Aunque él mismo no se aplicó la lección, el poeta Jaime Gil de Biedma me enseñó que envejecer tiene su gracia: es igual que aprender a bailar cuando se es joven. Uno debe ser consciente de dónde pisa y procurar seguir un ritmo que ya no se ajusta del todo a la propia experiencia. Es verdad, los años son un conjunto de achaques y escaleras que mejor no subir, de camisas que mejor no vestirse, de renuncias y pertenencias que mejor no poner en juego. Pero los años son también una lección aprendida, un derecho a mirar los movimientos de la fiesta que baila. Y eso tiene sus ventajas.
Si pienso en la democracia (no como asunto teórico o debate político, sino como costumbre del país en el que vivo desde los 20 años), el referente primero que me viene a los ojos es el cambio en la vida de las mujeres o, mejor aún, el cambio de un país representado por la vida de las mujeres. La foto en blanco y negro de un parlamento masculino se fue llenando de color y de mujeres, mientras los despachos, las colas ante el mostrador de los bancos, las librerías, las reuniones sindicales o políticas, los viajes y los demás sábanas de la existencia se llenaban de mujeres.
Por eso el ataque a las conquistas de las mujeres españolas es uno de los síntomas claros de animosidad contra la democracia. No es un asunto más de debate: es el asunto, el disparo que se hace contra el corazón de nuestra convivencia democrática. Leo Ahora, feminismo (Cátedra, 2019), un libro de la profesora Amelia Valcárcel y pienso en las ventajas de la experiencia, en la gracia de haber cumplido años, no sólo por tener cosas que contar, sino por las razones que enseñan a elegir lo importante y a vigilar las numerosas trampas que suelen esconderse en las novedades.
Amelia Valcárcel elige lo importante a la hora de hacer una breve historia del feminismo que equilibra lecturas entre la sencilla divulgación y los debates de profundidad intelectual. Agradezco sobre todo su capacidad para dibujar los marcos históricos en los que se consolida una mirada feminista y su apuesta por la ilustración. Sin Descartes y Poulain de la Barre no hubiese habido feminismo; sin Mary Wollstonecraft y Olympe de Gouges no hubiese habido democracia. Después de los más o menos simpáticos discursos antisistema de la posmodernidad, conviene recuperar, sin voluntades dogmáticas ni esencialismos, el sentido de una razón humana dispuesta a organizar la convivencia más allá de las supersticiones (nuevas o viejas). La voluntad de igualdad y de justicia es el valor decisivo de la democracia. No conozco tradición ilustrada más estable y con más logros que la del feminismo.
Por importante que sea el feminismo norteamericano, la lucha por los derechos de la mujer no es una invención gringa. La vieja Europa tiene mucho que decir. Se merece un respeto, igual que sus instituciones y su vieja ilusión de libertad, igualdad y fraternidad.
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En esa estabilidad, claro, los años invitan también a la vigilancia. Son graves, desde luego, los ataques contra el feminismo de las organizaciones tradicionalistas que quieren otra vez poner en duda el derecho a la interrupción del embarazo o que restan significación a la violencia de género. Pero también debemos vigilar las ofertas de nuevos modos de vida que en nombre de la libertad, la multiculturalidad y la tolerancia intentan imponer privilegios religiosos bajo la máscara de "los derechos" o humillaciones a la dignidad personal tan profundas como la ablación, los velos o la mercantilización de los vientres. Amelia Valcárcel es brillante en el análisis del lenguaje moderno como caballo de Troya del pensamiento reaccionario cuando comenta la oferta queer, el eurocentrismo, el heteropatriarcado, la biopolítica y las diversas acepciones de lo post. Nietzsche advirtió que todo maestro puede tener un discípulo tonto. Autovigilar el pensamiento progresista es evitar los caballos de Troya que una y otra vez nos plantean los discípulos tontos.
Amelia Valcárcel advierte también que la memoria es decisiva en la consolidación de un pensamiento libre, pero tiene un peligro: nos ofrece siempre identidades cerradas. Para que existan identidades abiertas resulta imprescindible que situemos nuestros compromisos, incluso el de la memoria histórica, en el futuro. El valor del feminismo estará presente en lo que el pensamiento democrático deba conquistar o defender en el futuro.
Aunque él mismo no se aplicó la lección, el poeta Jaime Gil de Biedma me enseñó que envejecer tiene su gracia: es igual que aprender a bailar cuando se es joven. Uno debe ser consciente de dónde pisa y procurar seguir un ritmo que ya no se ajusta del todo a la propia experiencia. Es verdad, los años son un conjunto de achaques y escaleras que mejor no subir, de camisas que mejor no vestirse, de renuncias y pertenencias que mejor no poner en juego. Pero los años son también una lección aprendida, un derecho a mirar los movimientos de la fiesta que baila. Y eso tiene sus ventajas.