Conversar no es lo mismo que discutir, aunque a veces las conversaciones acaben en discusión. Las voces verdaderas, como nos advirtió Antonio Machado, tampoco pueden confundirse con los tenores huecos o con el coro de los grillos que cantan a la luna. Pienso en estas cosas, porque me gustan las conversaciones de verano, sin límites ni urgencias, palabras que surgen en las sobremesas y se apoderan desde perspectivas imprevistas de la memoria de los amigos. La amistad aquí es un modo de llamar a la vieja confianza que se da entre los que pueden hablar sobre cualquier cosa, un libro, el novio de una amiga, un equipo de fútbol, una película, un recuerdo sobre el que disentirse o sobre el que reírse. Haber hecho el ridículo juntos crea también complicidades.
La lucidez política depende sobre todo del arte de escoger las conversaciones propias. Elegir el asunto y la perspectiva, los tiempos y los silencios. Cada cual guarda su lluvia, su memoria de los paisajes, sus rincones en los que hacer recuento de la vida y la muerte. Saber que en las palabras no está sólo lo que se dice, sino también lo que permanece callado es algo que, según Octavio Paz, distingue a los poetas de los filólogos y los retóricos. Como casi toda la gente está acostumbrada a sobrevivir, puede ser útil generalizar este secreto de los poetas.
Vivimos un tiempo con muchos medios tecnológicos para imponer las conversaciones de actualidad y para desatar una perspectiva única a la hora de enfocar los asuntos, perspectiva encaminada en la mayoría de los casos a la crispación, el tú y el yo y los desprecios. túyoHay determinados temas en los que más que meditar, recordar, debatir, parece necesario declararse enemigo irreconciliable de un bando contrario. Me resulta muy significativo observar cómo algunos artículos escritos con sosiego, contemplaciones minuciosas de la realidad, provocan una indignación doble o triple en las banderías del coro.
Por un mismo artículo pueden acusar al autor de independentista catalán o de nacionalista español, de cómplice del terrorismo vasco o de falta de comprensión ante la identidad del euskera, de comunista o de vendido al capitalismo, de defensor taimado de Pedro Sánchez o de simpatizante abierto del podemismo. La gran creación política neoliberal ha sido una dinámica narcisista en la que el consumidor tiene derecho a exigir que le den la razón sin fisuras. De lo contrario, la indignación llena las redes sociales de denuncias, despedidas, vejaciones y griteríos. Digo que es una gran creación del neoliberalismo porque este narcisismo está domado y provoca una mansedumbre furiosa al servicio de los poderes económicos. También en la opinión el capitalismo prefiere crear la demanda que resolver la necesidad.
A veces las manipulaciones son tan zafias que dan risa. La aplicación de la palabra banda al partido mayoritario de un parlamento es tan burda y descomedida que convierte a quien la ladra en el perrito faldero de unos señores avergonzados.banda Pero hay otras manipulaciones propias de mastines más peligrosos. Por ejemplo: ¿de verdad que los políticos son el gran problema de España? La pregunta se puede responder sin entrar en dinámicas establecidas, eligiendo el propio enfoque de la conversación.
Más que la dificultad de las negociaciones entre Podemos y el PSOE, a mí me preocupan las noticias judiciales que demuestran la existencia en el pasado reciente de una policía paralela al servicio informativo y chantajeador de empresarios y banqueros. Me preocupa la noticia de que vuelve a activarse la burbuja inmobiliaria sin que hayamos aprendido que las pérdidas se cubren después con dinero público para que los grandes bancos sigan haciendo sus negocios como si ellos no hubiesen sido los máximos responsables. Me preocupa la falta heredada de políticas fiscales justas, la inclinación a degradar los servicios públicos mientras se evita el pago de impuestos de las grandes fortunas, animadas legalmente –además– a usar paraísos fiscales e ingenierías enmascaradoras.
Afirmar que el gran problema de España son los banqueros, por ejemplo, no exime de responsabilidad a la política, pero invita a enfocar los problemas de otra manera y ayuda a reconocer el papel de los perritos falderos que ladran mucho, pero que son incapaces de defender los intereses de la gran mayoría de los españoles.
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Querer a España no es colocar banderitas en cada palabra, sino posibilitar una política fiscal justa que asegure la dignidad de nuestros servicios públicos y nuestros derechos laborales. Y ponerse de acuerdo en una negociación es más fácil cuando lo que está en juego no es el relato del coro, sino el bienestar de la vida cotidiana de la gente. Y no hace falta hacer revoluciones, ser iluminados o asaltar los cielos. No hace falta decirlo todo, abordarlo todo de una vez. Basta con conseguir dar uno o dos pasos: que nuestros impuestos se parezcan a los alemanes y nuestro orgullo público al francés.
Y déjenme que acabe con una humilde defensa literaria de la palabra relato. Frente al tiempo concebido como mercancía de usar y tirar, dinámica también muy propia del neoliberalismo, el relato literario tiene memoria y se compromete con los desenlaces del futuro desde los planteamientos iniciales. Nudo a nudo, el relato hace que la experiencia humana sea un compromiso heredado, un diálogo entre los jóvenes y los ancianos, algo para contar junto a la hoguera en la que se calientan las ilusiones colectivas de la tribu. Así que, por favor, no degraden la palabra relato, no la sometan a la sociedad del espectáculo que protagonizan los tenores huecos y el coro de los grillos.
En fin, son temas de los que hablé ayer con amigas y amigos en una comida casera que se convirtió en cena y casi, casi, en desayuno. No temas de hoy, sino el tema de nuestra vida.
Conversar no es lo mismo que discutir, aunque a veces las conversaciones acaben en discusión. Las voces verdaderas, como nos advirtió Antonio Machado, tampoco pueden confundirse con los tenores huecos o con el coro de los grillos que cantan a la luna. Pienso en estas cosas, porque me gustan las conversaciones de verano, sin límites ni urgencias, palabras que surgen en las sobremesas y se apoderan desde perspectivas imprevistas de la memoria de los amigos. La amistad aquí es un modo de llamar a la vieja confianza que se da entre los que pueden hablar sobre cualquier cosa, un libro, el novio de una amiga, un equipo de fútbol, una película, un recuerdo sobre el que disentirse o sobre el que reírse. Haber hecho el ridículo juntos crea también complicidades.