Hiroshi Ishiguro es japonés –¿quién lo diría?– y dirige el Laboratorio de Robótica Inteligente de Japón. Suele posar para las entrevistas que le hacen junto a un humanoide de creación propia que, tal vez como expresión de su convencimiento de que los robots acabarán por poseer la mayoría de habilidades humanas, es un calco de sí mismo. Hace unos meses, Ishiguro afirmaba que “en pocos años no podremos distinguir entre robots y humanos”. Es posible que ese momento haya llegado ya. Lo curioso es que se ha invertido la carga de la prueba y somos nosotros quienes tenemos que demostrar que no somos robots. En ocasiones yo mismo siento no dar la talla como humano cuando se me pide que demuestre no serlo descifrando algún captcha, esas imágenes que ciertos sitios de Internet nos exigen interpretar como condición indispensable para acceder a un determinado servicio y que, estoy seguro, están secretamente patrocinadas por el colegio de oftalmólogos, quienes recogen en sus consultas el boyante resultado de tanto esfuerzo visual.
Ocurre, además, que últimamente estos captchas (“test de Turing público y automático para distinguir a los ordenadores de los humanos”, en su abreviatura inglesa), que son en sí una forma de robótica, se han ido complicando a medida que otros robots destinados a burlar su filtro han incrementado su sagacidad para hacerlo. En definitiva, estamos en medio de una pelea de robots de la que los únicos perjudicados somos los humanos, que nos asomamos a algunas páginas web con el temor con el que de adolescentes nos enfrentábamos a los porteros de discoteca.
No es el único inconveniente que nos ocasionará el progreso de la robótica. Si en Terminator 2 el T-800 encarnado por Arnold Schwarzenegger hubiera querido de verdad ser útil a la humanidad, en lugar de dedicarse a proteger la vida de John Connor –un preadolescente un poquito cargante– hubiera debido advertirnos de que el verdadero peligro de la proliferación de máquinas inteligentes no es el que acaben evolucionando hacia una violencia aniquiladora, sino que acabarán dejándonos en el paro. Pero para ese giro argumental, Terminator 2 la hubiese tenido que dirigir Ken Loach y al que hubiéramos tenido que ver llegar desnudo a la tierra sería a un rollizo y pelirrojo enlace sindical británico. Lo comido por lo servido.
Desde el punto de vista laboral, un aumento del paro es la principal consecuencia que atisban los expertos en las consecuencias económicas de las cambios tecnológicos. También nos avanzan que el crecimiento de la industria robótica, tanto a escala industrial como en el ámbito personal y doméstico, modificará notablemente nuestros hábitos. Hay aspectos positivos, como el fin de las ocupaciones tediosas o peligrosas, la práctica desaparición del trabajo físico o una nueva posibilidad de reducción de la jornada laboral como la que ya se produjo tras la incorporación de las máquinas a las fábricas en la revolución industrial. Incluso se generarán nuevos empleos, fundamentalmente para vigilar y controlar a los robots. Aunque casi todos coinciden en que se destruirán muchos más puestos de trabajo que los que puedan generarse.
Un estudio reciente del Bank of America Merril Lynch prevé que los robots, que en 2015 ocupaban el 10% de los trabajos de fabricación, llegarán al 45 % en los próximos veinte años. Y la cosa no quedará ahí, según el informe las máquinas conquistarán también otros sectores económicos, hasta el punto de que la revolución tecnológica que inexorablemente se avecina podría provocar la desaparición de casi uno de cada dos puestos de trabajo en los próximos veinte años, estimándose asimismo un 30 % de aumento de la productividad y una reducción de costes laborales entre un 18 y un 33 %.
Los sectores donde tendrán un mayor efecto el cambio tecnológico serán la inteligencia artificial, defensa e industria aeroespacial, transportes, finanzas, salud, producción industrial, servicios domésticos y minería. El ámbito privado también se verá alterado por la llegada de robots, de la que los coches sin conductor son ya un adelanto que precede a la incorporación de otras máquinas en tareas de vigilancia y seguridad o la dispensación de cuidados a personas que los necesiten. Sé que puede parecer un panorama preocupante pero, seamos optimistas, aún quedan parcelas hacia las que los humanos podemos enfocar nuestro desarrollo profesional: no parece haber ningún interés por parte de las máquinas en disputarnos el mercado laboral de las performances creativas en los semáforos ni el floreciente negocio estacional de los puestos de castañas, dos sectores punteros de la economía española. Extraña que a ningún emprendedor se le haya ocurrido unir ambos conceptos trasladando a los semáforos los puestos de castañas y empleándolas de paso para hacer con ellas los malabarismos.
No parece complicado adivinar las ventajas que la incorporación de los robots al mundo laboral tienen desde el punto de vista empresarial. “Son siempre educados, nunca toman vacaciones, ni llegan tarde, ni se accidentan ni puedes cometer con ellos una discriminación por edad, sexo o raza”. Quien, en marzo del año pasado, se manifestaba tan entusiastamente a favor de los empleados no humanos es Andrew F. Puzder, director ejecutivo de una franquicia estadounidense de establecimientos de comida rápida y persona elegida por Donald Trump para ser en su próximo Gobierno el equivalente español a ministro de Trabajo. Una decisión que, imagino, debe de haber hecho muy felices a las fotocopiadoras.
De la seriedad de este asunto es buena muestra que el Parlamento Europeo haya sido instado por una comisión a elaborar un reglamento sobre la fabricación y el uso de robots que incluye, entre otras, la propuesta de creación de una agencia europea para los robots y la inteligencia artificial, el estudio de la posibilidad de establecer una renta básica que mitigue de algún modo la pérdida de puestos de trabajo o el requerimiento a las empresas de informes sobre la contribución de la robótica y la inteligencia artificial a sus resultados económicos a efectos de impuestos y contribución a la seguridad social. Sobre este último asunto, Pepe Álvarez, secretario general de UGT, ya propuso en la convención de delegados asturianos de ese sindicato, celebrada en octubre del pasado año, que los robots cotizaran a la Seguridad Social. Una medida visionaria que, conociéndonos, puede situarnos en la vanguardia de la inteligencia artificial cuando, como es previsible, un robot español sea el primero en darse de baja.
La proliferación de máquinas inteligentes, su incesante evolución hacia una mayor autonomía y su consecuente interacción con los humanos traerá consigo también la necesidad de dotarlos de una serie de reglas que rijan éticamente su comportamiento. Isaac Asimov ya lo aventuró en sus tres leyes de la robótica que pretendían básicamente evitar que un robot pudiera infligir daño a un humano. El progreso de la industria bélica ha dejado en cierto modo inservibles estas leyes dado que la misión de los drones –manejados, eso sí, por humanos– hacen imposible cumplirlas.
La guerra, un ámbito donde la automatización se desarrolla a ritmo vertiginoso –los gobiernos tienen pavor a las víctimas propias–, es un buen ejemplo del difícil dilema al que nos enfrentamos: ¿preferiría usted combatir contra un ejército de humanos que, en determinadas circunstancias, pueden sentir lástima y ofrecer clemencia o hacerlo contra un ejército de robots incapaces de albergar esos sentimientos pero, del mismo modo, en quienes es imposible que anide el odio que tras la conquista de un territorio es combustible generador de enormes atrocidades?
Los dilemas no se nos plantearán sólo a nosotros. Las máquinas también se enfrentarán a ellos y por eso, como decimos, es fundamental proporcionarles un código ético que determine su comportamiento en aquellas parcelas de albedrío que les sean conferidas por sus creadores. Por ejemplo, en qué momento un coche sin conductor debe desobedecer las reglas de tráfico para pisar una doble línea continua en aras de evitar atropellar a un ciclista. O, ante la inminencia del atropello de unos peatones, ¿debería decidir un coche si, para evitar varias muertes, debe estrellarse contra un muro provocando sólo la de su único pasajero?
Para resolver dilemas de este tipo, las grandes compañías automovilísticas están contratando a expertos en ética y a filósofos –a mi entender un desperdicio cuando por mucho menos podría hacerlo un taxista, que, a poco que les des conversación, suelen mostrarse expertos en ambas disciplinas–. Desconozco el sentido final de sus deliberaciones pero, por si sirve de algo, en octubre del año pasado un ejecutivo de Mercedes-Benz simplificaba la cuestión afirmando que un coche sin conductor siempre elegiría la vida de su pasajero antes que la de los transeúntes.
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¿Y –citado Asimov– es real el peligro, tantas veces imaginado por la ficción, de una gran rebelión de las máquinas? ¿Se producirá algún día? Parece difícil. Por muy seguro que se muestre Hiroshi Ishiguro de que podrán emular al ser humano, hay severas dudas de que ese logro pueda llegar a darse en su integridad. Más bien parece razonable que antes que poseer todas nuestra habilidades, la inteligencia artificial dote a determinados aparatos de sólo algunas de ellas, desarrolladas de forma muy específica. Por ejemplo, en el mundo hay actualmente unos 12 millones de robots de limpieza que, ávidos de polvo y suciedad, recorren incesantemente millones de kilómetros de suelos y moquetas. Tal vez sea el gremio con mayor número de autómatas y constituyen, sin duda, un nutrido ejército si lo comparamos con los 2,3 millones de soldados chinos, el más numeroso de los existentes. ¿Podría contemplarse una rebelión de esos pequeños artefactos circulares avanzando lenta y torpemente en la conquista del mundo? Sí, pero bastaría con poner las alfombrillas de mi coche en la frontera con Francia para detener la invasión.
Sobre este asunto Stuart Medina ha publicado en este mismo medio un interesante artículo que establece con más rigor la verdadera dimensión de la “amenaza” tecnológica sobre el empleo. Stuart Medina es economista y MBA por la Darden School de la Universidad de Virginia, acumula más de 30 años de experiencia profesional en los sectores de material eléctrico, TIC y biotecnología y fundó en 2003 la consultora MetasBio desde la que ha asesorado a numerosas empresas de diversos sectores.
Yo, por mi parte, sé tocar un poquito la guitarra.
Hiroshi Ishiguro es japonés –¿quién lo diría?– y dirige el Laboratorio de Robótica Inteligente de Japón. Suele posar para las entrevistas que le hacen junto a un humanoide de creación propia que, tal vez como expresión de su convencimiento de que los robots acabarán por poseer la mayoría de habilidades humanas, es un calco de sí mismo. Hace unos meses, Ishiguro afirmaba que “en pocos años no podremos distinguir entre robots y humanos”. Es posible que ese momento haya llegado ya. Lo curioso es que se ha invertido la carga de la prueba y somos nosotros quienes tenemos que demostrar que no somos robots. En ocasiones yo mismo siento no dar la talla como humano cuando se me pide que demuestre no serlo descifrando algún captcha, esas imágenes que ciertos sitios de Internet nos exigen interpretar como condición indispensable para acceder a un determinado servicio y que, estoy seguro, están secretamente patrocinadas por el colegio de oftalmólogos, quienes recogen en sus consultas el boyante resultado de tanto esfuerzo visual.