
Estos últimos días, a vueltas con la operación solapada de los socialistas para desmantelar la UCO patriótica y demás cuerpos ulcerosos que el Estado profundo y las derechas antidemocráticas han ido desarrollando dentro de las fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado a ojos vista durante tres décadas, se ha usado mucho la expresión “fontaneros” para describir a las personas que, dentro de un partido, se ocupan de labores silentes de control político y, en general, trabajos discretos que no han de ver la luz del día. Es fácil pensar qué consideramos un fontanero de partido si piensan en que alguien del PP guardó durante años un vídeo de la presidenta de la comunidad de Madrid Cristina Cifuentes robando cremas en un supermercado para ser utilizado en el momento preciso en que fuera necesario apartarla del cargo. Recuerden que Cifuentes se desentendió del festival de corrupción de sus predecesores, Esperanza Aguirre y su Alegre Concertina, y personó a la comunidad de Madrid como acusación particular contra sus compañeros. Sumen dos y dos.
El caso es que el viernes conocimos la desopilante noticia de que los fontaneros literales (los que desatascan váteres y arreglan el grifo del bidé con una llavecita tras cobrar el desplazamiento como si llegaran de urgencia a tu casa procedentes de Varsovia) protestaban contra los periodistas por usar la expresión “fontaneros” para describir esa suerte de agentes encubiertos para operaciones especiales. Se diría que los fontaneros leen la prensa estos días, tras desatascar la pila del fregadero y evitar una dana doméstica en la cocina, y sueltan el conocido meme: “Bua, es que soy yo literal”.
Como el proceso de paulatino endurecimiento rápido del cemento, la rigidez a la que obliga el literalismo supone un empobrecimiento ridículo del lenguaje y de la comunicación, negando su naturaleza fluida, que le permite penetrar todos los rincones de la realidad. Lo sólido no penetra, lo líquido sí. La creciente masa de lectores literales con los que el periodismo se topa todos los días habla no tanto de una falta de formación (que sí), sino más bien de la ansiedad de una sociedad que se rebela contra la complejidad cambiante del presente y necesita certezas duras, verdades últimas que dibujen un mundo sólido, rocoso, reconocible y, sobre todo, previsible, es decir audiencias sediciosas del presente y profundamente airadas contra él. Audiencias timoratas, en el fondo. Cobardicas.
La creciente masa de lectores literales con los que el periodismo se topa habla no tanto de una falta de formación, sino más bien de la ansiedad de una sociedad que necesita certezas duras
Por eso, el literalismo no es solo un fenómeno cultural o social, sino que es fundamentalmente un fenómeno político y como tal es reaccionario, intolerante e intrínsecamente violento. El literalismo alcanza a personas con formación académica, incluso catedráticos de sus cosas, y de ahí que podamos ver a acreditadas filósofas poniéndose a sí mismas en ridículo para insultar a las personas trans, en un procedimiento de convertir la identidad en una cuestión de literalismos sexuales en los que no cabe nada que desborde la comprensión del mundo de un sexador de pollos.
Y ese fenómeno discurre en un proceso de aceleración en el que ya ni siquiera el diccionario –mejor, los diccionarios (Martínez de Sousa y María Moliner siguen poseyendo una auctoritas en esta casa muy superior a la Real Academia de la Lengua en la que operan espadachines de toda ralea)–, es el metro de platino iridiado de la conversación pública, que tal sería en un mundo que abrace el literalismo como única forma honorable de comunicación, sino que se pretende que los términos que emplee el periodismo se ajusten a lo que de esos términos diga el derecho, la ley. Es decir, que una estafa no sea, como reza en el escueto diccionario oficial de los Éforos de los Jerónimos, “acción y efecto de pedir o sacar dinero o cosas de valor con artificios y engaños, y con ánimo de no pagar”, sino lo que dice en los artículos 248 a 251 bis del código penal.
En realidad, el problema con esto no es la diferencia entre lo que dice el código penal y lo que dice el Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española, que ya es de por sí raquítico. Después de todo, el código penal, como todo catálogo de delitos en una democracia, lo único que hace es estrechar lo que dice la lengua a unos parámetros muy concretos, muy específicos, para que todo lo demás sea un ejercicio de libertad. Es decir, cuando más estrecha y concreta es una definición en el código penal, tanto más libre y democrática es una sociedad. Todo autoritario buscará definiciones ambiguas y escurridizas en el código penal –pueden ustedes leer las modificaciones del código penal que practicó el PP en 2015 de la mano del muy pío y santón Jorge Fernández Díaz para entenderlo– para regalar arbitrariedad a jueces y policías. Ensanchar la libertad del juez penal para interpretar es estrechar la libertad de la sociedad. Siempre, sin excepciones. Decía que el problema no es lo que va del diccionario a la ley, sino que, en sentido estricto, asfixiar las palabras encerrándolas en el código penal es regalar el control de la lengua a los jueces de lo penal, pues solo ellos pueden decir si robar a manos llenas, como salta a la vista que hicieron la mencionada Esperanza Aguirre y su Alegre Concertina, por ejemplo, está probado o no. Como ven, es un proceso paulatino de estrangulamiento del idioma, primero hacia lo literal, luego hacia lo literal contenido en la ley, y finalmente, a lo que a su arbitrio, diga un juez.
Este aterrizaje progresivo en lo ramplón, que es una renuncia a la modernidad, la ilustración y los cimientos de la civilización, es el que permitió a un defraudador confeso y sinvergüenza probable, Alberto González Amador, cuyo mayor mérito conocido es ser el amante y/o testaferro de la presidenta de la Comunidad de Madrid, Isabel Díaz Ayuso, le permitió, decía, plantar una querella contra Xabier Fortes, Luis Arroyo y Enric Juliana por haber dicho que es un defraudador confeso, como sabe todo el país que es. Un juez ha desestimado la denuncia que puso por idéntico motivo contra la ministra de Hacienda, María Jesús Montero, lo que indica que es probable que se desestimen también las que interpuso a los periodistas. Aunque así fuera, el mal ya está hecho, por la mera admisión a trámite de la querella terraplanista del amante de la infausta contra el sentido común, el diccionario y el intelecto. Son querellas contra el cerebro funcional y que un togado no se las tire a la cara a quien la presenta define el presente ridículo en el que habitamos.
En esas estamos, en un proceso de literalización del mundo y de entrega de sus llaves a una profesión, la jurídica, marcada por la endogamia, la llamada depresión por consanguinidad y el anquilosamiento de dinastías degeneradas, cual es la carrera judicial. Es decir, en un proceso de tránsito reaccionario a una sociedad premoderna, vertical y arbitraria en la que el que se dedica a escribir sobre lo contingente está en permanente riesgo. “Bua, es que soy yo literal”.
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