El incidente del gorrino, término, señor Mena, que resulta ofensivo para casi todas las personas y los políticos en cualquiera de sus tres acepciones en castellano, nos aproxima al nivel real del parlamentarismo cutre y salchichero de esta semana en que, una vez más, casi todos los señores diputados y gestores de gobierno se han pensado que el personal es imbécil.
El intento de Ciudadanos de poner freno a la discriminación del llamado cupo vasco, cuestionada abiertamente también por los presidentes autonómicos del PSOE, y vigilar lo que se hace con los niños en los colegios no sea que alguien estuviera tentado de adoctrinar, ha recibido críticas en distinto grado de todos los demás, según les fuera en la fiesta a cada uno de ellos. Críticas rayanas en el insulto cuando no insultos sin matices, como esa gracieta de los gorrinos que tanto celebró la bancada propia del señor Mena.
Era una buena oportunidad para que sus señorías exhibieran algo de nivel parlamentario, pero de nuevo la han echado a perder.
Cualquiera que aprecie la frase inteligente, el dardo ingenioso o el “zasca” incontestable, echará de menos algo de todo eso en el presente tiempo parlamentario. Cierto es que la cosa de legislar o gobernar en tiempos duros como lo siguen siendo éstos, no deja mucho sitio al divertimento dialéctico. Pero lo es también que el Parlamento es o debe ser un escenario de discusión inteligente y libre en el que la altura política esté no sólo en la propuesta de leyes que mejoren la calidad de vida de los ciudadanos, sino en la forma de defenderlas o rebatirlas.
Hubo un tiempo en que el debate parlamentario servía para convencer, en que el que mejor exponía sus puntos de vista se llevaba el gato al agua y hasta era capaz de aportar ideas o propuestas tan difíciles de cuestionar que debían ser aceptadas por el adversario. El espectáculo estaba en la idea y la palabra, que son la materia prima del trabajo parlamentario. Y eso que entonces sólo las actas recogían lo que allí se discutía.
Hoy los parlamentarios tendrían aún más fácil lo de convencer con su ingenio gracias a la existencia de una comunicación directa e inmediata que haría llegar a la opinión pública ese argumentario inteligente, lo que comprometería al contrario a aceptarlo o mejorar ante su electorado.
Pero nada de eso se sustancia en estos tiempos. Algunos parecen intuir el valor de la singularidad en la expresión, pero no llegan más allá de la bufonada, como este señor Mena o el indepe Rufián tan amigo de llevarse artilugios a los debates parlamentarios. Otros acuden a recursos insultantes para la inteligencia media de los representados, como los que –con razón o sin ella– acusan a Ciudadanos de oportunismo cuando ese es precisamente el rasgo de carácter más preciso y definido de la actual clase política. Toda, sin excepción, juega al oportunismo, al corto plazo y a la supervivencia propia. Nadie ejerce algo parecido a la responsabilidad con sus votantes y mucho menos con el Estado de cuya estructura forman parte. Aquí cada uno mira por lo suyo sin que nadie salte esa barrera. Haría falta valor, criterio e inteligencia, y escasean bastante.
Lo peor no es que esta sequía de talento complique la cosa pública como lo hacen los mediocres con todo lo que tocan. Lo malo, lo inaceptable, es que se crean que los representados no se enteran de nada.
Que en el reino del oportunismo alguien acuse al adversario de oportunista es una coña para la ciudadanía. Igual que lo es el que el señor Montoro diga que lo de la feliz resolución para el nacionalismo vasco del asunto del cupo no tiene nada que ver con la necesidad de apoyo al presupuesto, o que los socialistas le digan a Rivera que es la media naranja del PP cuando en Andalucía, que yo sepa, exprimen su zumo en beneficio del PSOE.
En realidad, el parlamentarismo no es sino reflejo del bajo nivel de la política española, con una izquierda que ilusionó en sus comienzos y ahora se diluye entre incoherencias y purgas, o apoyó a los nacionalistas en lo que éstos ahora andan dejando atrás, otra izquierda de más solera, menos osada, pero desunida también en sus propias guerras internas, y una derecha lastrada por la corrupción que sigue en el gobierno mirando a otro lado.
Ha aprovechado muy bien Ciudadanos ese panorama para encontrar su hueco. Sólo ha tenido que ser coherente y poner sobre la mesa cuestiones que desnudan algo que para la gente –que diría Iglesias– es difícil de perdonar: la componenda y la mentira. Lo visto y oído esta semana sobre el cupo vasco y la educación en Cataluña han conectado a los de Rivera con muchos votantes de otros partidos que se cansan ya de ver cómo se les trata de ignorantes o desinformados. La cascada de desconsideraciones recibidas probablemente se convierta en votos futuros. Y eso será también responsabilidad de los actores de ese paisaje con figuras desnortadas, los políticos que siguen haciendo y diciendo cosas que hacen pensar a los votantes que se les minusvalora.
Acaso haya que empezar a cambiar el paradigma del circo político y dejar de hablar de payasos para pensar en trapecistas. Lo primero parece un insulto y lo segundo un elogio. Pero en realidad, el payaso es el que es capaz de acercarse al público y humillarse hasta la risa con tal de servir, mientras el trapecista vuela por encima de los otros y cree que no se caerá nunca. Lo dice mi amigo Goyo Jiménez, un tipo lúcido, payaso él, y se lo copio con permiso porque ilumina muy bien el carácter de esta casta incapaz que cree volar por encima de nosotros cuando en realidad se la pega en cada movimiento y ni hace gracia ni tiene ingenio ni goza de la categoría humana de poder ser considerados payasos, aunque nos tiente emplear el calificativo.
El incidente del gorrino, término, señor Mena, que resulta ofensivo para casi todas las personas y los políticos en cualquiera de sus tres acepciones en castellano, nos aproxima al nivel real del parlamentarismo cutre y salchichero de esta semana en que, una vez más, casi todos los señores diputados y gestores de gobierno se han pensado que el personal es imbécil.