Los veranos eran antes más largos. Niños, profesores y familias bien cambiaban de hábitos a finales de junio, se dejaban llevar por los desayunos largos, las comidas en terrazas con toldos, las siestas con sorpresa, los paseos a la orilla del mar o de las cumbres, los galanes de noche y la paciencia del reloj que toda alma lleva dentro. Las familias menos pudientes tenían más difícil salir de sus ciudades. Y la lentitud, también presente, tomaba forma de ventana abierta y calor nocturno.
Los veranos de ahora no son tan largos. Casi nadie y casi nada disfruta de un mes, los recortes afectan al tiempo, los despertadores empiezan a sonar mucho antes de que llegue septiembre. El mes de agosto, sobre todo en la segunda quincena, convive con el tráfico urbano, el rumor de las tazas en las cafeterías, la necesidad de fichar y las reuniones de trabajo. Basta con poner hielo a las jarras de agua.
Pero no todo es tan radical como el vocerío de las redes sociales. Las gaviotas, una vez que los pescadores esconden en la lonja el fruto de sus artes, también acaban por sosegarse. Aunque el tiempo tenga hoy unas sandalias más ligeras, agosto goza de derechos adquiridos ayer, costumbres que permiten defender los buenos usos de la tranquilidad y la lentitud. Ahí está el mundo con su historia de siglos, su memoria encadenada a un rayo de luz, el olor vegetal de la vida, los vagabundeos que nos hacen recobrar un olvidado sabor a nosotros mismos.
Existen los problemas, se mantiene el hermoso conflicto que llamamos vida, pero no todo es tragedia, fusilamiento, abismo, arrecife, naufragio sin retorno. La indolencia bien combinada con el vitalismo llega a conseguir quincenas, espacios intermedios entre el hoy y el mañana, los saludos y las despedidas, las palabras siempre y nunca, las fronteras de lo posible y lo imposible. La parsimonia de agosto llega incluso a imponerse a su nueva brevedad y entra en las reuniones de trabajo para enfrentar los problemas con otro ánimo más pacífico.
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Las conversaciones encuentran un decorado amable. Más que la escandalera del claxon en los atascos, domina la silenciosa dignidad de la rosa. Más que la crueldad de los reflectores, se extiende el paulatino violeta de los amaneceres o los atardeceres. Más que el incordio de la sequedad, la piel húmeda sale y entra de las olas para tenderse con protección bajo la paciencia milenaria del sol. Las cosas no están bien, pero el mundo no se acaba hoy, no hace falta lanzarse a las redes sociales para anunciar la catástrofe, para fundar acontecimientos en la puerta de urgencias, para exigir responsabilidades inmediatas. Más que insultos y desprecios, las manos recogen caracolas en las que se escucha un rumor sereno. El mes de agosto puede incluso ayudarnos a recobrar la calma de no tener que opinar de todo, creyendo que los demás están interesados en nuestra opinión, aunque no sepamos nada de lo que estamos opinando.
En fin, ya puestos y con una mañana de domingo en los labios, siempre se puede sacar partido a las situaciones por complicadas que sean. Si los veranos son ahora más cortos, tal vez se deban abordar los problemas de la primavera con la prudencia terrenal y sigilosa de las horas en agosto. La comunicación nunca será perfecta, pero entre la comunicación perfecta y el silencio cabe la posibilidad del entendimiento.
Lo bueno del verano es que hasta las grandes palabras, esas que emplean los héroes de la historia, se acercan a la vida cotidiana de los seres normales. Somos de carne y hueso. Me gusta pasear por la playa, y no sólo por el cuerpo modélico que de vez en cuando sale del mar, sino por los cientos de cuerpos que salen de los barrios y los coches con sus sonrisas de supervivientes, sus bolsas de sandías y sus kilos de más.
Los veranos eran antes más largos. Niños, profesores y familias bien cambiaban de hábitos a finales de junio, se dejaban llevar por los desayunos largos, las comidas en terrazas con toldos, las siestas con sorpresa, los paseos a la orilla del mar o de las cumbres, los galanes de noche y la paciencia del reloj que toda alma lleva dentro. Las familias menos pudientes tenían más difícil salir de sus ciudades. Y la lentitud, también presente, tomaba forma de ventana abierta y calor nocturno.