Las palabras se ponen de moda cuando se repiten, y una de las que más aparece estos días en el discurso de la oposición y de sus partidarios es “legitimidad”. Dicen que el actual Gobierno y su presidente no la tienen. Y en su discurso no encuentro, por lo general, los matices razonables que se le pueden poner, qué duda cabe, a algunos de los asuntos de actualidad política, sobre todo el que debate una reforma del Código Penal que abarataría, en algunos casos, el delito de malversación de caudales públicos. Si realmente de lo que estamos hablando es de que quien roba el dinero de todos va a tener menos castigo si no es para quedárselo él, es comprensible que nos preguntemos si eso es como si nos roban por la calle y la pena del ladrón será una si es para quedárselo y otra si es para donarlo a alguna causa, en su opinión, justa. Porque lo sustraído tendría que devolverse y, ¿quién lo hará, si aquí no lo han hecho ni las entidades financieras a las que se rescató en su momento?
Pero el asunto de la legitimidad es otra cosa que quiere servir para hacerle a Pedro Sánchez lo mismo que Feijóo, Ayuso y sus partidarios le hicieron a Pablo Casado: quitarle a dedo y por la espalda lo que se había ganado limpiamente en las primarias. Para empezar, ¿los números no le dicen nada al PP y sus socios? En las elecciones de 2019, el PSOE logró 120 escaños y ellos 89 y casi dos millones de votos menos, en concreto un millón setecientos treinta y tres mil ciento catorce. Ese resultado en las urnas y los pactos alcanzados con otras formaciones llevaron a Pedro Sánchez a La Moncloa. Pero a partir de ese momento, empieza el baile: dicen los perdedores de esos comicios que esos acuerdos no son aceptables porque hablamos de fuerzas separatistas, con un pasado como mínimo ideológico que los acercaba al terrorismo, etcétera. El caso es que son los mismos partidos con los que se entendió el PP cuando le convino, tanto en Cataluña como en el País Vasco, y todo el mundo recuerda desde las declaraciones de Aznar alardeando de haber ordenado negociar con “el movimiento vasco de liberación”, hasta las entrevistas del entonces alcalde de Vitoria y actual senador, Javier Maroto, en las que se jactaba de sus pactos con la misma Bildu a la que hoy demonizan, decía que la mayoría de esa formación estaba formada por “partidarios de la paz” y animaba al resto de las fuerzas del país a entenderse con ellos y no orillarlos. Por no recordar que esta es una reforma, en cierto sentido, de la que Mariano Rajoy le hizo a la carta a Artur Mas para que no le montará el referéndum con el que le amenazó varias veces y que al final le hizo Puigdemont. Todo ello está grabado y publicado, lo puede ver, oír o leer cualquiera.
El resto es igual, porque algunos son tan hipócritas y tienen una fe tan grande en su capacidad para engañar a los demás y hacer pasar las cosas por justo lo contrario de lo que son, que secuestran el poder judicial y hablan de golpes de Estado; bloquean el Constitucional y se llaman constitucionalistas; se alían con la ultraderecha y hablan de socios vergonzosos; tienen cientos de casos de corrupción a la espalda y hablan de honradez… En Madrid, las lecciones las da una presidenta que disparata un día sí y otro también sobre dictaduras, ilegalidades y totalitarismos, y a la que persiguen sombras como las de las siete mil personas fallecidas en las residencias geriátricas de la capital después de mandar su ejecutivo regional que no se las trasladase a un hospital para intentar salvarles la vida; o las que hablan de los negocios de su familia, beneficiada por una lluvia de millones de dinero público; o los de su hermano con la famosa intermediación para comprar mascarillas durante la pandemia. No olvidemos que la defenestración de Casado vino por denunciar ese asunto, cuando vino a decir que era una indecencia lucrarse de ese modo y en esas circunstancias: “La cuestión es si cuando morían setecientas personas al día se puede contratar con tu hermana y recibir doscientos ochenta y seis mil euros”. Y no eran setecientas, sino más de novecientas, en algunos momentos.
Algunos son tan hipócritas y tienen una fe tan grande en su capacidad para engañar a los demás y hacer pasar las cosas por justo lo contrario de lo que son, que secuestran el poder judicial y hablan de golpes de Estado
El líder de la formación, Núñez Feijóo, va cambiando las cañas por lanzas y radicalizando su discurso. La última de sus ocurrencias, discutida hasta entre los suyos, es la de pedir elecciones anticipadas, algo raro justo en el momento en que las encuestas comienzan a reflejar que el famoso efecto que causó su llegada al despacho de mando de la calle de Génova empieza a diluirse, dentro y fuera de esa sede, por cierto, reformada con dinero negro. Su continuo bombardeo sobre el adversario, en España y en Europa, empieza a cansar a gente que se pregunta si tal vez tanto ruido sirve para ocultar los errores propios en alguna de las comunidades donde ostentan el poder, por ejemplo, en la capital, donde el destrozo causado por los suyos, entre otras cosas, a la Sanidad pública tiene a esta en pie de guerra, en huelga y denunciando la precariedad en la que viven sus profesionales. La solución, la de siempre: culparles de mentir, de representar oscuros intereses y de estar manipulados por lo peor de lo peor, esos que quieren romper el país y demás. Pura cháchara, pero muy peligrosa, porque va envenenando el ambiente y conduce a la crispación en la que, al parecer, tienen puestas todas sus esperanzas.
Porque, insisto, se puede y se debe discutir y cuestionar; se puede mirar la realidad desde distintos ángulos ideológicos, eso es sano y democrático; y, por supuesto, se puede estar en desacuerdo con iniciativas como la de modificar el Código Penal en el asunto de la malversación y luchar contra ellas en las cámaras; pero lo que no resulta sensato es hacerlo de esta manera, con esta catarata de descalificaciones, faltas de respeto, tiros por elevación e insinuaciones que deslizan que o les devuelven los escaños azules o habrá ruido de sables. Lo que no es sensato es que de la palabra “debate” haya quien sólo usa las cuatro últimas letras; el “bate.” Y, por desgracia, en eso estamos.
Las palabras se ponen de moda cuando se repiten, y una de las que más aparece estos días en el discurso de la oposición y de sus partidarios es “legitimidad”. Dicen que el actual Gobierno y su presidente no la tienen. Y en su discurso no encuentro, por lo general, los matices razonables que se le pueden poner, qué duda cabe, a algunos de los asuntos de actualidad política, sobre todo el que debate una reforma del Código Penal que abarataría, en algunos casos, el delito de malversación de caudales públicos. Si realmente de lo que estamos hablando es de que quien roba el dinero de todos va a tener menos castigo si no es para quedárselo él, es comprensible que nos preguntemos si eso es como si nos roban por la calle y la pena del ladrón será una si es para quedárselo y otra si es para donarlo a alguna causa, en su opinión, justa. Porque lo sustraído tendría que devolverse y, ¿quién lo hará, si aquí no lo han hecho ni las entidades financieras a las que se rescató en su momento?