Viaje a la fachosfera

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Para rematar el verano con alguna experiencia distinta, exótica, fui a una agencia de viajes y me ofrecieron un paquete turístico que incluía el vuelo en cohete y una semana de estancia en la fachosfera, con alojamiento y desayuno. Las fotografías del tríptico publicitario que me enseñaron como señuelo mostraban un apartamento junto al mar, un salón pintado de negro —eso me pareció raro— y una pequeña terraza con vistas a una playa de apariencia solitaria. “¿Por qué no?”, me dije, “hay que probar cosas nuevas.”

Cuando aterrizamos, tuve la sensación inquietante de estar en el mismo sitio del que había salido, sólo que en una versión más triste: hubiese jurado que eran las mismas calles, los mismos comercios, el mismo paseo marítimo y los mismos bares y restaurantes, pero todo con un aspecto lúgubre, pesimista, lleno de gente seria y mal vestida, de coches desvencijados, hoteles con las banderas internacionales descoloridas por el sol y rotas por el viento, árboles menos verdes y tiendas con las luces apagadas y los estantes desabastecidos. Compré un periódico y las noticias eran todas malas: nuestra economía estaba al borde de la quiebra, se leía en los titulares; el desempleo crecía y, para colmo de males, el país se rompía como una galleta de chocolate en manos de un orangután.

¿Cómo era posible que dijeran que tenemos la deuda más grande de la historia si los datos oficiales decían justo todo lo contrario?

Las pocas personas que vi en los locales abiertos movían la cabeza con pesadumbre mientras pasaban temerosamente las páginas de los diarios, como si les diera miedo que la siguiente información fuera aún peor a aquella que la precedía, que al aumento del paro, la caída de la afiliación a la Seguridad Social, el incremento de la deuda externa, el desplome de la inversión extranjera, la pérdida de poder adquisitivo de las y los ciudadanos, la merma del Producto Interior Bruto, la devaluación de las pensiones o el descontrol del índice de precios al consumo, pudiera seguir algo todavía más preocupante.

¿Cómo era posible que dijeran que tenemos la deuda más grande de la historia si los datos oficiales decían justo todo lo contrario? ¿O que la deuda externa de España caía a niveles anteriores a la recesión cuando era la más pequeña desde 2006 y este año seguirá bajando; si nuestras exportaciones alcanzaron los casi doscientos mil millones de euros; si la inversión extranjera se había incrementado y hasta el Fondo Monetario Internacional elogiaba “la brillantez de la gestión económica” del Gobierno? Me pedí un taxi a la base de lanzamiento de naves y saqué un billete de vuelta a la España real.

Cuando llegamos, tuve la impresión de salir a la superficie después de haber estado sumergido en un líquido venenoso. Era un día bonito, de esos que hay en este paraíso llamado España. Por el cielo ya no se veía volar dragones y brujas. Es cierto que los vendedores de ceniza la ofrecían por las avenidas, pero no se la compraban mucho. La mayoría continuaba trabajando, sacaba las cosas adelante, luchaba para mejorarlas y trataba de ser feliz. Gente buena, en el buen sentido de la palabra, como dijo don Antonio Machado.

Para rematar el verano con alguna experiencia distinta, exótica, fui a una agencia de viajes y me ofrecieron un paquete turístico que incluía el vuelo en cohete y una semana de estancia en la fachosfera, con alojamiento y desayuno. Las fotografías del tríptico publicitario que me enseñaron como señuelo mostraban un apartamento junto al mar, un salón pintado de negro —eso me pareció raro— y una pequeña terraza con vistas a una playa de apariencia solitaria. “¿Por qué no?”, me dije, “hay que probar cosas nuevas.”

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